💪💪#YoMeQuedoEnCasa, #VolvereAPisarLasCalles
Este cuento se lo debo a mi hermana Felipa, que lo contaba con gran gracia.
A ella, que heredó esa gracia de mi padre.
Contaba mi hermana que en los tiempos del hambre llegó a un pueblo de la
Mancha un joven sacerdote, tan joven como torpe a la hora de cazar. Y digo que
era torpe, porque aquel pueblo tenía uno de los mejores cotos de caza de todo
el sur de Castilla, y las liebres, perdices y codornices salían hasta debajo de
las piedras. El joven cura salía a cazar solo y muy a menudo, casi siempre con
idéntico resultado, muchos tiros y ninguna pieza en el zurrón.
Un buen día, se cruzó en su camino Eustaquio Vieco, un antiguo guardia
de asalto, el cual fue un diestro cazador, cuando tenía permiso de caza, y que
ahora, tras pasar por la cárcel, tenía prohibido tener hasta escopeta. A
Eustaquio nada le daba más envidia que ver a los cazadores disparar sus armas,
ver correr a los galgos y ver volar a las perdices. A falta de escopeta, el
campesino siempre iba acompañado de Manolo, su perro perdiguero, que, de vez en
cuando, le conseguía alguna pieza al vuelo, ya fuese perdices, codornices,
liebres, en incluso alguna culebra. Cuando esto ocurría debía esconderlas muy
bien para no tener problemas con la Guardia Civil, que como a todos los
partidarios a la legitimidad republicana, solían ser acosados de manera
frecuente.
—Tiene bemoles, haber sido juzgado por auxilio a la rebelión por quienes
se rebelaron contra la ley, yo solo cumplí con mi deber, defender la legalidad
—solía comentar, siempre en voz baja a sus amigos.
Sí pasaba envidia, y de uno de quienes más, de aquel joven cura,
«incapaz de aceptad a un elefante a medio metro». Eran muchos los días que veía
al sacerdote ir al monte, con la escopeta, la canana y dos zurrones, que
siempre regresaban vacíos al pueblo.
Cierta tarde, ya a punto de caer la noche, viendo la inutilidad del cura
para la caza, se atrevió a acercarse, no sin cierto temor por las consecuencias
que podría acarrearle la decisión que había tomado. Cuando el sacerdote lo vio
acercarse no dudó en apuntarle con la escopeta al pecho, con el dedo en el
gatillo, muerto de miedo y temblando:
—¡Quieto ahí!, no des ni un paso más o disparo.
—¡Tranquilo hombre!, no tenga usted miedo de mí, ¿acaso no me conoce?
—Preguntó levantando las manos, no sin cierta socarronería Eustaquio.
—Por eso, porque te conozco, has estado en la cárcel por ser un rojo
peligroso —replicó sin dejar de apuntarle el sacerdote al antiguo guardia de
asalto.
—Sí, he estado en la cárcel, pero nadie le puede decir que ha sido por
ladrón o asesino, tampoco por mala persona, y tenga cuidado, que tampoco soy un
maqui…
—No es lo que me han dicho, que bien me han informado sobre los
elementos peligrosos del pueblo, y tú eres de los peores.
Eustaquio frunció el entrecejo, agachó la cabeza, y se dispuso a dar
media vuelta:
—Buenas tardes tenga usted. Siento mucho el haberme equivocado siento. No
volverá a ocurrir, pensaba que estaría dispuesto a cenar esta noche unas buenas
perdices escabechadas, pero no pasa nada, en su alhacena seguro que no falta un
buen manjar que llevarse a la boca —dijo, encaminando sus pasos hacia el punto
por donde había llegado.
—¡Espera! —Ordenó el sacerdote.
—Usted dirá —dijo girando la cabeza Eustaquio, esbozando una sonrisa,
que bien se cuidó de que no la viese el sacerdote.
—¿Has cazado?
—¿Cómo? si no tengo escopeta.
—Entonces, ¿cómo dices lo de las perdices?
—Porque si usted me deja la escopeta cinco minutos, solo cinco minutos o
diez a lo sumo, tenemos dos perdices para cenar, como que me llamó Eustaquio
Vieco.
—¿No pensarás que soy incapaz de cazar?
—¡Por Dios! Nunca pondría en duda su habilidad para la caza, ni tampoco
su devoción por San Francisco…
—¿Cómo sabes que admiro a San Francisco?
—Porque ama a los animales como San Francisco, cada vez que pega un
tiro, lo hace para que escapen, para así no caer en la tentación de la carne…,
para no tener que matarlos…—se burló Eustaquio, con disimulo y con doble
intención, pues conocía la afición del joven cura de ir de vez de vez en cuando a Madrid,
precisamente para caer en las tentaciones de la carne, en los burdeles de la
capital.
—Así es. Mi conciencia me impide hacer daño a una mosca, amo la vida y
la naturaleza—mintió el sacerdote.
—En ese caso nada, usted ama a los animales, que también los amo, no
puedo cazar, esta noche nos quedamos los dos sin cenar las mejores perdices
escabechadas que podríamos disfrutar..., los dos…
—¿Y eso? —Pregunto intrigado el cura.
—María, mi mujer —comenzó Eustaquio —, es quien mejor prepara las
perdices en escabeche de toda Cuenca y provincia, pero si no hay perdices, se
quedará usted sin probarlas, y yo sin catarlas…
—¿No pretenderás que te deje la escopeta?
—¿No pretenderá usted que las cace a pedradas?
—No me fío.
—No se fíe, hace bien, soy un rojo peligroso sin propósito de enmienda,
no voy a misa y… ¡bueno! Se me hace tarde, buenas tardes tenga usted señor cura.
—¿Me garantizas que no llevarás a cabo nada de lo que te puedas arrepentir?
—Si hiciese lo que usted está pensando, seguro que no me arrepentiría.
Sin embargo, tiene mi palabra de que no lo haré. Todavía tengo los hijos dentro
del cuerpo…
—Si no tienes hijos.
—Por eso los tengo dentro del cuerpo, apenas llevo unas semanas fuera de
la cárcel, no me ha dado tiempo…
El sacerdote dudó entre dejarle la escopeta o no, mientras Eustaquio lo
miraba con una sonrisa de oreja a oreja, con cierto mohín burlón, permitiéndose
hacer el gesto de disparar con una pistola. Finalmente, el sacerdote suspiró,
extendiendo la escopeta hacía las manos de Eustaquio:
—Que sea lo que Dios quiera —suspiró el cura ofreciéndole la escopeta.
Eustaquio agarró la escopeta, palpó su culata, acariciándola hasta la
misma boca del cañón. Apuntó al frente, hacia un punto en el cual el sacerdote
no veía nada, disparó y de inmediato, el perro de Eustaquio Salió corriendo
como alma que lleva el diablo, regresando al instante con una hermosa
perdiz. De nuevo se colocó la escopeta
en el hombro, repitiendo la escena. Apenas había entregado la segunda perdiz al
cura, fue a realizar un nuevo disparo, que nunca salió del cañón.
—¡La patena consagrada! ¡Copón en Dios! Los guardias, tome, tome ¡me
cago en …!
Soltó una maldición que
escandalizó al sacerdote, y sin mediar palabra puso la escopeta casi a un
tiempo, también, en las manos del sacerdote.
Efectivamente, montados a caballo llegaba una pareja de la guardia civil
alarmados por los disparos.
—Haga usted como que está cazando, disimule —pidió Eustaquio.
—¿No pretenderás que apunte a los guardias? —Preguntó con ironía el
sacerdote.
—No, basta con que agarre la escopeta como Dios manda, y si puede ser,
parezca que está satisfecho con lo que termina de cazar —replicó con mayor
sarcasmo todavía Eustaquio, giñando el ojo al cura.
Los guardias se acercaron al trote, colocando la mano izquierda como
visera, pues les deslumbraba el sol, y no terminaban de creer que el sacerdote
estuviese hablando con Eustaquio, y más riéndose casi a carcajadas ambos. Bajó
el cabo primero, haciendo una ligera genuflexión con intención de besarle el
sello de la mano al sacerdote; sin embargo, este se retiró un tanto, señalando
la escopeta con los ojos.
—¿Está usted de caza don Evaristo? —Preguntó un tanto contrariado el
cabo, observando las dos perdices que llevaba colgadas de la canana —. Parece
que ha tenido suerte, este año no hay mucha caza, y hay que conocer muy bien el
terreno para conseguir alguna pieza…
—Pues ya ves, cabo. Dos hermosas perdices…—irguió el cuello el sacerdote
orgulloso.
—Pues tenga usted mucho cuidado, hay por aquí pájaros que son muy
peligrosos —, advirtió el cabo al sacerdote, mirando a Eustaquio —¿Qué coño
haces por el monte? —Preguntó ahora al viejo guarda de asalto.
Eustaquio se quitó la gorra agachando ligeramente con humildad la
cabeza, mientras para sus adentros se acordaba de todos los ancestros del cabo.
No era para menos, ya recibió en su momento una grandiosa paliza por no
descubrirse y no hablar con humildad ante el miembro de la benemérita, y eso
que lo conocía de toda la vida, sus padres eran amigos y vecinos:
—Mire usted, este trozo de monte es mío, y he venido a amontonar piedras
en los majanos, a ver si pudiera sembrar; aunque sea un poco de centeno o
cebada[1]
para los animales, que otra cosa no creo que se pueda en este pedregal.
—¿En el monte? ¿Tuyo, el monte? ¿Me tomas por tonto? —Preguntó de malos
modos el cabo.
—Ya ve usted, es mío y el majuelo aquel también —señalando con el dedo a
una viña cercana —, bueno de mis padres, que yo no tengo nada. Puede
preguntarlo en el pueblo. He aprovechado para poner un espantapájaros en la
viña, porque no vea usted la que traen los estorninos con la uva, y ahora
estaba haciendo majanos…[2]
—Es verdad — apuntaló el sacerdote —yo lo he visto amontonando piedras,
y me he dicho, ¿para qué amontona las piedras en el monte? Lo veía una tontería
sin sentido, pero claro, no soy campesino…
—Ni cazador —pensó Eustaquio.
—A saber. Tenga usted cuidado con este, no es un elemento de fiar,
conoce bien las armas, es muy peligroso. Si se viene con nosotros lo escoltamos
hasta el pueblo…—se ofreció el cabo.
—Hacer marcha, que yo en media hora cojo la moto y me voy, además, es
preciso buscar el arrepentimiento de los pecadores —respondió convincente el
cura.
—Como quiera usted padre. Pero tenga mucho cuidado —aconsejó subiéndose
al caballo y llevándose la mano al tricornio —. Siempre a sus órdenes padre,
siempre a sus órdenes para lo que necesite.
—¿Cazamos un par de ellas más? —Preguntó el sacerdote ofreciendo la
escopeta de nuevo al campesino.
—No. No me fio de cabo. No vaya a ser que estén a la expectativa. Recojo
el hato y me voy. No obstante, si usted quiere seguir probando…—se negó
Eustaquio.
—Eso que has dicho de tu mujer, ¿sigue en pie?
—Por supuesto, si va a seguir cazando, me da las perdices y yo se las
doy a María para que las preparé, y esta noche cenamos juntos, una para usted y
otra para mí, el vino y las aceitunas las pongo yo. Otra cosa, no tengo, aparte
de un poco jamón y queso para acompañar.
—Tranquilo, también puedes sacar unos choricillos, que me han dicho que
tu mujer los hace mejor que nadie...
Eustaquio movió la cabeza con resignación, encima que cazaba él las perdices,
tenía que poner el vino, el pan y las aceitunas. No quiso decir nada, no le
convenía.
—¿Va usted a seguir cazando?
—Sí, voy a ver si cazo un par de ellas más y me voy. —dijo entregándole las dos perdices a
Eustaquio.
Eustaquio se alejó, y tras aparejar con parsimonia la mula, se montó en
ella, y comenzó el camino ante la atenta mirada del sacerdote. Cuando se hubo
alejado unos doscientos metros escuchó el primer disparo, antes de que
escuchase el segundo, vio galopar a los dos guardias, que al vislumbrar al
sacerdote disparando y a Eustaquio subido en la mula en dirección al pueblo, se
dieron la media vuelta, también en dirección al pueblo. Eustaquio movió la
cabeza de arriba abajo.
—¿No os conoceré pajarracos?
Los disparos continuaron escuchándose cada vez más espaciados y lejanos.
Cuando llegó Eustaquio a su casa entregó las dos perdices a su mujer, que se le
abrieron los ojos de par en par. Antes de que pudiese abrir la boca se la cerró
Eustaquio.
—Date brío y prepáralas en escabeche que nos las vamos a cenar el cura y
yo.
—¿Y yo también no? —Preguntó María sin terminar de creer lo que estaba
escuchando, él que siempre había sido tan atento.
—Mujer, las he cazado yo con la escopeta del cura. Estas nos las comemos
él y yo. Si lo dejamos contento, tendremos escopeta, perdices, codornices,
liebres, conejos y hasta algún gorrino.[3]
—¿Tú sabes el tiempo que no me como una perdiz en escabeche? Hay para
los tres, le añado condumio[4] y
quedamos los tres satisfechos.
—¿Cómo quieres sentarte en la mesa con el cura? Con lo que les gustan
las sayas a los curas, y lo guapa que estás…, te quiero solo para mí. Él que se
apañe con las beatas, que a alguna la confiesa y le pone bien puesta la
penitencia.
Por supuesto, no quedó conforme María con los machistas argumentos de su
marido; no obstante, cogió las dos perdices con decisión y refunfuñando se fue
a la cocina a desplumarlas y cocinarlas con todo el esmero y amor con el que
fue capaz. Mientras Eustaquio se marchó a la taberna a cascar[5] y
beber un rato con los parroquianos, hasta que, más o menos, o un poco antes de
que estuviesen listas las perdices.
Estando en estas María, llegó la tía Antonia, prima hermana de su madre,
la pobre siempre andaba a ver si alguien le ayudaba a llenar su escuálido
estómago. No decía dos veces que no, si le invitaban a comer o cenar, y si
muchas ocasiones decía que no a la primera invitación, más de una vez se
arrepentía, porque no llegaba la segunda y se quedaba con la misma hambre que a
la llegada.
La pobre anciana se quedó sin marido y dos hijos, durante la guerra. Y, de
los tres que le quedaron vivos, los dos varones permanecían presos. Mientras
que su hija, se marchó a Madrid intentar sobrevivir como criada en la casa de
un militar, al menos eso decía la joven. No obstante, alguno dijo haberla visto en
otros lugares menos apropiados y que no vienen a cuento. El hambre es el camino
del infierno, y en aquellos años de postguerra, para los perdedores de la contienda,
en no pocos casos, también de la tumba, no siendo el hambre la única causante.
Pero volvamos a la historia que nos concierne:
—María, ¿qué es eso que huele que alimenta? —Preguntó la anciana
teniendo segura que al menos cenaría aquella noche, su sobrina siempre le daba
algo.
—Perdices en escabeche, para mi hombre y para don Evaristo, que lo ha
convidado mi hombre a cenar…—respondió María con gesto de amarga resignación.
—¡Mujer! —Exclamó la anciana —. Lo dices como si tú no las fueses a
probar.
—Pues no, tía Antonia, no las he de probar, como no sea para saber cómo
están de sal y pimienta. Son solo para Eustaquio y el cura.
—¡Válgame Dios! ¿Y tú lo vas a permitir? —Preguntó con exagerado tono la
anciana, no sin cierta malicia.
—¿Qué he de hacer sino? ¿Qué quiere que mi marido me pegue una paliza
que me deje balda?[6]
—Se lamentó María con gesto de resignación.
—¿Están ya listas las perdices? —Preguntó la anciana.
—Desmenuzarlas y poco más —musitó María.
—Yo te ayudo —se ofreció con intención, en cierto modo, malévola, la tía
Antonia.
Comenzaron ambas mujeres a deshuesar las perdices con esmero. Mas,
pronto la anciana comenzó a llevarse algún trozo a la boca, haciendo otro tanto
María. Casi sin darse cuenta, terminada la labor, terminadas las perdices estaban
las perdices. Si algún resto de las aves quedaba en el escabeche, fue por
descuido.
—¡Madre santísima del Amor Hermoso! —Exclamó María asustada, al
percatarse de las consecuencias que podría traerle tan delicioso tropiezo con
el pecado de la gula —. ¿Qué hemos hecho? Mi hombre me va a matar.
—Tranquila, tranquila, que no te ha de pasar nada —dijo la anciana
limpiándose los labios con la lengua primero y con una rodilla[7]
después.
—Usted no sabe cómo es mi hombre cuando se enfada. Es capaz de matarnos
a las dos…
—¡Uy! ¿No me digas? ¡Qué tarde! Me tengo que ir, he quedado con
Secundina — dijo la anciana mirando un imaginario reloj en la pared.
—¿Cómo qué se va? Mi marido me va a matar de una paliza y usted dice que
se va, ayúdeme cómo sea…—rogó María reflejando un poema triste en sus ojos,
incapaz de enfadarse con su querida tía.
La tía Antonia acercó sus labios al oído de su sobrina, alzándose sobre
las puntillas de los pies, algo que hizo sin dificultad debido al poco peso que
debía levantar sobre las mismas. Era tal su delgadez, tanta el hambre que
pasaba, que muchas noches su cena, a la luz de las estrellas, se reducía a dos
horas de roer un par de castañas pilongas con un mendrugo de pan, más veces
duro que tierno. Aquella noche, no siendo mucha la cena, ya había cenado más
que en algunas semanas enteras. Lo que le dijo a María, fue tan despacito, que
ni el gato la escuchó, y que a María le hacía dudar y mover la cabeza de un
lado para otro, sin saber si aquello, que le decía la anciana le traería más
inconvenientes que soluciones.
—Tú haces esto que te he dicho, que de momento te librarás de que te pegue
tu marido, y después me encargo yo de todo lo demás. Puedes estar tranquila, que,
aunque no voy a misa, soy vecina del cura y sé muchas cosas.
La anciana se marchó con un
trotecillo más alegre que con el que había llegado. María se quedó con la misma
cara de preocupación que antes de darle la solución al gran problema que se
levantaba ante sus ojos. Encendió un cirio a la Virgen y otro a San Judas,
patrón de los imposibles y con rapidez comenzó la mujer a preparar la mesa:
colocó el porrón de vino, un buen plato de aceitunas, queso, media docena de
chorizos y un hermoso pan, que ella misma había amasó, unos días antes, en el
horno comunal del callejón de la calle Tercia. Colocó, así mismo, la fuente
vacía y dejo a su lado el puchero humeante con el caldo de la preparación de
las perdices. Terminando la tarea vio
entrar a Eustaquio, contento, más de lo habitual, dispuesto a hacer de una vez
por todas sus paces con la Iglesia, todo con tal de poder empuñar una escopeta
y poder cazar; aunque fuese al lado de un «cuervo», como siempre había llamado
aquel ateo convencido a los sacerdotes. Miró satisfecho la mesa, saboreó el
aroma del puchero, abriendo hasta la tapa y relamiéndose los labios con
satisfacción. Vio acercarse a María, con
el más largo de los cuchillos, que tenían, y la chaira de afilar, como
intentando afilarlo ella, que no sabía.
—Anda afila el cuchillo, sube a la cámara y corta un poco de jamón para
el cura…—dijo María, atisbando la llegada del cura en el inicio de la calle.
Espero a que Eustaquio subiera, y el sacerdote se acercase, sabía que
debía actuar rápido y no estaba segura de que la estratagema le saliese bien, y
lo que es peor, que no trajese consecuencias graves para ella, para su marido o
para ambos.
En el mismo umbral de la puerta se arrodilló ante el sacerdote besándole
el sello de la mano, siendo verano, mostrando involuntariamente el inicio de
sus senos ante el joven sacerdote. Al levantar la vista vio los ojos del cura
fijos en su pecho con lascivia. Se sonrojó, y su turbación le hizo dudar de sí
sería capaz de llevar a cabo el plan de la vieja Antonia.
El sacerdote, al verse pillado, también se turbó, y lamentó que aquella
muchacha no fuese una de sus feligresas.
—Padre, salga corriendo usted, que mi marido está afilando el cuchillo
para cortarle las orejas…—dijo temblando y avergonzada al mismo tiempo, María, pues
el sacerdote no la miraba a los ojos precisamente, sino que sus ojos se habían
quedado fijos en los senos de aquella la bella muchacha.
—¿Qué dices muchacha? ¡Está loco! —Exclamó el joven sacerdote
despertando en su interior la fantasía de cómo sería estar junto a María en la
sacristía.
—Es una manía que cogió en la guerra, cortar las orejas a los curas,
corra, corra usted que ya baja las escaleras con el cuchillo en la mano… —replicó
María, haciendo gestos con las manos para meter prisa al cura.
El sacerdote se arremangó la sotana, comenzando a correr calle arriba.
De inmediato, María acudió a la escalera que subía a la cámara y dio la voz de
alarma a Eustaquio que todavía se escuchaba afilar el cuchillo, que ella se
había encargado de mellar.
—¡Marido mío, marido mío! El cura, que ha cogido el puchero con las dos
perdices y ha salido corriendo con las dos, sin querer compartirlas contigo.
—¿Ni una me ha dejado?
—Ni una siquiera, marido mío…
Presuroso Eustaquio bajo las escaleras, con cuchillo y chaira en las
manos. Salió a la calle, corriendo detrás del sacerdote que ya lejos estaba.
—Siquiera una, padre, siquiera una, por favor se lo pido —gritaba
Eustaquio sin dejar de correr tras el sacerdote ni de afilar el cuchillo con la
chaira.
—Por Dios, ni una ni media —pensaba el sacerdote, que batió su récord de
velocidad aquella tarde, con la idea de acercarse al día siguiente al pueblo de
al lado, que era donde se encontraba el cuartelillo de los guardias, para denunciar
a Eustaquio.
Decir que unos días después, María preparó media docena de perdices, con
más mimo que nunca. Sentados estaban en la mesa la vieja Antonia, el sacerdote,
Eustaquio y María, cuando llego la hija de Antonia, que días antes había llegado de Madrid,
cansada de ir de un lado para otro, pasando tantas penurias como vergüenzas,
como si realmente no trabajase, o no diese un fin práctico a sus encantos
naturales. El sacerdote no sabía dónde esconderse, la muchacha le sonrió y le dijo con la mirada que tranquilo, que lo pasado en Madrid, en Madrid se quedaba...
Pero, aunque quedó en secreto, con el tiempo, ahora sí, la hija de Antonia, trabajaría limpiando una casa, la del
sacerdote, el cual demostró grandes dotes como relojero, e hizo que todas las
piezas encajaran entre él y la hija de Antonia, que bien se conocían de Madrid. Con el roce diario llegó algo más que el roce, y
antes que dar que hablar, al quedarse ella embarazada, se marchó del pueblo seguida, a los pocos meses por el sacerdote. Cuando
regresaron, muchos años después, eran una familia feliz con tres hermosos
hijos.
Y aquí termina la historia, en la que todos terminaron felices comiendo
perdices, y a ti que quieres saber lo dicho por la vieja Antonia para convencer
a unos y a otros, te van a dar con el plato en las narices.
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[1] De los
cereales son los más duros, sembrándolos en las peores tierras de labor,
reservando las mejores para el trigo.
[2] Montones
de piedras que se hacen en las parcelas de labor para poder labrarlas.
[3] Jabalí.
[4] Ingredientes.
[5] Charlar,
hablar.
[6] Molida,
hecha polvo por una paliza.
[7] Trapo de
cocina.
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