lunes, 13 de diciembre de 2021

La aventura de Sancho y don Quijote en el prodigioso pozo Airón de La Almarcha (Primera parte) del libro "Águeda y el secreto de su mano zurda"



Mucho cambió don Quijote desde la derrota en manos del caballero de la Blanca Luna en Barcelona. El bachiller Carrasco parecía que realmente había logrado su propósito: que don Quijote recobrase, a ratos, el concierto de su pretérito juicio. Quiso la circunstancia que pasaran por un lugar cercano a donde Sancho no quería pasar, puesto que muy buena razón tenía. Mas conforme se acercaban al no mentado lugar, más gente les hablaba del prodigioso pozo Airón, despertando en don Quijote la curiosidad y las ganas de aventuras, a la vez que en Sancho el temor y el rechazo. —Mi amo, nada se nos ha perdido en ese endiablado pozo. Sin ganas de afear vuestras pasadas promesas debo recordar a vuestra merced la promesa que hicisteis al caballero de la Blanca Luna —manifestó Sancho, intentando que Rucio aligerase el paso, dándole pequeños talonazos en el vientre para ir a la misma altura que don Quijote. —Lo prometido es deuda, amigo Sancho, no más aventuras. Tornamos a nuestra aldea sin dilación. Mas, estando a menos de una legua del prodigioso pozo Airón y a tres del más que milagroso Santo Rostro, sería una blasfemia a la razón, la primera, y a Dios la segunda, no desviarse unos instantes para contemplar a uno y orar ante el otro. —Como vos digáis —contestó Sancho —, si el jornal llega y no se demora ni la soldada ni el retorno, que es lo que más me importa. Meses hace que no veo a mi Teresa, ni a Sanchica y Sanchico… —dudó Sancho —, y lo que viene de camino, que escamado me tiene. Pues dos semanas antes de salir, tocándole, a Teresa no la visitó la luna, y si nos demoramos más de lo debido no la veo ni preñada, si es que lo estaba. — ¡Oh! Hablando de prodigios y milagros. No hay mayor prodigio que salir de nuestra aldea sin luna y tornar con sol, que a buen seguro llevará a tu casa tiernos bodigos , ante tan extraordinario acontecimiento…—punzó don Quijote. — ¿Tomáis a mofa lo que a mí me inquieta? Capaz soy de regresar yo solo, que la paternidad se ve a la primera o no se ve. No hay tal prodigio, cuando dos yacen en el mismo colchón, y retozan con los ocultos secretos que todo hombre y mujer posee. Quien a distancia ama, no corre el peligro —replicó con cierto enojo Sancho. —Buen amigo, no te aflijas por mis pullas, que sabes que te quiero bien. Ni tampoco tengas recelo —quiso reafirmarse en su promesa don Quijote —. En pocas semanas compartirás el mismo lecho que tu amada, si ella te deja. Salir con la duda de su preñez, a ningún hombre se le antoja, y ninguna mujer lo tolera, si sabe que el culpable lo sospecha. Amigo Sancho, ya no habrá otras aventuras que las del reposo del guerrero: caballero y escudero. Tú, amigo mío, al lado de tus hijos y amada esposa. Yo en los brazos de la sin par Dulcinea del Toboso, que Dios mediante, dejará de ser mi dama para convertirse en mi esposa… —¿Semanas? Ayer hablamos de días y ahora lo alargamos a semanas, ¿después a meses? —protestó Sancho. —Días serán, que sin demora marchamos una vez visto el Pozo Airón y rezado ante el Santo Rostro… —A Dios me encomiendo, mi amo —respondió Sancho sin mucho convencimiento —, que sea Dios quien provea lo que más convenga a vuestra merced. Yo me conformo con estar al lado de Teresa —bajando la voz —: menester es que Dios obre el gran milagro para que haya esponsales entre mi amo y la rústica Aldonza Lorenzo… — ¿Rezas acaso? —Sí, mi amo. Rezo porque se haga el milagro y todas vuestras ansias y anhelos vean la luz. —No son ansias vanas, sino certezas sensatas. Te aseguro que verán la luz. Las verán. Escuché lo que dijiste y es loable que reces para que se obre el milagro de unos prontos esponsales. Aunque, debiera decirte que no es tal milagro, que ambos nos galanteamos cortésmente, y, por igual, anhelamos consumar el sagrado vínculo del matrimonio. —Sí, mi amo, sí. Eso mismo decía y rezaba para que sea escuchada vuestra plegaria y la mía —contestó Sancho agradeciendo al cielo que don Quijote estuviese un poco sordo, intentando disimular su chanza. Llegando cerca del lugar, lindante con la Vereda Real, se toparon con unos acemileros que allí se encontraban descansando, a los cuales les preguntaron si iban por buen camino. Los muleros miraron espantados a caballero y escudero. Echándose las manos a la cabeza, aconsejándoles que se olvidasen de visitar tal paraje. —¡Admirable caballero don Quijote! —exclamó un viejo cura que acompañaba a la recua, tras reconocer al caballero —. Pare, quieto ahí. No de ni un paso más, por el amor de Dios y Santa Águeda bendita. Viendo la cara de los presentes, y lo asustado que se veía al sacerdote, Sancho dio un paso atrás, don Quijote hacia adelante, que vio la oportunidad de una nueva aventura: —Buen cura, ¿por qué vuestro espanto? —He de decirle a vuestra merced, que un maleficio arrastra a personas y animales hacia su boca. Me consta, pongo a Dios por testigo, que con mis ojos he visto como sin remisión ni enmienda se ha tragado gentes y bestias, sin que nunca aparezcan, sino en el mismo infierno… —Mi amo, —terció Sancho —nada se nos ha perdido en tal pozo, que solo con escuchar lo que este buen cura dice, aunque tuviese el agua más dulce de Castilla, yo la habría de perdonar, más habiendo vino. —Calla, Sancho, escuchemos a este santo varón. ¿Nadie ha intentado taponar ese brocal? —terminó preguntando don Quijote. —No hay tal brocal, ojalá Dios así lo hubiera dispuesto. A pie llano se llega y el pozo del diablo traga cuanto se le acerca. Mil veces han pretendido tapar la boca del infierno y mil veces se ha tornado a abrir. Cada vez es más anchurosa y no más honda, por ser del infierno mismo de donde nace —manifestó el anciano sacerdote. —Y vos que sois hombre de Iglesia. ¿No conocéis agua bendita para remediarlo? —Preguntó al cura don Quijote, sin preguntarle ni asombrarse por la circunstancia de haber sido reconocido al primer golpe de vista. —Bien es cierto, caballero, que lo que del averno surge solo el agua bendita y la señal de la cruz pueden vencer. Mas, nada se puede hacer cuando es el mismísimo Satanás quien protege la puerta del infierno. Y no me cabe duda de que así es en este lugar. Son tantos los prodigios que he escuchado, que no me he de acercar a menos de una legua —respondió el cura persignándose con gestos de espanto. —Satanás no se mete en estos menesteres, buen cura, debe ser un sabio brujo que hace encantamientos perversos…—refutó don Quijote al cura. —Sabio o diablo, ni el agua bendita vence a la salobre agua del averno —replicó el sacerdote, agitando la cruz de madera del rosario que llevaba colgada al cuello. — ¿Qué sabio tan poderoso puede más que la cruz? ¿Frestón acaso? —Preguntó don Quijote. —¡No te fastidia! Si yo lo supiera no se habría engullido dos yeguas tordas, que se tragó hace dos años sin ni siquiera masticarlas —terció quien parecía ser el jefe de la cuadrilla —. El día que la amargura sea mi sino, vendré montado en la más hermosa yegua y a buen seguro que moriré, y de nuevo podré ver las grandes culebras con escamas de pez que se tragaron mis jacas. —¡Válgame Dios! —Exclamó Sancho espantado —. ¿Es posible? No he de ser yo quien se acerque a esa poza del demonio. —Tan cierto como que Dios existe —intervino con exagerado gesto el capataz de la cuadrilla de acemileros, señalando sus ojos saltones enrojecidos por el vino—. Con estos ojos lo vi. Íbamos camino de Valencia, llevábamos caballos y mulas para embarcar en las naves que parten desde allí contra el turco. Nada sabíamos de esa maldita boca de mar. Solo vimos que, a pesar de la aridez natural de estas tierras, a media legua de la poza estaba pastando un pastor con su rebaño en un secarral, mientras que cerca había hierba verde y frondosa sin ningún ganado que la comiera. Incautos e ignorantes nos encaminamos hacia el verde prado que rodea la poza. El pozo, o la boca de mar, que de todos modos la nombran. Ainas, al ver acercarnos, salió el pobre hombre corriendo dando gritos de espanto para que nos alejásemos del lugar. —¿No exagera vuestra merced? —lo interrumpió socarrón Sancho, poniendo en duda las palabras del acemilero. —Ni pizca. No crea que tomo a mal sus dudas. También se burló mi compadre y decidió continuar sin hacer caso a lo que el buen pastor nos relató, en cuanto pudo interponerse entre nosotros y la poza. Dijimos: «supercherías por creer que nuestra recua va a acabar con los pastos». Sin terminar de decir estas palabras, dos yeguas, milagrosamente, se soltaron y galoparon hasta la misma boca del averno. Entonces tres culebras con escamas de pez y la anchura de los cuerpos de tres hombres salieron del agua y de un solo bocado se tragaron a las dos jacas. De milagro no se tragó a mi compadre que tenía las piernas cortas como vos —señalando a Sancho —, pero, Dios o el miedo, le puso alas en los pies. Solo vos, don Quijote, podréis acabar con ellas. Vuestra fama y valor os preceden —terminó el capataz, dando a entender, que al igual que el cura conocía a don Quijote. —Dios me ha puesto en el camino para llevarme la gloria de acabar con la hidra —dijo abstraído don Quijote, aceptando como natural que cualquiera lo conociera por aquellos lugares que pasaba —no son tres culebras, sino las tres cabezas de un solo animal. La famosa hidra de Lerna con sus mil cabezas guarda todas cuantas entradas existen en el inframundo. —Sin duda este pozo Airón es una de esas entradas —afirmó fingiendo asombro el capataz, guiñando un ojo al sacerdote, a sus compañeros y sirvientes —. Carolo, tú que la viste cerca… ¿Acaso no te pareció que era un solo cuerpo con tres cabezas? —A fe mía, que así sería. Fue tanto el miedo que pasé que con seguridad no lo puedo afirmar, pues cuando desperté tenía las calzas olorosas, y no era por los suspiros de las habichuelas con ajos, sino por algo más trabado y perfumado —respondió Carolo, provocando las risas de todos. —Solo los caballeros pueden hacer frente a un peligro así —parecía meditar don Quijote —, Hércules, siendo hijo de Zeus, vio la muerte cerca, pues de cada cabeza que cortaba, dos veían la luz. —Paréceme, señor —, observó, dudando, Sancho con preocupación, seguro de que don Quijote algo maquinaba, sin traerle a cuenta a ninguno de los dos —mejor y más acertado, irnos por nuestro camino a ver el Santo Rostro de Nuestro Señor Jesús, que dicen que es más prodigioso y menos peligroso. —Quien te escuche, pensará que tienes miedo y no confías en mí —le recriminó el caballero. —No es esa la cuestión, mas no demos ocasión de adelantar las postreras alabanzas por culpa de una charca que no nos pide pan. Mejor, si queréis, invoquemos a san Jorge, del que dicen que tiene experiencia en estos menesteres. —No creáis, amigo mío, que voy a desistir de mi empeño de conseguir la gloria por miedos de escudero —rechazó don Quijote el consejo de Sancho —. Menos, sabiendo que estos señores acemileros llevan sacerdote. Debes saber, mi buen amigo, que ningún ser del inframundo traga lo que con agua bendita está bañado. Cortaré las tres cabezas y todas cuantas surgieran, con la bendición de este buen cura. Saca la chaira para afilar bien la Molinera , que junto con la Tizona y Excalibur escribirá gloriosas páginas de la historia. A buen seguro, nos llenará de gloria esta hazaña. Los muleros se miraban con el rabillo del ojo unos a otros recreándose en las risas que vendrían después a costa del caballero. Sancho se santiguaba viendo a su amo mirar la punta de la lanza, comprobando la dureza de su adarga y el filo de su espada, pasando los dedos por el mismo. —Trae la chaira , Sancho, que debe estar la espada con fino filo para esta aventura, más que para ninguna —ordenó don Quijote a su escudero. Presto acudió Sancho con la piedra, dándole su amo la espada para que la afilase. Miró entonces don Quijote en la distancia el lugar donde se encontraba el pozo Airón, y siendo que era verano y hacía mucho calor, subía gran cantidad de vapor proveniente de la laguna, pues más parecía eso, que pozo. —Qué grandiosa vivacidad y qué agudo oído el de esos seres diabólicos que ya se preparan para el final de sus días y lanzan humo por sus fauces para no ser vistos. —Mi amo, tan grandiosa vivacidad tienen esas bichas sordas, como vos tenéis vuestra ceguera —habló socarrón Sancho —. Si la víbora oyese y el alacrán viese, no habría hombre que al campo saliese. Lo que allí veis, señor, perdonad el atrevimiento, pero, sabéis que siempre acierto, no es otra cosa que el vapor del agua al calentarse. Que, si hay culebras, mucho las temo. Mas yo no veo asomar la cabeza ni de culebras ni de culebros. — ¿Cómo puedes decir eso, mi buen Sancho? —Preguntó, no sin cierta aspereza, pese a todo, titubeando don Quijote, escarmentado por la evocación de otras lides —. Decidme caballeros, si mis ojos me engañan o la agudeza a mi escudero le falla. —Ver, ver, no veo…—comenzó el cura. — ¡Calle, calle, vuestra merced! Señor cura, ha de saber que los santos varones no ven los demonios de otras creencias. No vaya a pensar el caballero que sois pecador de modistillas de costuras zurcidas —cortó el llamado Carolo al cura, provocando las risas de todos los acemileros y la desaprobación del cura y de don Quijote. Discutieron sobre la cuestión, de lo que cada uno veía y salvo Sancho y el cura, todos los demás decían ver, e incluso, escuchar el bramido de la hidra. Sancho movía la cabeza intentando agudizar la vista, colocándose las manos de resguardo de los rayos solares, no viendo otra cosa que el vapor del agua de la laguna. — ¿Sigues sin ver? —Le preguntó don Quijote con cierta altanería —¿El sabio Frestón te dejó ciego y sordo o son las prisas por el regreso? —¿Por qué razón esa desconfianza? —Preguntó Sancho moviendo la cabeza de un lado a otro. —¿Acaso niegas la evidencia? —dando la espalda a Sancho —. Eso haces, puesto que todos vemos y escuchamos el chapotear y el bramido de la hidra de Lerna… —A estas alturas deberíais confiar más en mis ojos que en los vuestros. No escucho ni chapoteo ni bramidos, solo risas que están a punto de estallar —, replicó Sancho enojado, aligerando el paso y colocándose al lado de don Quijote, arrimando sus labios a los oídos del caballero para no ser escuchado por los congregados —. Mi amo, soy yo o son todos ellos quienes están lelos, o son ciertas mis sospechas de que buscan chanza a vuestra costa. Además, decidme, ¿Cómo vais a matar la hidra que yo no veo? Continuará… La aventura del prodigioso pozo Airón de La Almarcha, forma parte del libro «Águeda y el secreto de su mano zurda», supuestamente escrito por Águeda y Miguel, descendientes ambos de Sancho Panza y Miguel de Cervantes él. «Águeda y el secreto de su mano zurda» narra las aventuras de don Quijote y Sancho en varios pueblos de la comarca de la Mancha conquense y Villarrobledo. ©
Paco Arenas. Todos los derechos reservados. Águeda y el secreto de su mano zurda, está disponible en Amazon

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...