Hace ya bastantes años, más de treinta y cinco, después de una
locura de juventud, escribí esto dentro
del epígrafe "tontunas mías", publicándolo en mi blog muchos años
después en 2013. Hoy lo he rescatado, actualizándolo algo. Espero que nadie
tome a mal estas tontunas.
La noche en que soñé con Ágata o Águeda de Catania, en tres
actos.
1ª Parte del sueño: Melocotones en almíbar
Me veo
pequeño, como con seis o siete años. Es
todavía de noche y estoy entre las sábanas de algodón blancas y secadas al sol.
Estoy bien arropado, enseñando tan solo el flequillo o poco más. La puerta del
cuarto está abierta para que en el momento de que la lumbre comience a arder se
caliente todas las estancias de la casa.
Veo a mi
padre que se levanta de la cama y casi corriendo marcha en dirección al corral.
Al regresar trae un par de ceporros de oliva y encina. Prende con fósforo el candil, para acto
seguido liar un cigarro y con el candil encenderlo. Puedo ver su alargada figura recortarse, cual
sombra chinesca en la pared. Se acerca
a la chimenea. Lo escucho trajinar con
el fuego, soplando y colocando la leña, cantando en voz baja, hasta que de
pronto veo iluminado el comedor con la luz rojiza de la lumbre. Escucho cómo se frota las manos y suspira con
fuerza.
Va al
aparador y coge la botella de aguardiente, echando un trago a galillo, «pa
limpiar las tripas». Deja la botella y se dirige a la puerta de la calle
asomándose:
— Está
raso, ¡copón! no llueve ni pa´Dios.
Cierra la
puerta intentando no hacer ruido, veo cómo se lía otro cigarro y lo enciende
con el primero. Adivino el resplandor del cigarrillo al prenderse. A
continuación, desaparece en dirección a la cuadra, escucho el relinchar de las
mulas, el cacareo nervioso de las gallinas, oigo un portazo y a mi padre decir:
— ¡Vaya
aires! Entre que no llueve, hiela y hace tanto aire, se van a secar hasta las
ideas...
Escucho
de nuevo sus pasos, está en la chimenea, coloca un chaparro y cepas secas, el
fuego crece en dimensiones. El crepitar de la lumbre se hace más intenso. Sale del comedor y sube las escaleras que van
a la cámara, donde se encuentra el pajar, en unos minutos vuelve a entrar con
el cigarrillo atrapado entre los labios y una espuerta llena de paja. Salto de la cama y me acerco a darle un
beso.
—Padre,
pincha usted.
Me devuelve el beso, me coge en brazos y me
devuelve a la cama.
—Anda quédate acostao, que no son ni las seis
y hoy es fiesta, Santa Águeda.
—¿Padre
que lleva Santa Águeda en el plato?
A mi
espalda escucho la risa de mi madre, mi padre ríe también
—Melocotones
en almíbar — contesta mi madre, por si acaso mi padre dice la palabra
prohibida. Mi padre ríe con el
cigarrillo entre los labios, se lo retira, lo apaga, y se mete la colilla en la
petaca.
—Melocotones,
pero muy sabrosos.
—Yo creía
que eran huevos fritos...
—Sí, eso
deberían ser, los huevos fritos del Quintianus de los cojo..., melocotones.
—¡Fermín!
Le cortó mi madre.
—¿Padre
por qué muy sabrosos? - Pregunté inocente.
—Tontunas
de padre, porque son en almíbar... —saltó mi madre.
—Porque
además de ser en almíbar, dan leche —soltó mi padre que no quedaba muy conforme
con ocultarme que lo que llevaba la patrona de Pinarejo eran sus pechos.
—¿Cómo
las vacas y las ovejas? —Pregunté yo.
Quedaban
tan lejos mi edad de mamón, y siempre, cuando veía a un crío mamando decían esa
palabra rara: «calostro», que sonaba casi como a un insulto.
— Sí, como las vacas y las ovejas —contestó mi
madre, tapándome con las sábanas casi hasta la frente y regañándole a mi padre con la mirada.
—Sigo
diciendo lo mismo, lo que debería llevar en el plato debería ser un chorizo y
dos huevos, los del Quintianus ese. Todo el que le hace eso a una mujer,
colgado de los mismos...— susurró ahora mi padre, casi al oído de mi madre,
pero entonces tenía el oído muy fino, no como ahora que soy un sordo de moda,
que oye lo que le acomoda.
2ª parte
del sueño: El lupanar de rica miel
Don
Gregorio, el cura de Pinarejo está celebrando la misa en honor a Santa Águeda,
los chiquillos estamos en la parte de atrás, debajo del coro, detrás de los
hombres. Todos con la ropa de los domingos, la misma para todos los domingos y
fiestas de guardar. Permanecemos en silencio, mirando muy atentamente al cura,
medio bailando para intentar que los pies no se nos queden helados, pero
intentando ocultar nuestra presencia, no fuese a ser que recibiésemos algún
capón de propina por habernos portado mal en la misa. Porque es preciso decir
que don Gregorio era famoso entre los chiquillos de Pinarejo por sus famosos
capones de sardineta, que dolían cuando te los daba y una semanilla entera te
acordabas del capón.
—El
senador Quintianus intentó conseguir los placeres de la joven Águeda, nuestra
patrona, rechazándolo con la fuerza que le dio Cristo. El procónsul, que era pagano y no pudo
conseguir sus enfermizos propósitos, en venganza la envió a un lupanar, donde
milagrosamente conservó su virginidad… —narraba el cura la vida de la patrona
de Pinarejo.
Ahora
surgirían otras preguntas sobre esas
cuestiones bastante más críticas contra el tal Quintianus, tan semejante los
poderosos a través de la historia. Pero
entonces, en mi mente infantil eran preguntas
muy diferentes. Si se supone que el Quintianus era un ser malvado, ¿por qué
quiere conseguir los placeres para la joven Águeda? ¿Qué quería decir pagano,
que pagaba por dar placer o por recibirlo? En ese caso era bueno. Los malos según mi padre y mi madre eran los
«malos pagadores» y quienes robaban a los pobres.
Lo de conservar milagrosamente la
virginidad, como que no lo comprendía, ni sabía lo que era eso de la
virginidad, ni tampoco un lupanar, no lo
podía cuestionar. Entonces no me llamaba la atención ni la virginidad ni los
lupanares, ahora, la verdad, tampoco. La
virginidad es algo que no sirve para nada, ni implica tener más virtud ni
honestidad ni menos, porque lo que no influye en la honestidad del hombre,
tampoco tiene ni debe influir en lo de la mujer, digo yo. Pero lo de lupanar eso era otro cantar que
ahora me asquea y entonces me intrigaba:
—¿Qué es
un lupanar? Le pregunté a mi vecino cinco años mayor que yo, que era muy listo,
y además era quien más cerca estaba.
— Es una especie
de taberna donde en lugar de vino sirven un panal de miel, donde van a comer
picatostes con vino y miel los hombres por la noche. Me lo ha dicho mi abuelo, un lupanar de rica
miel fueron los hombres a ...—me contestó convencido mi amigo.
—¿Picatostes
con vino y miel? Pues yo quiero ir a un lupanar—dije de manera inocente.
—Solo
pueden ir los hombres, los chiquillos no, y no se pueden enterar las mujeres,
porque si se enteran, su vida se convierte en un infierno. Así que no se lo
digas a nadie.
—No hay
derecho, yo quiero ir a lupanar a comer picatostes con miel...- repliqué
alzando la voz.
Los
nudillos de una de las catequistas aterrizan sobre mi cabeza. Es la catequista, que se había copiado de don
Gregorio y también reparte capones. Afortunadamente, para mí, ella no pega tan
fuerte como el cura, y yo tengo una mullida pelambrera que amortigua los
golpes.
—En misa
no se habla —nos riñe por lo bajini la muchacha.
Me giro y
la miro a los ojos, está con gesto severo, muy enfadada, pero la veo tan guapa,
que la palabrota que iba a soltarle, me la trago para mis adentros.
3ª Parte
del sueño - Los manantiales de leche
Ya no soy
un crío, soy un adolescente con incipiente barba y la cara que parece un plato
de lentejas rojas de tantas espinillas.
Tengo frío por todo el cuerpo, miro hacia Pinarejo, pero no desde mi
cama, sino desde lo alto de una oliva del Pulido. Estoy cogiendo aceituna con el cestillo en la cintura. Curiosamente,
es de noche, algo más estúpido imposible, coger aceituna de noche y encima subido
en lo alto de una oliva de cinco metros, como las del Pulido.
Desde el Pulido Pinarejo tiene la silueta de
dos pechos de mujer, con los pezones bien empinados, uno es la torre de la
iglesia y el otro el molino de viento. No sé por qué me parece ver en la
lejanía los bellos ojos de una muchacha tras el pueblo. Siempre veo ojos bellos, no lo puedo evitar,
siempre miro a los ojos antes que a los pechos.
Creo que es porque fue tan grande mi timidez en mi lejana adolescencia
que necesito a modo de reafirmación mirar a la gente a los ojos y a las mujeres
en particular. No soporto hablar con nadie que tenga las gafas de sol
puestas. Manías adolescentes que se me
van acentuando conforme cumplo años, así que si me viese a Risto Mejide de
frente, si él quería hablar conmigo, tendría que quitarse las gafas, aunque
supongo que él tiene el mismo interés en hablar conmigo que yo con él.
Sigo
mirando y veo la silueta de don Quijote, va solo sin Sancho, se dirige al
molino de viento, pero en la era de don Pepe tropieza con una muchacha tendida
a la luz de la luna. Una muchacha
extraordinariamente bella del tamaño de los gigantes que imaginase el caballero
de la triste figura. Ante tal aparición, descabalgó, y se acercó a ella con
miedo.
Puedo distinguir la bella figura de una
muchacha ocupando toda la era. Está
dormida, bocarriba y desnuda. La veo con claridad a pesar de ser noche cerrada.
Quiero pensar que estoy soñando o que un
malvado hechicero nos estaba haciendo ver, a don Quijote y a mí, la más bella
de las criaturas. Sus bellos senos que
manaban leche a borbotones que desprendía un aroma a ambrosía, que cual
manantial de vida, derramaban leche o calostro a borbotones. Leche que deseé beber posando mis labios en
el mismo manantial. Don Quijote me miró socarrón.
—No
podrás subir, es piel muy resbaladiza, y si la despiertas te comerá como si
fuesen huevos de codorniz. Es un monstruo fíjate en sus pechos, parecen cerros
empinados y sus pezones son semejantes a los campanarios de las torres de las
iglesias.
—Pero tan
bello, quiero ver el manantial de cerca...
—Tendrás
que hacerlo escalando por el monte de Venus, agarrándote a los pelillos,
tomando pie en cada uno de los pliegues de su, ya sabes. Lo cual conlleva un
gran peligro, imagina que eres casi del tamaño de una hormiga a su lado y como
le entre gustirrinín, entre sus pliegues te puede aplastar, y aún siendo un
dulce final, no deja de ser una muerte singular. No es ese buen lugar para
escalar, sin duda la despertarías, y no quisiera estar en tu lugar, como tal
cosa suceda.
Entonces,
me fijé en Rocinante presuroso alrededor de ella, y muy sediento debía
estar, que cada vez que pasaba por sus
pechos, se paraba a beber el lácteo elemento, él también bebe, goteándole la
leche por las barbas, él si llega hasta tan hermosos pezones.
El
caballo es más inteligente que yo y me da la idea. Pido permiso con la mirada a
don Quijote, accede, montó sobre el jamelgo y antes de desde su lomo subir,
prefiero verle la cara. Cosa más hermosa nunca vi, sus facciones perfectas, sus
labios frutales con aroma a fresas silvestres. Cambié la idea y decidí subir
agarrándome a sus largos cabellos, que me permitían escalar con mayor facilidad
a través de su cuello. Logré subir, no
sin cierta dificultad, su cabello tenía el grosor de mis delgadas, entonces,
gobanillas.
Era un
bello sueño, no lo voy a negar. Sí es un sueño, qué gran sueño y no solo por el
tamaño. Tan cerca estuve de sus labios, que los quise besar, pero no me atreví,
solo su respirar era un huracán para mí y eso que era suave en proporción con
su cuerpo.
De dos zancadas me acerqué a beber de tan
hermoso manantial.
Entonces
vi los inmensos y bellos ojos de la
mujer que estaba contemplando todo con
gesto divertido y que me invitaba al festín.
Ya sin
miedo, me decidí a escalar la cumbre de
aquellos hermosos senos, nada más arribar hasta ellos noté la aspereza de la piel del melocotón,
antes de llegar era suave como el terciopelo. Los pechos se habían transformado
en dos inmensos melocotones.
Busqué la
explicación en los bellos ojos de la muchacha, pero no había ya nadie mirándome
nadie. Donde antes había un cuerpo hermoso,
solo quedaban dos grandes
melocotones de áspera piel. De improviso
desapareció la piel para convertirse en almíbar resbaladizo que me impedía
llegar hasta los pezones, que ya no eran tales,
tenían forma de guindas en almíbar sobre oscuro chocolate que como
arenas movedizas amenazaban con tragarme.
Retrocedí al ver que mis pies y hasta mi cuerpo entero se hundía en el
dulce cacao. Don Quijote y hasta
Rocinante se ríen de mí a carcajadas en
lugar de tirarme una soga a la que agarrarme.
—Siquiera
una tomiza a la que agarrarme.
—Disfruta
del chocolate, que a la nata no has de llegar y la guinda no te has de comer.
No se ha hecho la miel para la boca del asno.
Harto de
chocolate, resbalé hasta el suelo.
Entonces llegaron hormigas,
siendo pleno invierno, y además, de mi mismo tamaño. Comenzaron a chupar el almíbar de mi cuerpo,
que ahora también estaba desnudo, en pelota pica. A mi alrededor, chocolate sobre escarcha
helada. Me asusté tanto que quise salir corriendo, pero antes de hacerlo, las
hormigas se marcharon hacia un inmenso
plato con dos huevos fritos y un chorizo.
—¿Son los
míos? —Pregunté a don Quijote.
—No, tranquilo,
son los de Quintianus.
Desperté
sudoroso y asustado, eran las seis de la mañana, me había acostado a las cinco
de la madrugada y a las siete me tenía
que levantar para ir a trabajar a la obra.
Continué
durmiendo, maldiciendo mi suerte y mi resaca. Me dolía tanto la cabeza, que no
me daba para pensar en lo absurdo de mis
sueños. Menos en lo todavía más absurdo
de haber ido a Pinarejo después de harto de trabajar a pasar la víspera de
Santa Águeda para al día siguiente tener que levantarme a las siete de la
mañana para ir a trabajar, no borracho, pero con una resaca monumental.
Quise volver a dormir y soñar con aquellos melocotones sabrosos que
daban leche. No pudo ser. Llegaron las
siete de la mañana y sonó el despertador. Creí escuchar a mi padre:
— Anda
quédate acostao, que no son ni las seis y hoy es fiesta en Pinarejo, es Santa
Águeda.
Pero
estaba en Valencia, no era fiesta y me tenía que ir a trabajar a la obra a
destajo.
Paco Arenas en Pinarejo a 5 de febrero de 1987
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