Aroma a espliego con esencia de azafrán (Relatos narrados a la luz de la lumbre) será una recopilación de varios relatos rescatados de la rica tradición oral castellana y manchega, a los cuales he dado forma y añadido algunos de mi propia cosecha.
Mis padres, vuestros padres, nuestros abuelos, vuestros abuelos. Se sentaban cara a la lumbre, asaban castañas, si las había, setas, o simplemente removían las cenizas buscando las últimas ascuas para aguantar la noche sin tener que echar otro ceporro. Y al calor de la lumbre nos contaban historias y relatos, unas veces propios de una rica tradición oral, otras improvisados sacados de su imaginación.
Mi madre, como muchas
mujeres manchegas, llenaba bolsas de tela, “taleguillas”
con espliego, una especie de ambientadores naturales, apenas perceptibles pero
que estaban por todas partes y cuando los tocaban desprendían un agradable
aroma a lo auténtico, y que a todos nos gustaba. Mientras que el azafrán, el
oro de la Mancha, era la esencia que se percibía en cada uno de sus guisos,
pero al igual que el espliego, tenía un significado simbólico que con el tiempo
se ha perdido. No voy a revelar aquí, en el prólogo, el significado de esas dos
plantas, de esas flores, que simbolizaron tanto para muchas de las gentes del
sur de Castilla.
La narración oral de
aquellos hombres imaginativos, analfabetos, pero con gran memoria y cultura
popular fue esencial en los tiempos oscuros de la posguerra, añadiendo a las
viejas narraciones milenarias, nuevos relatos cargados de humor y gracia que
llenaron las largas noches de invierno al calor y la luz de la lumbre. Esa tradición para la narración la heredó
con gran gracia mi hermana Felipa, que terminaría siendo la “hermosamia”, al casarse en segundas
nupcias con Isidro Jiménez, “Trequelates” de apodo familiar pero más conocido
como “Hermosomío”. Al morir mi hermana
muchas de esas historias que contaba mi padre, se perdieron para siempre,
aunque es una de las protagonistas de mi novela, Los manuscritos de Teresa
Panza.
Me parece estar
viendo a mi padre y a sus amigos sentados en torno a la mesa, o frente a la
lumbre, según la época del año, con un porrón de vino y unas aceitunas cornicabras
curadas en sosa. Solían ser tres, en ocasiones cuatro, dependiendo si se
juntaban para hablar de tontunas y tomar un poco de vino o para escuchar
después Radio España Independiente “La Pirenaica”. En esto el número era más
que importante, y los relatos cambiaban. Cuando eran tres, eran amigos y a la
vez camaradas: Joaquín Osa López “El Cojo”, Julián Romero “El rojo de Soplaeras”
y Fermín Martínez Vieco “Fermín Arenas”. Los tres tenían excelente sentido del
humor, y en el caso del primero era un excelente narrador de cuentos de terror.
No puedo decir que recuerde de manera fehaciente esas reuniones, más bien son
recuerdos difuminados que fueron tomando forma gracias a mi madre. Sus relatos
eran picantes con cierto tono de amargura y bastante de rebeldía ante la
injusticia, eran relatos que criticaban con humor y sin piedad a los vencedores
de la guerra, sus víctimas solían ser miembros de la Iglesia, de la Guardia
Civil, ricos y beatas. En algunas ocasiones
eran cuatro o más, en ese caso, esos
relatos eran con la “lengua mordida”
o con “ropa tendida”, sin que por
ello fuésemos los niños esa ropa tendida, sino alguno de los compañeros de
tertulia, campesinos como ellos, pero católicos
de derechas y que había luchado en el bando franquista, a pesar de amigos. Todos
tenían en común que eran excelentes narradores, capaces de narrar poemas aprendidos en el frente de
batalla, de inventarse historias, narrar relatos o cuentos de la larga
tradición oral manchega, casi siempre con ese sentido del humor tan manchego
del sur de Castilla. Por último, recuerdo mi a mi hermana Felipa, la mensajera
de los dichos y refranes que contaba mi padre, su heredera en ingenio y gracia.
Una de sus frases, al comenzar una historia, dicho, refrán o incluso poema,
era: “Como contaba padre.”
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