¿Cuántos días de nuestras vidas soñamos con volver a
aquellas tierras que nos vieron nacer, a coger las espigas verdes de los
trigales, cortar una torta de girasoles y comérnosla a la sombra del molino,
aquel que estaba en ruinas, aquel que era testigo mudo de nuestras travesuras,
aquel viejo molino en que jugábamos a don quijote y Sancho? Ya no está y sin embargo nos basta con cerrar un poco los ojos y verlo
allí, majestuoso a pesar de estar en ruinas.
Cerramos los ojos y vemos a las muchachas con sus cantaros
yendo a por agua a la fuente de la plaza, o los hombres con las caballerías echándoles
agua en los pilones a las bestias, mulas, borricos, ovejas o cabras, todo confluía
en la plaza. Los chiquillos acompañando
a sus madres con un botijo, con su botijo decorado “Recuerdo de Cuenca”, o
aquellos otros de arcilla blanca, que en el verano hacían el agua más fresca,
unas gotas de aguardiente para curarlos…y darles sabor.
Aquellas tardes de siesta, que no eran nuestras, recorríamos
calles, eras o nos sentábamos en la acera a hacer “sorbitos” con los huesos de
los albarillos, frotando una y otra
contra la acera de Adelaido, vez
hasta que “sorbitaban”, porque nosotros no silbábamos, “sorbitabamos”, tampoco
comimos nunca sandias, sino melones de agua, no comíamos tajadas de melón, sino
rebanas de melón chino, porque nuestros melones o eran de agua o chinos. Si apretaba el calor nos acercábamos a la
tienda del correo, que hacía polos de hielo caseros y estaban también muy
buenos.
Teníamos el mejor jamón, curado con sal, pimentón, ajo,
aceite, vinagre y otras especies y sin embargo, no comíamos jamón, pero disfrutábamos
“muchismo” comiendo tocino magro con tocino gordo entreverado, incluso el
tocino gordo estaba muy bueno, se me hace la boca agua recordarlo, o aquellos
brazuelos, con poco más de un mes de curación, se deshacían en la boca, y la
boca se me encharca de recordarlo.
Cenar a la luz de los candiles, o los carburos, porque esa
era otra, no hacía falta una tormenta para que se fuese la luz cualquier noche,
la ventaja es que eso no era motivo para que se estropease lo que teníamos en
la nevera, porque no teníamos nevera, lo que había que guardar se guardaban en
las cámaras, que no eran frigoríficas, sino la parte alta de nuestras casas
manchegas, allí se colgaban los perniles, los brazuelos y los chorizos, eso sí,
los chorizos en Pinarejo siempre se han colgado, por eso nunca se corrompían y
estaban tan buenos, cuando se oreaban se freían, con eso se terminaba el
peligro de corrupción. Saborear aquellos
chorizos, aquellas morcillas, costillas… Y si no la traca, porque nosotros no comíamos
güeña como en el resto de La Mancha, comíamos traca y bien picante, sudábamos hasta
con cinco bajo cero.
Cuanto echamos de menos nuestro pueblo, dónde muchos sabemos
que somos unos extraños, aunque llevemos con orgullo eso de ser
Pinarejeros. Lo que daríamos por abrir
la ventana y ver Pinarejo…
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