A
petición de mucha gente, voy a narrar la anécdota con determinado tránsfuga que
ocultaremos bajo el nombre de Antonio Esquina. Siendo que es algo bastante reciente, y hay
más personas implicadas, no me voy a ajustar a la realidad total, he cambiado
el nombre del protagonista y omitido los restantes, también, algún detalle sin
importancia, y para hacerlo más entretenido.
Lo haré en forma de relato. A ver qué sale:
El
diputado que quería ser ministro de Cultura y odiaba los libros
A la Feria del Libro,
sobre las cinco y media de la tarde, del domingo, llegó, el señor diputado del
Partido Taronja, Antonio Esquina, acompañado de una moza rubia con melena
corta, al menos veinte años más joven que él.
Ambos vestían ropas
juveniles y veraniegas, ella una minifalda y una blusa a juego, y él unos
vaqueros rotos, a los cuales le faltaba más de un zurcido o remiendo (ignoro si
los 5906 euros mensuales no le dan para llegar a fin de mes), mientras que su
busto lo vestía con una muy ajustada camiseta gris, sin ningún tipo de dibujo,
mostrando pectorales de, supongo que de gimnasio.
Llegaron entre besos y arrumacos adolescentes,
a pesar de que ella pasaba los treinta y él de largo los cincuenta. Cualquiera
que los hubiera visto de espaldas, los habría tomado por una pareja adolescente
y desvergonzada, que gusta de darse morreos entre la multitud. Es tan hermoso el
amor, las muestras de cariño, y el sexo, no lo olvidemos, que sería absurdo
criticar estas bonitas muestras de romanticismo. Las cuales yo menciono, no como algo negativo
o hipócritamente moralista, sino todo lo contrario, como algo siempre hermoso.
La pareja, curiosamente,
a pesar de estar en la Feria del Libro, no se detenía mucho a hablar con los
autores, ansiosos por firmar, ni a mirar los libros expuestos, como si tan sólo
tuvieran ojos el uno para el otro y lo único que pretendieran fuera pasear y darse
algún que otro apasionado beso entre la gente, ajenos a las miradas y a las
páginas que podrían llegar a inspirar tan románticas escenas.
Por fin, llegaron al
punto al que se dirigían: una de las casetas más grandes de la feria del libro,
delante de las puertas del Museo de Ciencias Naturales. En dicha caseta se
encontraban, además de los dos libreros, (librero y librera, y ella, además,
una muy recomendable escritora), en la parte derecha una agente literaria,
patrocinaba los libros de los autores de su agencia. En la parte izquierda, una
escritora y editora de libros infantiles y juveniles, también hacía lo propio.
Mientras que, en la parte central, un escritor independiente, de barba cana y
cabellos aún más blancos intentaba acabar con los últimos ejemplares de su
tercera novela.
Todos, salvo la editora
de libros infantiles y juveniles, al ver llegar al político, pensaron que, al
acercarse, precisamente a aquella caseta, comprarían alguno de los libros, como
suele hacer la mayoría de quienes van a las ferias del libro, y también los
políticos, aunque estos, puede que luego nos los lean, pero al menos los pagan
y se los llevan firmados.
Fueron directamente a
saludar a la escritora y editora de libros infantiles y juveniles, la cual era
amiga personal de la pareja del político, es decir, de la chica rubia con
melena. Tras cariñosos saludos, se apartaron un poco de donde la editora
ofrecía su mercancía cultural a los más jóvenes, que suelen ser los principales
protagonistas en las ferias del libro.
No obstante, no se
apartaron de la caseta, sino que se desplazaron hacia el centro de la misma,
donde se encontraba aquel autor risueño y charlatán, de pelo cano, y sospecho
que de ideas nada afines a las del diputado don Antonio Esquinas, más que nada,
por el gesto de fastidio que no pudo reprimir, a pesar de lo cual, sonrió y
saludó, sin recibir respuesta ni de palabra ni obra. El escritor canoso, hasta
agarró uno de sus libros para ofrecerlo al diputado. Pero no, la pareja, lo
ignoraron por completo, como si fuera invisible él y sus libros, bueno en
realidad todos los libros de la caseta.
La pareja, que no eran
hijos de un cristalero, pues no eran transparentes, se colocaron en un lugar
tan tremendamente estratégico, como si fuese el buque encallado en el Canal de
Suez, que ni pasa, ni deja. Cual perro del hortelano impedían el fluir de los
posibles lectores. No solo perjudicando al escritor canoso, sino que, al estar
en el centro, y con actitudes de enamorado fragor adolescente, como si
estuvieran bajo la farola de una esquina con la bombilla fundida, en un parque
o frente al mar al atardecer, nadie se acercaba a la caseta por no interrumpir
tan apasionada escena. Viéndose los
lectores obligados a realizar un quiebro para poder seguir, cual barco por el
cabo de Buena Esperanza, pero haciendo perder la esperanza al canoso
juntaletras.
Era cinco de mayo,
último día de feria, y a todos quienes estaban en la caseta, les daba un no sé
qué, llamar la atención a esa pareja, a buen seguro, que, de ser realmente una pareja
de adolescentes, cualquiera les habría dicho:
—¡Hermosos! ¡Bonicos
míos! ¡Copón! Ir al cauce del río Turia que hay mucho césped y recónditos
lugares para el amor.
Finalmente, fue la
valiente librera y escritora, quién se encaró con él:
—Señor Esquinas, ¿qué
tipo de lectura le gusta?
—¿Yo? ¿A mí? —Preguntó
sorprendido, con ese gesto de altanería y asco con el que suele hablar el
mencionado diputado.
—Sí, sí, señor Esquinas,
supongo que le gustará algún tipo de lectura, algún libro, si quiere le puedo recomendar
alguno, por ejemplo…
Antes de que terminara
la intrépida librera y escritora, el diputado respiró profundamente, pareció
echar fuego por sus fosas nasales, entre irritado y prepotente, miró los libros
expuestos, negando con la cabeza:
—No, los libros, a mí no
me gustan.
Su acompañante lo agarró
del brazo, y se apartaron de la caseta, tras despedirse de su amiga, e ignorar
al resto de los presentes.
Todos respiraron
aliviados, especialmente el escritor de pelo cano, que aquel día, firmó los
últimos ejemplares de la segunda edición de su novela «Magdalenas sin azúcar»,
agotada en tan sólo doce días entre las ferias del libro de Cuenca y de
Valencia. Por cierto, el último ejemplar se lo llevó el poeta Francisco Caro,
al cual acompañaba el también poeta Blas Muñoz Pizarro.
Una semana después,
aquel diputado tránsfuga, en una entrevista realizaba las siguientes
declaraciones:
«Mentiría si dijera que no me veo de ministro
de Cultura»
©Paco Arenas
El grito, año: 1893
Autor: Edvard Munch
©Paco Arenas, autor de Magdalenas sin azúcar
Magistral relato gracias Paco
ResponderEliminarMuchas gracias, Ana.
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