Bebiendo en Botijo en la plaza de Enguidanos(Fuente Biblioteca Digital de Castilla-La Mancha |
Botijos de Cuenca |
EL BOTIJO ROTO(Adaptación y original[1]
Cuento incluido en el libro Esperando la lluvia-cuentos al calor de la lumbre
Julián tenía que ir a Cuenca a gestionar los
papeles sobre una viña que le habían quitado con la concentración parcelaria.
Se quejaba amargamente de que, teniendo un buen «majuelo», le habían entregado
un pedregal que no servía ni para sembrar guijas, porque los guijarros
sobraban. Como, a pesar de la dictadura y de que su majuelo fue a parar a manos
de un cacique, no se callaba ni tenía
miedo ante lo que él consideraba una gran injusticia, se lo hizo saber a todo
el mundo.
—Lo del majuelo ha sido un robo. No dicen que
aleguemos, pues eso, aleguemos, pero no litiguemos, que abogado y doctor,
cuanto más lejos, mejor —se quejaba Julián.
El pobre Julián tenía mucha razón y pocas
posibilidades de que le escucharan, pues en la concentración parcelaria, sin
excepción, los caciques locales habían maniobrado para que las mejores tierras
fueran para ellos o sus afines. No obstante, Julián estaba convencido y seguro
de que, con la verdad y la justicia, podía ir a todos lados y que estaba dentro
de plazo para reclamar.
Jacinto, jornalero del cacique al que le
había correspondido la viña de Julián en el reparto, vecino suyo, que se reía
de su pretensión, le dijo:
—Todo quedará en agua de borrajas. Lo único
que vas a sacar en claro de tu viaje a Cuenca va a ser la cabeza caliente y la
panza vacía. Nadie puede nadar aguas arriba, salvo los salmones, y ahí están
los osos que se los comen antes de llegar —intentaba quitarle la idea por orden
de su amo.
—Me han robado el majuelo y me lo han de devolver.
Que los ricos siempre llevan el agua a su molino y se quedan con la harina y
nosotros sin el pan. Y eso no está bien —replicaba subiendo el tono Julián.
—Tú pretendes sacar agua de las piedras
—replicaba a su vez Jacinto.
—Yo no soy como tú, no bailo el agua al amo
—muy digno acusaba Julián.
—No digas de esta agua no beberé —respondía
Jacinto.
—El que tiene sed busca agua. Y yo busqué el
vino que no podré beber —argumentaba Julián, recordando el vino que bebía de la
uva que pisaba y no volvería a pisar.
—Se me hace la boca agua de pensar en tu
vino, que yo tampoco habré de beber, pero sí pisar. El desgraciado va a por
agua al río y encuentra el cauce vacío —casi se venía a razones Jacinto, que
muchos almuerzos había compartido bebiendo el buen vino de Julián y que, a
pesar de sus diferencias, se consideraban amigos.
Entre dichos y diretes, de tanto hablar de
agua, Jacinto recordó que necesitaba un botijo.
—Lo dicho, aprovechando que vas a Cuenca,
tráeme un botijo —encargó Jacinto a Julián.
—Tranquilo, te lo traigo —aceptó Julián el
encargo.
Julián cogió el coche viajero[1]
y marchó a la capital de la provincia. Tras desayunar churros con chocolate en
el mercado de Cuenca, se encaminó a la diputación a hacer su reclamación. Como
era de esperar en aquellos tiempos, más que en estos, las autoridades no
aceptaron su justa demanda. Regresó a su pequeño pueblo manchego, cabizbajo y
olvidándose completamente del botijo que le había encargado su amigo, sabiendo
que quienes habían realizado el reparto de la concentración parcelaria eran
agua contaminada. Nada más verle, su vecino, amigo y jornalero del cacique fue
a su casa, a informarse y a recoger el botijo encargado y de paso mofarse de
él.
—¿Amigo mío, me has traído el botijo?
—preguntó Jacinto.
No queriendo decirle a su amigo que se le
había olvidado completamente, prefirió mentirle:
—¡Ay, Jacinto, amigo mío! Con las prisas por
coger el coche viajero, tropecé y se rompió tu botijo...
—Pues menos mal que no te lo pagué, me habría
quedado sin botijo y sin dinero —dijo con total normalidad Jacinto.
—Menos mal que no lo compré. Porque si lo
hubiese comprado y se me hubiera roto, habría perdido mi tiempo, el botijo, mi
dinero y al amigo.
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