viernes, 30 de agosto de 2013

La muerte de Fermín Arenas, mi padre



Fermín Arenas 1933
Son muchas las ocasiones que he intentado escribir sobre aquellos días. Siempre me he encontrado con la misma resistencia mental, como si una fuerza me impidiese escribir o recordar aquellos días tan tristes para mí y que tanto influyeron no solo en mi niñez sino también en mi desarrollo personal posterior.   Quienes han crecido con la presencia de un padre y una madre jamás podrán llegar a comprender lo que significa y marca la ausencia de cualquiera de sus progenitores. Mucho más si dicha ausencia ha sido provocada por un hecho trágico, cuando todavía eres un niño y necesitas a ambos. Aunque, en esos momentos no lo sabes, después compruebas que le necesitarás el resto de tu infancia, de tu juventud de tu vida y que no los tendrás, y que ahí no sirve el amigo imaginario para suplir su ausencia. Sabes que serán muchos los días que querrás hablarles, preguntarles tus dudas infinitas y que no estarán, entonces sentirás envidia de quienes sí tienen ese padre o esa madre que tú no tienes y añoras.

Añoro sus risas, su barba de tres días, el verle afeitarse frente al espejo con la cara enjabonada, su risa desdentada, y sin embargo perenne, sus caricias, aquellas cortezas de tocino que él no podía comer por culpa de sus encías medio deshabitadas, el cigarro entre sus labios, su mirada profunda, sus historias en la era contadas con dulce tono que pretendía transmitir risas, alegrías; pero, que en ocasiones denotaban una tristeza que ni él podía disimular.  Añoro tantas cosas de él, que necesitaría media vida para narrarlas.

Resultaba habitual que durante los meses de verano acompañase a mis padres al campo, todavía dormido me subían en el carro o a la galera y medio sonámbulo veía entre los varales de la galera correr los árboles como si fuesen liebre perseguidas por un galgo, al menos esa era la sensación que sentía. Llegaba todavía adormecido, permaneciendo un buen rato en la galera mientras mis padres comenzaban a arrancar los frutos de la cicatera tierra seca de la Mancha, que no da frutos como no sea a cambio de la sangre y el sacrificio de sus agricultores.
Aquel nefasto día de agosto no acompañé a mis padres, los yeros ya estaban cogidos, solo necesitaban acarrearlos, siendo todo el espacio en la galera necesario, así que me dejaron al cuidado de mi hermana Felipa, a falta de un mes para dar a luz.


Aquel día del mes de agosto a media mañana un viento de solano se paseaba arrasando el sur de Castilla, las mulas que tiraban la galera eran todavía jóvenes y a pesar del cansancio, del calor y del peso, caminaban raudas ansiando la llegada a la cuadra. Eran tiempos de proliferación de cuevas de champiñón. Las cercanías de Pinarejo en dirección Villar de la Encina, se habían quedado huecas, los montones de tierra roja se amontonaban sobre las antiguas tierras de labor, porque el oro estaba bajo de la tierra, en cuevas excavadas a pico y pala formando inmensas galerías semejantes a las catacumbas romanas.  Cada una de esas galerías tenía unas chimeneas para que salieran los gases y entrase el oxígeno, a esas chimeneas se les llamaba suspirones, los cueles estaban tapados con telas de nailon de color verde y se alineaban a ambos lados del camino clavadas sobre maderas.  Una de esas telas, no conveniente sujeta, fue arrancada por aquel maldito viento de solano, escapando y planeando en dirección a las mulas que tiraban de la galera cargada de yeros, los animales asustados se espantaron provocando el vuelco de la galera. Mi madre quedo atrapada entre el pescante y la mula “Cordobesa” que en su intento por escapar de la situación coceaba a mi madre sin piedad, dejándola tan maltrecha, que parecía muerta.  Mi padre aterrorizado, como pudo la auxilió, salvándola de una muerte segura, y que gracias a la determinación de mi padre vivió muchos años más.   Él apenas sufrió unos rasguños en uno de los codos. En teoría estaba bien y continuó la dura tarea él sólo sin la ayuda de mi madre, la cual se encontraba postrada en la cama.  

No había terminado de recuperarse cuando mi padre comenzó a encontrarse muy mal.  Se lo llevaron a Cuenca y de allí volvió muerto un triste seis de septiembre que no olvidaré jamás.

Recuerdo la noticia aún con rabia, fue dura la forma de enterarme, muy dura, para un crío que todavía no había cumplido los ocho años, fue dura por su muerte y por el modo de comunicármelo, es la primera vez que escribo esto, durante mucho tiempo sentí la culpabilidad en mi cerebro infantil. Me costó asimilar y comprender que no estuvo en mi la falta.  

Estaba jugando con otros críos, en un patio que tenía un pozo y una higuera que daba sabrosos higos blancos, y que, en aquellas fechas los críos comenzábamos a hojear sin dar mucha opción a los mayores de probarlos hasta que hubiese muchos, lo cual como era natural no agradaba mucho a su dueño. Además, posiblemente jugábamos armando escándalo, carreras, risas y voces. Cuando llegó aquel hombre, tras regañarnos a todos por el jaleo, de repente se encaró conmigo, me miró fijamente y sin misericordia me espeto:

—Tú más vale que vayas a velar a tu padre en lugar de andar armando jaleo… tu padre muerto y tú aquí..., más vale que vayas a rezarle.

     Creo recordar que salí corriendo en dirección a mi casa, en la puerta en la esquina de Volazo me impidieron el paso unas mujeres consternadas por lo sucedido. No recuerdo quienes eran, solo recuerdo que intentaron consolarme sin conseguirlo, subí corriendo por las escaleras que llevaban hasta el mirador de la Divina Pastora —escaleras que había hecho mi padre a pico y pala —llegué a tiempo de ver aquel coche gris que había traído a mi padre desde Cuenca.  Cuando ya pude verle, estaba amortajado para el velatorio. Recuerdo a mi madre llorando, no recuerdo a nadie más, y a mi padre, allí de cuerpo presente, frío y serio, nunca fue lo uno ni lo otro, siempre fue una persona muy cariñosa y sonriente, hasta cuando tenía el cigarrillo entre los labios.   Mi madre me abrazo entre sollozos y me dijo que le diese un beso a mi padre para despedirme de él, se lo di y nada recuerdo aparte de que no quería ni quise comer aquel día.

Más tarde, ya por la noche, recuerdo que me llevaron a dormir a casa de Puri López, prima hermana de mi madre, como una hermana, no a su casa, sino a la central telefónica de la calle Melgarejo, que regentaba y donde vivía con sus hijos. Se las vieron y se las desearon con tal de que cenase algo, al final con mucha paciencia, sobre todo por parte de Mercedes, recuerdo que me convencieron para que cenase una sardina salada y creo que un huevo frito.  Aquella noche no dormí o al menos tuve esa sensación, a la mañana siguiente la preocupación de todos era la tardanza de mis hermanos que se encontraban en Ibiza, los cuales hubieron de hacer un auténtico periplo para llegar a tiempo del entierro. Era época estival y  no había billete de avión ni para Valencia, Madrid o Barcelona, hubieron de ir a Mallorca para desde allí volar hasta Valencia.

    Nunca supe realmente a que fue debida la muerte de mi padre, sé que pasaron dieciséis  días desde el accidente, siempre se me dijo que había sido a consecuencia del susto al pensar que mi madre estaba muerta, volviéndosele la sangre agua, posiblemente se trató de leucemia.

 El entierro fue por la tarde del día 7 de septiembre, todo el recorrido fue acompañado por una increíble tormenta de verano con rayos, truenos y relámpagos. De lo que ocurrió después tan solo recuerdo el nacimiento de mi sobrino en el mismo día y mes en que seis años después moriría en Santiago de Chile el gran poeta Pablo Neruda.
Con la muerte de mi padre, desaparecieron muchas cosas que habían sido importantes para mí, y que aún hoy continúan siéndolo, su muerte me marcó tanto que conservó más recuerdos de los pocos años que viví junto a él que de los siguientes cuatro o cinco años. De esos años posteriores recuerdo la gran envidia que sentía de otros críos cuando los veía pasear o jugar con sus padres y todavía hoy sueño con su presencia y sería capaz de reconocer su voz, sintiéndome orgulloso de ser hijo de Fermín Arenas, un campesino castellano que soñaba con un futuro de libertad, y que junto con su mujer, mi madre, me inculcaron ese amor a la libertad.

©Paco Arenas

6 comentarios:

  1. Fermin Arenas un campesino castellano que soñaba con un futuro de libertad... pero por encima de toas las cosas amaba a su familia, a su esposa, a sus hijos. Un recuerdo y una historia, amigo Paco que te acompañará siempre y que has compartido con los amigos. Gracias, Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Gracias Salva, los siete años que viví junto a él fueron suficientes para que me trasmitiese muchas cosas, con su ejemplo de no rendirse ni resignarse ante la situación que sufríamos en España, manteniendo y trasmitiendo sus ideales con dignidad y orgullo.
    Gracias amigo Salva.

    ResponderEliminar
  3. No me extraña que te haya resultado duro escribir sobre la muerte de tu padre. Yo no me atrevo a hablar de la muerte de los mios. Me resulta demasiado doloroso. Que tremenda experiencia para un niño y la has contado con sensibilidad, y con muchos detalles. Gracias por compartirla.

    ResponderEliminar
  4. Josephine, creo que lo necesitaba, realmente fue doloroso y todavía hoy me emociono al recordad
    Gracias.

    ResponderEliminar
  5. Bellísima historia desde la mirada infantil e inocente de una gran tragedia. Se puede sentir la falta inmensa se tu padre Don Fermín Arenas en tu vida.Muy hermoso tributo al padre y al niño.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias Susana. La mirada infantil nunca llegó a asimilar esa perdida, el joven tampoco, y el viejo sabe que tiene la misma edad de su padre, y aunque no tiene miedo es consciente de que esa posibilidad existe.

      Eliminar

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...