Nosotros, aquellos que saltábamos los
charcos
Recuerdos en blanco y negro, de un tiempo que no volverá, tiempos de calles llenas
de barro, callos en las manos infantiles, piedras, juegos en las calles,
canciones saltando la comba, juegos perdidos en la memoria de los tiempos,
ilusiones cortadas con la hoz de la dura realidad, esos éramos nosotros...
Nosotros éramos aquellos chiquillos de pantalones remendados, que pisamos los
charcos con nuestras botas de agua, a veces sin ellas, rompíamos el hielo de
los charcos calándonos hasta el tuétano. Fuimos aquellos chiquillos que veíamos
guerras entre vaqueros e indios preguntándonos de dónde sacaban tantos indios
si en cada película masacraban a cientos, con razón no veíamos ninguno, claro
que tampoco veíamos ni negros ni amarillos, aparte de las huchas del Domund,
que sonaban mucho y pesaban poco.
Teníamos
el alma guerrera de la Celtiberia más primitiva, de los castellanos más testarudos,
y por menos de nada, nos liábamos a tirarnos piedras unos contra otros, de tu
calle contra la mía o de Pinarejo contra los de Santa María del Campo Rus, Villar
de la Encina u Honrubia.
Eran tiempos en los cuales las
consolas se encontraban en los dormitorios de los padres. Los videojuegos no
existían, ni tampoco en las novelas de ciencia ficción se iba a la luna, ya era
suficiente ciencia ficción atravesar las cuestas de Contreras y llegar a Valencia
o ir a Colmenar Viejo a hacer la mili, donde del frío en los barracones se
convertían las orejas den campos de sabañones a reventar.
Las pantallas, las pocas que existían solían
estar en los bares o en las casas de las personas más adineradas de los pueblos
y de las ciudades y por supuesto en blanco y negro y tan solo unas horas al día
y solo una cadena, que ni tan siquiera se llamaba la primera. La 2 o UHF,
llegaría más tarde, sus emisiones comenzaban con una interminable carta de
ajuste y seguían con «El Parte» que era también un programa de ficción
retratando una España de papel cuche y virtudes de unos personajes que solo
existían en el NODO y TVE, ficción pura ficción, la realidad era todavía más
gris.
Los chiquillos, los guachos, no veíamos
prácticamente la televisión. Recuerdo que en mi pueblo, en Pinarejo, algunas
veces, en el bar de «El Vivo», en el de «Paquillo», el «Torcio» o Joaquín de la
«Circun», nos dejaban ver «Virginiano», «Bonanza» y «La Ponderosa», o ya
más tarde hasta «Los tres Mosqueteros». Siempre un poco a hurtadillas,
con la vista gorda de los taberneros que nos dejaban ver la tele con alguna que
otra pequeña regañina, pero que terminaban dejándonos con la condición de estar
callados sin armar jaleo. Muchas tardes, la televisión se acababa para nosotros
si llegaban los guardias del cuartelillo de Santa María del Campo Rus, que
repartían hostias como panes sin ningún motivo o razón. Si alguien decía que llegaban, pronto salíamos
disparados del bar a jugar al molino de viento o a cualquier calle por la que
no pasasen.
No sé si hubiese pasado algo,
posiblemente se trataba de una estratagema del tabernero; pero la guardia civil
desde pequeños, se nos enseñó que debíamos tener precaución o más bien miedo,
cuando menos. Los hijos de los rojos, en nuestras casas siempre habíamos
escuchado relatar algún que otro abuso por parte de aquella benemérita de la
dictadura, que en la mayor mayoría, nada tiene que ver con la actual.
Los chiquillos, cuando no íbamos a la escuela, estábamos en la
calle, incluso en el invierno. Si nevaba, hacíamos bolas y nos lanzábamos, o
cogíamos desde lo alto de una cuesta y la íbamos haciendo cada vez más grande
hasta llegar a la plaza. No recuerdo que hiciésemos muñecos de nieve por
aquel entonces, eso era cosa de los americanos que poco a poco se metían como
especie invasora en nuestra cultura «indigena».
Jugábamos al futbol en las eras, casi
todos eran del Madrid. Yo descolocado siempre, pues nunca me gusto el
balompié, me ponían de portero y era un poco del Atleti, supongo que por llevar
la contraria.
Veíamos a los muchachos jugar al frontón
o la pelota en las paredes de la iglesia. Con el aro, en ocasiones recorríamos
el pueblo de punta a punta. Otros días más tranquilos y sosegados jugábamos
al tejo, a las «cajotas» tapas de las botellas de refresco, las
conseguíamos en los bares, sobre todo en el corral de Paquillo, recuerdo que
había una marca de refresco que se llamaba «Canadá Dry», también había
de Mirinda, gaseosas de «Los moyanos» de Pepsi, no
recuerdo que hubiese de Coca-Cola. Las de cerveza, todas eran de Mahou; y
a los quintos les llamábamos botellines y a los tercios gordas.
También jugábamos a «Los santos»,
las tapas de las cajas de cerillas, todos teníamos nuestro trompo, recuerdo a
algunos que eran verdaderos maestros y eran capaces, después de tirarlo, de
cogerlo varias veces en la palma de la mano y que continuase dando vueltas.
Saltar la pídola era uno de esos juegos populares, en el que yo, no solo
no destacaba, sino todo lo contrario siempre fui Paco Contraria para el deporte.
No eran menos favoritos otros
juegos como El clavo, el güa (canicas), el escondite, y, sobre todo, ya cuando
las primeras pelusas salían en las axilas y otras partes, a hacer la puñeta a
las chiquillas, metiéndonos con nuestras torpes piernas entre sus saltos a la
comba, alguno había que lo hacía muy bien, otros más que saltarines éramos
patosos.
íbamos al paleduzar con nuestras azadas o
escavillos a sacar «paleduz» o regaliz.
A mí lo que más me gustaba era ir al viejo
molino a jugar entre las ruinas del al molino a jugar a don Quijote y Sancho. Hay
quien me ha dicho que ya entonces contaba historias de tan manchegos personajes.
Otras veces íbamos a la veguilla a arrancar juncos, con los cuales intentábamos
hacer pleita. Alguna vez, a la noguera de «Palote» o quitarle palomas al cura a
la torre.
Las chiquillas, eran casi unas completas
desconocidas. Ellas saltaban a la comba en sus diversas modalidades,
acompañadas de la canción correspondiente:
"Al pasar la
barca"
"Al pasar la
barca,
me dijo el barquero:
las niñas bonitas,
no pagan dinero.
Yo no soy bonita,
Ni lo quiero ser,
Arriba la barca,
Una, dos y tres".
Cantaban canciones, jugaban con
muñecas, a los alfileres, la goma, y a todo aquello que no nos interesaba a los
chiquillos. La división por sexos, no solo se daba en la escuela o en la
iglesia, también en la calle y en los juegos. Pocas veces jugábamos juntos y
las pocas, eran muchas las veces terminábamos los juegos a insultos y
empujones.
De los pocos juegos que compartíamos
chiquillos y chiquillas estaba «la Taba», que se llevaba a cabo,
normalmente sentado en alguna acera con escalones, el escondite también solía
ser un juego mixto, en ocasiones «la gallinita ciega» o las tres en
raya, la Oca, Parchís o el corro de la patata:
Al corro de la patata
comeremos ensalada
lo que comen los
señores
naranjitas y limones
¡Achupé, achupé
sentadita me quedé!
Una distracción en los momentos de
aburrimiento, mientras esperábamos a un compinche podía ser comer pipas,
sentados al sol o a la sombra. En época previa a la siega, cuando todavía
estaban las espigas verdes, íbamos y nos comíamos algunas espigas, o cogíamos tortas
de girasol. Como no tuvimos muchos juguetes, nos los fabricábamos
nosotros mismos, del hueso del albaricoque sacábamos un «sorbito», pito
o silbato. Tirar piedras podía a dar lugar a una apasionante tarde,
hacerlas saltar sobre los charcos un acto de destreza. Subir a un carro de
varas y hacer que se inclinase para un lado o para otro, una y otra vez, hasta
que algún mayor se daba cuenta, un acto emocionante…
Claro, que eso era antes. No antes de ahora, que también, sino antes de cumplir
los diez, once o doce años, que comenzábamos a alternar esos juegos infantiles
con la siega, la vendimia, los ajos, la trilla y demás labores agrícolas, y sin
darnos cuenta íbamos asesinando al niño que llevábamos dentro, para
convertirnos en mujeres u hombres prematuros, en niños yunteros, como de manera
magistral supo expresar el gran Miguel Hernández:
Carne de yugo, ha
nacido
más humillado que
bello,
con el cuello
perseguido
por el yugo para el
cuello.
Nace, como la
herramienta,
a los golpes
destinado,
de una tierra
descontenta
y un insatisfecho
arado.
Entre estiércol puro y
vivo
de vacas, trae a la
vida
un alma color de olivo
vieja ya y
encallecida.
Empieza a vivir, y
empieza
a morir de punta a
punta
levantando la corteza
de su madre con la
yunta.
Empieza a sentir, y
siente
la vida como una
guerra
y a dar fatigosamente
en los huesos de la
tierra.
Contar sus años no
sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el
labrador.
Trabaja, y mientras
trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se
alhaja
de carne de
cementerio.
A fuerza de golpes,
fuerte,
y a fuerza de sol,
bruñido,
con una ambición de
muerte
despedaza un pan
reñido.
Cada nuevo día es
más raíz, menos
criatura,
que escucha bajo sus
pies
la voz de la
sepultura.
Y como raíz se hunde
en la tierra
lentamente
para que la tierra
inunde
de paz y panes su
frente.
Me duele este niño
hambriento
como una grandiosa
espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de
encina.
Lo veo arar los
rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los
ojos
que por qué es carne
de yugo.
Me da su arado en el
pecho,
y su vida en la
garganta,
y sufro viendo el
barbecho
tan grande bajo su
planta.
¿Quién salvará a este
chiquillo
menor que un grano de
avena?
¿De dónde saldrá el
martillo
verdugo de esta
cadena?
Que salga del corazón
de los hombres
jornaleros,
que antes de ser
hombres son
y han sido niños
yunteros.
Miguel Hernández
©Paco
Arenas, autor de «Águeda y el secreto de su mano zurda» y «Magdalenas sin azúcar»
Que guay esta publicación
ResponderEliminarMuchas gracias!!!
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