Quienes
habéis leído Caricias rotas, que ya sois muchos, al final del capítulo que
lleva por título “Noche memorable” aparece una escena basada en una anécdota
personal y real, que me sucedió junto con mi mujer y mis cuñados frente al
Palacio de Marivent (Mar y viento).
Al
igual que Joaquín y Aurora nos vimos rodeados por policías y guardias civiles
apuntándonos con metralletas. Entonces la «amiga» del rey emérito de
los españoles de arriba, no era Bárbara Rey, sino la esposa de un empresario
mallorquín de nombre Marta Gayá. Pero ese tema es otra historia.
En
el verano de 1992 decidimos por primera y última vez, ir de vacaciones con mis
cuñados, a Mallorca, lo de última vez con mis cuñados, nosotros hemos vuelto
más veces a Mallorca, y si es posible regresaremos.
El
13 de agosto de 1992, llegamos a la isla en barco, al igual que los
protagonistas de la novela. No hubo escena de camarote porque viajamos en
butaca en el salón. No perdimos autobús, ni teníamos hotel en Magaluf; aunque,
fue la idea inicial, al final nos decantamos por un apartamento en Palma
ciudad, cerca del Castillo de Bellver.
Como
llegamos por la mañana, tras aposentarnos en el hotel, fuimos a dar una vuelta
por Palma, comimos en un restaurante de la Playa del Arenal y disfrutamos de la
ciudad, como turistas que éramos. Merendamos en una pastelería que
hay en una plaza frente a la estatua de Fray Junípero Serra. Ya
cansados regresamos al apartamento y tras un baño en la piscina y una buena
ducha, después de cenar decidimos ir con mi Peugeot 205, a Magaluf,
la «Sodoma y Gomorra» mallorquina, no es para tanto, al menos
entonces, ahora Madrid, con el turismo de borrachera francés, se le iguala.
Teníamos
ganas de fiesta, aunque estábamos muy cansados, la noche en la butaca del barco
no fue confortable precisamente. Aguantamos hasta las tres y media de la
mañana, hora en la que decidimos regresar a Palma. Conducía yo, y la verdad
tenía motivos para estar cansado.
De
Magalug a Palma ya entonces había autovía, pero entre que no conocía la isla,
era de noche, tenía mucho sueño, y al menos, llevaba un par de cubatas dentro
del cuerpo, no estando acostumbrado ni a uno, y que no llevaba nadie para
decirme:
—Paco,
te has equivocado.
Todos
se habían quedado durmiendo. Me perdí, con tan mala suerte que me metí, por lo
que ahora es una avenida y entonces una carretera más bien estrecha, sin ningún
tipo de farolas, ¿quién lo diría?
Nada
más meterme me di cuenta de que me había equivocado. Buscando la salida, llegué
a un punto que no sabía ni por dónde tirar. Así que me paré para consultar el
mapa de carreteras, para ver si era capaz de aclararme. Apenas hube parado, en
el lado derecho de la carretera se abrió una puerta, por la que salía un coche
deportivo de muy alta gama. Al ver quien iba al volante, me entraron los siete
temblores del miserere, más que por quién, por lo que pasó en el mismo
instante.
Conducía
en persona el rey emérito de los españoles de arriba. En ese mismo
instante, una avalancha de guardias civiles, con linternas y metralletas, se
abalanzaron sobre nuestro coche, apuntándonos a los cuatro. Mi mujer despertó,
mis cuñados siguieron durmiendo. Al vernos, los guardias civiles se dieron
cuenta de que no éramos peligrosos. Ni nos preguntaron. Dieron paso
al coche del ahora huido Juan Carlos de Borbón, y al rato, sin decirnos nada,
nos apremiaron a continuar, sin dejar de apuntarnos con las metralletas y las
linternas.
—¡Circulen,
circulen! —Gritaba un malhumorado guardia con mostacho.
Nervioso
perdido, y con el miedo todavía en el cuerpo, comencé a repetir casi gritando,
nada más dejar a los guardias atrás:
—El
Tortas, el Tortas, el Tortas…
Despertaron
mis cuñados, y mi mujer, que también estaba nerviosa, se me quedó mirando…
—Era
el rey, ¿verdad?
—Era
el Tortas, el Tortas…—repetía yo, como un poseso.
—A
mí me ha parecido que era el rey…—insistía.
—Sí,
era el Tortas, el Tortas…
Y
es que resulta que mi madre para referirse al rey emérito, de los españoles de
arriba, siempre lo nombraba como «El Tortas», porque necesitaba siempre
leer el discurso, y a pesar de ello se equivocaba cada dos por tres.
—No
sé qué hace este Tortas ahí, si no es capaz ni de leer en condiciones lo que
otros le han escrito —solía decir mi madre, cada vez que lo veía equivocarse.
A
buen seguro que aquella noche, a pesar del mucho sueño, no habría pegado ojo de
no ser por el mejor sedante natural que existe, viendo el castillo de Bellver
desde la cama, éramos tan jóvenes.
©Paco Arenas
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