jueves, 3 de febrero de 2022

Santa Águeda y los manantiales de leche


Hace ya bastantes años, más de treinta y cinco, después de una locura de juventud, escribí esto dentro del epígrafe "tontunas mías", publicándolo en mi blog muchos años después en 2013. Hoy lo he rescatado, actualizándolo algo. Espero que nadie tome a mal estas tontunas.

La noche en que soñé con Ágata o Águeda de Catania, en tres actos.

1ª Parte del sueño: Melocotones en almíbar

Me veo pequeño, como con seis o siete años.  Es todavía de noche y estoy entre las sábanas de algodón blancas y secadas al sol. Estoy bien arropado, enseñando tan solo el flequillo o poco más. La puerta del cuarto está abierta para que en el momento de que la lumbre comience a arder se caliente todas las estancias de la casa.

Veo a mi padre que se levanta de la cama y casi corriendo marcha en dirección al corral. Al regresar trae un par de ceporros de oliva y encina.  Prende con fósforo el candil, para acto seguido liar un cigarro y con el candil encenderlo.  Puedo ver su alargada figura recortarse, cual sombra chinesca en la pared.   Se acerca a la chimenea.  Lo escucho trajinar con el fuego, soplando y colocando la leña, cantando en voz baja, hasta que de pronto veo iluminado el comedor con la luz rojiza de la lumbre.  Escucho cómo se frota las manos y suspira con fuerza.

Va al aparador y coge la botella de aguardiente, echando un trago a galillo, «pa limpiar las tripas». Deja la botella y se dirige a la puerta de la calle asomándose:

— Está raso, ¡copón! no llueve ni pa´Dios.

Cierra la puerta intentando no hacer ruido, veo cómo se lía otro cigarro y lo enciende con el primero. Adivino el resplandor del cigarrillo al prenderse. A continuación, desaparece en dirección a la cuadra, escucho el relinchar de las mulas, el cacareo nervioso de las gallinas, oigo un portazo y a mi padre decir:

— ¡Vaya aires! Entre que no llueve, hiela y hace tanto aire, se van a secar hasta las ideas...

Escucho de nuevo sus pasos, está en la chimenea, coloca un chaparro y cepas secas, el fuego crece en dimensiones. El crepitar de la lumbre se hace más intenso.  Sale del comedor y sube las escaleras que van a la cámara, donde se encuentra el pajar, en unos minutos vuelve a entrar con el cigarrillo atrapado entre los labios y una espuerta llena de paja.   Salto de la cama y me acerco a darle un beso.

—Padre, pincha usted.

 Me devuelve el beso, me coge en brazos y me devuelve a la cama.

 —Anda quédate acostao, que no son ni las seis y hoy es fiesta, Santa Águeda.

—¿Padre que lleva Santa Águeda en el plato?

A mi espalda escucho la risa de mi madre, mi padre ríe también

—Melocotones en almíbar — contesta mi madre, por si acaso mi padre dice la palabra prohibida.  Mi padre ríe con el cigarrillo entre los labios, se lo retira, lo apaga, y se mete la colilla en la petaca.

—Melocotones, pero muy sabrosos.

—Yo creía que eran huevos fritos...

—Sí, eso deberían ser, los huevos fritos del Quintianus de los cojo..., melocotones.

—¡Fermín! Le cortó mi madre.

—¿Padre por qué muy sabrosos?  -  Pregunté inocente.

—Tontunas de padre, porque son en almíbar... —saltó mi madre.

—Porque además de ser en almíbar, dan leche —soltó mi padre que no quedaba muy conforme con ocultarme que lo que llevaba la patrona de Pinarejo eran sus pechos.

—¿Cómo las vacas y las ovejas? —Pregunté yo.

Quedaban tan lejos mi edad de mamón, y siempre, cuando veía a un crío mamando decían esa palabra rara: «calostro», que sonaba casi como a un insulto.

—  Sí, como las vacas y las ovejas —contestó mi madre, tapándome con las sábanas casi hasta la frente  y regañándole a mi padre con la mirada.

—Sigo diciendo lo mismo, lo que debería llevar en el plato debería ser un chorizo y dos huevos, los del Quintianus ese. Todo el que le hace eso a una mujer, colgado de los mismos...— susurró ahora mi padre, casi al oído de mi madre, pero entonces tenía el oído muy fino, no como ahora que soy un sordo de moda, que oye lo que le acomoda.

2ª parte del sueño: El lupanar de rica miel

Don Gregorio, el cura de Pinarejo está celebrando la misa en honor a Santa Águeda, los chiquillos estamos en la parte de atrás, debajo del coro, detrás de los hombres. Todos con la ropa de los domingos, la misma para todos los domingos y fiestas de guardar. Permanecemos en silencio, mirando muy atentamente al cura, medio bailando para intentar que los pies no se nos queden helados, pero intentando ocultar nuestra presencia, no fuese a ser que recibiésemos algún capón de propina por habernos portado mal en la misa. Porque es preciso decir que don Gregorio era famoso entre los chiquillos de Pinarejo por sus famosos capones de sardineta, que dolían cuando te los daba y una semanilla entera te acordabas del capón.

—El senador Quintianus intentó conseguir los placeres de la joven Águeda, nuestra patrona, rechazándolo con la fuerza que le dio Cristo.  El procónsul, que era pagano y no pudo conseguir sus enfermizos propósitos, en venganza la envió a un lupanar, donde milagrosamente conservó su virginidad… —narraba el cura la vida de la patrona de Pinarejo.

Ahora surgirían  otras preguntas sobre esas cuestiones bastante más críticas contra el tal Quintianus, tan semejante los poderosos a través de la historia.  Pero entonces, en mi mente infantil eran  preguntas muy diferentes. Si se supone que el Quintianus era un ser malvado, ¿por qué quiere conseguir los placeres para la joven Águeda? ¿Qué quería decir pagano, que pagaba por dar placer o por recibirlo? En ese caso era bueno.  Los malos según mi padre y mi madre eran los «malos pagadores» y quienes robaban a los pobres.

     Lo de conservar milagrosamente la virginidad, como que no lo comprendía, ni sabía lo que era eso de la virginidad, ni tampoco un lupanar,  no lo podía cuestionar. Entonces no me llamaba la atención ni la virginidad ni los lupanares,  ahora, la verdad, tampoco. La virginidad es algo que no sirve para nada, ni implica tener más virtud ni honestidad ni menos, porque lo que no influye en la honestidad del hombre, tampoco tiene ni debe influir en lo de la mujer, digo yo.   Pero lo de lupanar eso era otro cantar que ahora me asquea y entonces  me intrigaba:

—¿Qué es un lupanar? Le pregunté a mi vecino cinco años mayor que yo, que era muy listo, y además era quien más cerca estaba.

— Es una especie de taberna donde en lugar de vino sirven un panal de miel, donde van a comer picatostes con vino y miel los hombres por la noche.  Me lo ha dicho mi abuelo, un lupanar de rica miel fueron los hombres a ...—me contestó convencido mi amigo.

—¿Picatostes con vino y miel? Pues yo quiero ir a un lupanar—dije de manera inocente.

—Solo pueden ir los hombres, los chiquillos no, y no se pueden enterar las mujeres, porque si se enteran, su vida se convierte en un infierno. Así que no se lo digas a nadie.

—No hay derecho, yo quiero ir a lupanar a comer picatostes con miel...- repliqué alzando la voz.

Los nudillos de una de las catequistas aterrizan sobre mi cabeza.  Es la catequista, que se había copiado de don Gregorio y también reparte capones. Afortunadamente, para mí, ella no pega tan fuerte como el cura, y yo tengo una mullida pelambrera que amortigua los golpes.

—En misa no se habla —nos riñe por lo bajini la muchacha.

Me giro y la miro a los ojos, está con gesto severo, muy enfadada, pero la veo tan guapa, que la palabrota que iba a soltarle, me la trago para mis adentros.

3ª Parte del sueño - Los manantiales de leche

Ya no soy un crío, soy un adolescente con incipiente barba y la cara que parece un plato de lentejas rojas de tantas espinillas.  Tengo frío por todo el cuerpo, miro hacia Pinarejo, pero no desde mi cama, sino desde lo alto de una oliva del Pulido. Estoy cogiendo aceituna  con el cestillo en la cintura. Curiosamente, es de noche, algo más estúpido imposible, coger aceituna de noche y encima subido en lo alto de una oliva de cinco metros, como las del Pulido. 

  Desde el Pulido Pinarejo tiene la silueta de dos pechos de mujer, con los pezones bien empinados, uno es la torre de la iglesia y el otro el molino de viento. No sé por qué me parece ver en la lejanía los bellos ojos de una muchacha tras el pueblo.  Siempre veo ojos bellos, no lo puedo evitar, siempre miro a los ojos antes que a los pechos.  Creo que es porque fue tan grande mi timidez en mi lejana adolescencia que necesito a modo de reafirmación mirar a la gente a los ojos y a las mujeres en particular. No soporto hablar con nadie que tenga las gafas de sol puestas.  Manías adolescentes que se me van acentuando conforme cumplo años, así que si me viese a Risto Mejide de frente, si él quería hablar conmigo, tendría que quitarse las gafas, aunque supongo que él tiene el mismo interés en hablar conmigo que yo con él.

Sigo mirando y  veo la silueta de  don Quijote, va solo sin Sancho, se dirige al molino de viento, pero en la era de don Pepe tropieza con una muchacha tendida a la luz de la luna.  Una muchacha extraordinariamente bella del tamaño de los gigantes que imaginase el caballero de la triste figura. Ante tal aparición, descabalgó, y se acercó a ella con miedo. 

 Puedo distinguir la bella figura de una muchacha ocupando toda la era.  Está dormida, bocarriba y desnuda. La veo con claridad a pesar de ser noche cerrada.

 Quiero pensar que estoy soñando o que un malvado hechicero nos estaba haciendo ver, a don Quijote y a mí, la más bella de las criaturas.  Sus bellos senos que manaban leche a borbotones que desprendía un aroma a ambrosía, que cual manantial de vida, derramaban leche o calostro a borbotones.  Leche que deseé beber posando mis labios en el mismo manantial. Don Quijote me miró socarrón.

—No podrás subir, es piel muy resbaladiza, y si la despiertas te comerá como si fuesen huevos de codorniz. Es un monstruo fíjate en sus pechos, parecen cerros empinados y sus pezones son semejantes a los campanarios de las torres de las iglesias.

—Pero tan bello, quiero ver el manantial de cerca...

—Tendrás que hacerlo escalando por el monte de Venus, agarrándote a los pelillos, tomando pie en cada uno de los pliegues de su, ya sabes. Lo cual conlleva un gran peligro, imagina que eres casi del tamaño de una hormiga a su lado y como le entre gustirrinín, entre sus pliegues te puede aplastar, y aún siendo un dulce final, no deja de ser una muerte singular. No es ese buen lugar para escalar, sin duda la despertarías, y no quisiera estar en tu lugar, como tal cosa suceda.

Entonces, me fijé en Rocinante presuroso alrededor de ella, y muy sediento debía estar,  que cada vez que pasaba por sus pechos, se paraba a beber el lácteo elemento, él también bebe, goteándole la leche por las barbas, él si llega hasta tan hermosos pezones. 

El caballo es más inteligente que yo y me da la idea. Pido permiso con la mirada a don Quijote, accede, montó sobre el jamelgo y antes de desde su lomo subir, prefiero verle la cara. Cosa más hermosa nunca vi, sus facciones perfectas, sus labios frutales con aroma a fresas silvestres. Cambié la idea y decidí subir agarrándome a sus largos cabellos, que me permitían escalar con mayor facilidad a través de su cuello.  Logré subir, no sin cierta dificultad, su cabello tenía el grosor de mis delgadas, entonces, gobanillas.

Era un bello sueño, no lo voy a negar. Sí es un sueño, qué gran sueño y no solo por el tamaño. Tan cerca estuve de sus labios, que los quise besar, pero no me atreví, solo su respirar era un huracán para mí y eso que era suave en proporción con su cuerpo.

De  dos zancadas me acerqué a beber de tan hermoso manantial. 

Entonces vi  los inmensos y bellos ojos de la mujer que estaba  contemplando todo con gesto divertido y que me invitaba al festín.

Ya sin miedo, me decidí a  escalar la cumbre de aquellos hermosos senos, nada más arribar hasta ellos  noté la aspereza de la piel del melocotón, antes de llegar era suave como el terciopelo. Los pechos se habían transformado en dos inmensos melocotones. 

Busqué la explicación en los bellos ojos de la muchacha, pero no había ya nadie mirándome nadie. Donde antes había un cuerpo hermoso,  solo quedaban  dos grandes melocotones de áspera piel.  De improviso desapareció la piel para convertirse en almíbar resbaladizo que me impedía llegar hasta los pezones, que ya no eran tales,  tenían forma de guindas en almíbar sobre oscuro chocolate que como arenas movedizas amenazaban con tragarme.  Retrocedí al ver que mis pies y hasta mi cuerpo entero se hundía en el dulce cacao. Don Quijote  y hasta Rocinante se ríen  de mí a carcajadas en lugar de tirarme una soga a la que agarrarme.

—Siquiera una tomiza a la que agarrarme.

—Disfruta del chocolate, que a la nata no has de llegar y la guinda no te has de comer. No se ha hecho la miel para la boca del asno.

Harto de chocolate, resbalé hasta el suelo.  Entonces llegaron  hormigas, siendo pleno invierno, y además, de mi mismo tamaño.  Comenzaron a chupar el almíbar de mi cuerpo, que ahora también estaba desnudo, en pelota pica.  A mi alrededor, chocolate sobre escarcha helada. Me asusté tanto que quise salir corriendo, pero antes de hacerlo, las hormigas  se marcharon hacia un inmenso plato con dos huevos fritos y un chorizo. 

—¿Son los míos? —Pregunté a don Quijote.

—No, tranquilo, son los de Quintianus.

Desperté sudoroso y asustado, eran las seis de la mañana, me había acostado a las cinco de la madrugada y a las siete me tenía  que levantar para ir a trabajar a la obra.

Continué durmiendo, maldiciendo mi suerte y mi resaca. Me dolía tanto la cabeza, que no me daba para pensar  en lo absurdo de mis sueños.  Menos en lo todavía más absurdo de haber ido a Pinarejo después de harto de trabajar a pasar la víspera de Santa Águeda para al día siguiente tener que levantarme a las siete de la mañana para ir a trabajar, no borracho, pero con una resaca monumental.

 Quise volver a dormir y  soñar con aquellos melocotones sabrosos que daban leche. No pudo ser.  Llegaron las siete de la mañana y sonó el despertador. Creí escuchar a mi padre:

— Anda quédate acostao, que no son ni las seis y hoy es fiesta en Pinarejo, es Santa Águeda.

Pero estaba en Valencia, no era fiesta y me tenía que ir a trabajar a la obra a destajo.


Paco Arenas en Pinarejo a 5 de febrero de 1987

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