España tiene a Mariana Pineda, Puerto Rico a Mariana del grito de Lares. |
La guayabera teñida de Rojo
Al llegar a mis años es hora de echar cuentas y rendir
resultados. El paseo diario se va recortando en el tiempo, los pies no están
para mucha salsa ni largas caminatas, como mucho a misa los domingos y alguna
fiesta de guardar. Y a la hora del café, nunca me suelo olvidar del chorrito de
ron de caña; incluso, al café mismo, que al menor descuido te cambian por uno
descafeinado que malamente lo imita, y donde hay carajillo, no suele haber
corajillo[1].
Las arrugas han ganado terreno en mi rostro, que fue la tersura acariciada por
el más hermoso y valiente boricua. Aunque prometí no mirarme al espejo, me
miro, y veo a través de mis ojos, los suyos, los de Pablo. Por su recuerdo
todavía paseo por las calles del viejo San Juan hasta el Castillo de San
Cristóbal, doliéndome en el alma el día que por lluvia, enfermedad o cansancio
no puedo ir a visitar aquellas calles en las que fui tan feliz. Como dije, cada
día son más numerosos los pasos que mis pies me impiden dar, con lo que
disfruto pasear por las calles adoquinadas, tan españolas, tan semejantes a las
de Cádiz, pero con más colorido, que acá nos gusta el color del carnaval;
aunque, lo reconozco, las murgas gaditanas me emocionan y me hacen reír. Hasta
a las fortalezas le damos color, como al Palacio de Santa Catalina, tan
azulado. Añoro y disfruto cuando lo hago, sentarme en la plaza de Colón, con su
alta estatua blanca señalando al cielo, podían haberse puesto de acuerdo, y que
la de Barcelona mirase a San Juan, y la de San Juan a Barcelona, o en el parque
de las Palomas, porque allá me sentaba con él. Evocar el pasado y contar cosas
hermosas a los nietos, como ese beso en un día de lluvia intensa bajo los arcos
del palacio de la plaza de Armas, cuidando muy bien de que fuera en el lado de
la bandera boricua, no de la impostora extranjera. Sobre todo, en los días
despejados, me gusta pasear por el Fuerte San Felipe del Morro, donde vi el
cielo y las estrellas por primera vez, bajo el ondear de la monoestrellada.
Cuando se lo digo a mi nieta, se ríe y se burla de mí.
—Abuela, cuando vienes aquí, y me señalas el lugar, parece
que estás a punto de lograr un orgasmo, y perdona mi atrevimiento…
Y es que es tanta la felicidad que me produce el recuerdo de
aquella noche, que si fuera más joven…
Solo tengo una nieta, y a ella solo le queda una abuela, la
quiero más que quise nunca a nadie, salvo a él, va con la condición de abuelas.
Sí, podría contar cosas amables y delicadas de mi infancia en Lares, ajena al
Grito[2],
a pesar de haber nacido a quinientos metros de la hacienda «El Triunfo» un
veintitrés.
Sin embargo, en mi casa, en la casa de mi infancia feliz, no
se escuchaban gritos, ni nadie cuestionaba nada, como no fuese el bajo precio
del café o el azúcar. Vivíamos en ese mundo idílico tan bien retratado por
Hermann Hesse en "Demian". El aroma a café impregnaba todo, pero con
el empalagoso almíbar del exceso de azúcar de puertas para adentro.
—Mijija, bonitina de narisilla ñata, tié que levantarse, está
tan acurruca bajo la cobija que paice la bella dulmiente. Pobresilla mijija
—así me levantaba todas las mañanas a besos la vieja María.
Sí, vivía en un paraíso imaginario, que nada envidiaba al
palacio de Sissi en Viena, con mayordomo y criada y juguetes americanos. En mi
casa éramos blancos, nótese el tono irónico de la afirmación. Nada recordaba la
sangre taína, que sin duda corría por nuestras venas. Ni la más tenue duda
estaba permitida, hasta el origen criollo se denostaba, el negocio de mi padre
estaba con los americanos, prohibido llamarles yanquis. Era tal nuestra
ambigüedad cultural que, si no hablábamos en inglés en casa, era por lo mal que
lo pronunciaba mi mamá y las criadas. Era feliz, fui muy feliz en ese espacio
de mi vida en el que estuve en el limbo.
Son muchos años los que tengo, tantos como recuerdos metidos
en una valija de cartón. Los primeros andan cada vez más deprisa hacia el
barrio del silencio, donde todo el mundo es recordado con respeto y
consideración, mientras que los segundos están deseando escapar de mis labios,
o de mi temblorosa mano antes que el tiempo y los años dejen de contar para mí.
Todos en esta Isla del Encanto decimos ser boricuas, ondeamos nuestra
monoestrellada; no obstante, algunos buscan la luz en el cielo oscuro de una
bandera extraña, que nos es ajena. Yo ya soy muy vieja y prefiero mantener su
esencia dentro de mi corazón, pensar, hablar y soñar en mi lengua, como siempre
quise y siempre quiso él. Olvidé las caras, los ojos de quienes me miraron, los
dedos que me acusaron y los amigos que nos dieron la espalda. Olvidé hasta el
nombre de mi padre, pero jamás me olvidé de Pablo, de su risa, de sus besos y
sobre todo de sus ojos cuando me miraba o hablaba de Puerto Rico. Pocos
patriotas se les iluminaba tanto el rostro y los ojos al decir la sagrada
palabra del nombre de la patria. Mi vida ha pasado desde entonces en torno a él
y a su hermoso legado, Marianela Ponce, mi hija, y desde hace dieciséis años
también a la tercera Marianela, mi nieta. Nunca se me pasó por la cabeza
escribir lo que ahora estoy escribiendo, menos ahora que sé que tengo el boleto
confirmado con fecha aproximada de embarque. Me queda el consuelo de que mi
nieta ha querido quedarse en casa para acompañarme en mi convalecencia, y
también por tener la libertad que no deberíamos dar las abuelas de verse con su
novio y vecino mío, que entonces no sabía que también se llamaba Pablo, como si
el destino ya estuviese marcado de antemano. A pesar de ser muchacha enamorada,
conmigo era más chiquilla que muchacha, y además de mimarme pronto comenzó a
curiosear las escasas fotos que tengo enmarcadas en mi cuarto, todas de él:
—¿El abuelito nunca se hizo viejito?
—Nunca le dieron oportunidad – le contesté.
No pude evitar emocionarme y romper a llorar. Entonces ella,
para hacerme reír, con esa risa que me recuerda tanto a él, sacó el celular
para provocar lo que en tantas ocasiones había intentado, que de mis labios
saliesen una cascada de recuerdos y la necesidad de estos no quedasen en el
olvido.
—Grandma, let's make us a selfie.[3]
—¿Qué dices, pendeja? ¿Acaso no sabes hablar como debe
hacerlo una boricua?
—Abuelita querida, ¿no he de saber si usted se encargó de
enseñarme a amar y hablar el español? Siempre me dijo que me contaría la
historia de la muerte del abuelito Pablo, y nunca lo hizo. Todavía me moriré y
no la habré escuchado…
—Tú no morirás, antes, mucho antes tengo que hacerlo yo…—le
respondí melancólica.
—Abuela, no tengas prisa por cogerle la mano al abuelito —me
dijo riendo, buscando mi risa.
Su risa me trasladó a aquellos meses que fueron tan felices y
terminaron en tragedia de aquel nefasto año 1935. Nos abrazamos con
desesperación, con los ojos encharcados de lágrimas. Le di un beso en la frente
y ella me pidió perdón por haberme provocado el llanto. Se dio media vuelta
para irse a dormir, y entonces agarré su mano por la muñeca.
—Espera, a ti quiero cogerte la mano — le dije estirando de
su delgada mano, agradeciendo el abrazo que nuevamente recibía—esta noche, si
lo deseas, puedes dormir con la abuelita. Prometo contarte todo, para que
sientas el orgullo de ser nieta de don Pablo Ríos. Si no tienes reparos en
dormir en la misma cama que esta vieja arrugada.
Me miró fijamente a los ojos brincando de alegría y sin
dilación comenzó a desnudarse para meterse en la cama conmigo. Pude ver en su
bello cuerpo el de Marianela Ponce, aquella estudiante universitaria que se
enamoró de su profesor de español unos meses antes de que este muriese.
Conocí al profesor Pablo Ríos en mi primer año de estudiante
en Río Piedras. Él era un joven profesor de español, patriota boricua,
enamorado de Cervantes y de Benito Pérez Galdós, que parecía reírse hasta de su
sombra. Debo confesar que no tuvimos un buen comienzo:
—¿A quién tenemos aquí? A Marianela Ponce. ¿Qué mejor forma
de comenzar el trimestre que disfrutando de Marianela y su belleza? Viéndola,
no me extraña que don Benito terminase ciego. Al igual que el Pablo de la obra,
también estoy enamorado de Marianela. Nunca me la imaginé tan bella, ni tampoco
tenerla en mi aula. La estudiaremos con detalle. ¿Tiene usted algún
inconveniente? —Terminó preguntado socarronamente tras pasar lista por primera
vez. Sobra decir que provocó las risas de todo el alumnado, menos la mía.
Bajé la cabeza aturdida y avergonzada, sin saber qué decir,
maldiciéndole mentalmente.
—Mejor si estudiamos con detalle a su santa madre, seguro que
la conoce algo mejor que a mí.
—Buena apreciación, pero Pérez Galdós no tuvo a bien escribir
una novela con su nombre.
Se acercó a su mesa, cogiendo un libro, que, tras enseñárselo
a todos, caminó hasta mi pupitre dejándolo sobre el mismo. El sofoco fue aún
mayor, jamás había oído hablar de otra Marianela que no fuese yo, Marianela
Ponce, la hija rebelde de un rico hacendado cafetero de Lares, amigo de los
americanos y contrario al movimiento independentista boricua. Durante aquel
trimestre yo también me enamoré de Marianela, de la otra, de la bella de
corazón. Lo peor es que también me enamoré de Pablo, no el ciego de la novela,
sino del profesor don Pablo Ríos; aunque no me diese pie para ello. Ya no me
parecía pedante, menos cuando lo escuchaba hablar de Puerto Rico, de su lengua
y tradiciones, tan diferentes a las americanas.
Un día no se presentó a dar clase, nadie sabía nada, aunque
todo el mundo sospechaba que era uno de los maestros de español detenidos por
la policía colonial. Durante meses pensando en él, al final terminé echándole
en el olvido…
—¡Abuela! Me vas a pervertir…
—No, mi niña ñoña, que bien veo que te despides del guapo de
tu novio. Aunque te cuento cosas del año de las guácaras, no creas que éramos
tan diferentes, más modositas y pasmadas en público que ahora. Eso sí, aunque
también se nos iba la cabeza por un guapo maestro…
—¡Qué chévere! ¿Conoces a Pablo?
—¿También se llama Pablo?
—Sí. ¿Lo puedo subir y lo conoces?
—No, no hay tanta confianza, y tú mamá se puede poner como
agua para chocolate…
—Abuelita, estoy hasta la coronilla, se coge todo a pecho.
Pero continúa.
Tardé mucho tiempo en volverle a ver. Yo vivía con mi tía
Catalina en San Juan, cerca de la Catedral de San Juan Bautista, y, como hija
de buena familia, todos los domingos y fiestas de guardar iba a misa. Estando
la catedral tan cerca, era donde acudía a rogar a Dios. Al salir del oficio,
noté que alguien agarraba mi brazo, y terminaba pasando el suyo por mi cintura,
atrayéndome hacia él. Con la mano preparada para darle una bofetada me giré y
entonces me encontré con su rostro asustado.
—Disimule Marianela, necesito que me ayude, que se comporte
como si fuera mi novia —me dijo cogiéndome la mano para que no le diese una
bofetada bien merecida. Fui a protestar, pero al verle tan asustado, con
aquella pinta, con barba y melena, me pareció el mismo Jesús en persona.
Deseé besarlo en los labios y lo hice bajo el mismo umbral de
la Catedral. Apenas se rozaron nuestros labios, y comenzaron las risas
nerviosas, él sorprendido, yo como jugando a enfadar a mi papá, como si me
pudiese ver.
—No era necesario, tanto disimulo; pero siempre es de
agradecer el beso de la bella Marianela.
Le volví a besar, segura de que me iba a meter en un lío lo
suficientemente gordo para poner de los nervios a mi papá. Por entonces ya
sabía que había estado detenido por colaborar con el movimiento
independentista, con el cual yo simpatizaba, a pesar de la oposición radical de
mi papá, don Manuel Ponce. Cogidos de la cintura, interpretamos el papel que se
consideraba que deben interpretar dos enamorados, aunque yo le advirtiese:
—Pendejo, no me tome por ligera de cascos, que lo hago por la
patria, no más.
Él entonces quiso comprobarlo y me atrajo hacia sí de la
cintura e intentó besarme de nuevo. Esquivé el beso primero. Después lo besé
profundamente, susurrándole al oído al separarme:
—Ahí están quienes le siguen, conozco a uno de ellos, es
bochinchero, no mire y disimule —y antes de que él dijese nada le volví a besar
haciéndole girar levemente para que pudiese ver a sus perseguidores.
Mi conocido era un hombre vestido con traje, corbata y
sombrero, al estilo americano; parecía más un gánster sacado de una película
que un policía. No siempre ha existido la frontera entre la ley y la
delincuencia, tampoco a la hora de vestir. Pablo asintió con los ojos. No era
cuestión de volverse sobre sus pasos. Por el lado contrario, otros dos policías
con la misma apariencia de gánster le seguían desde antes de salir de la
catedral, donde él también había entrado para intentar despistarlos. Él conocía
a uno de esos policías y así me lo susurró:
—El de la verruga en la nariz es de Río Piedras, simplón y
soplón a partes iguales.
—Y feo, por Dios, feísimo. No hace falta que me lo diga. Lo
conozco y me conoce, fue quien denunció a su padre y hermano por
independentistas, dejando a su madre y hermanitos sonándoles las tripas. Ha
estado en varias ocasiones en la hacienda de mi papá.
—Soy de fiar, profesor, soy de fiar —y le atraje para besarle
de nuevo. Ya no era mi profesor y algo me decía que mis sueños y fantasías del
año anterior se cumplirían a su lado.
Continuamos caminando, abrazados y riendo, a pesar de estar
convencidos de que los cuatro policías ya se habían percatado de nuestra
impostura endulzada con besos… Estos, cada vez más intensos y menos fingidos,
fueron mis primeros besos. Yo no tenía nada que temer siendo hija de quién era;
aunque, los dos sabíamos los que podía ocurrir. Más en aquellos tiempos de
colonialismo brutal, que, si te detenía la policía americana, más valía que
estuvieses confesado; porque era probable que no salieses de la comisaría. Yo
estaba confesada y comulgada; aunque irritase a mi papá, protegida por él. Cada
uno de los policías se colocó a un lado. No era cuestión ni posible salir
corriendo.
—Excuse me, I accompany the police station?[4] —dijo uno de los policías dirigiéndose a él.
—¿Busca usted un excusado? ¿Para hacer sus necesidades?
Supongo que en su lugar de trabajo habrá, pues al pasar por la puerta me
entraron ganas de vomitar, y le puedo asegurar que no estoy embarazada—
contesté yo segura de mi impunidad, y ante el descaro con que el policía miraba
mi escote más que a mis ojos.
Tu pobre abuelo me miraba alarmado ante la inesperada
valentía de su más que improvisada novia, ante mi estúpida osadía que lo podía
comprometer aún más. Más tarde me confesó que en esos momentos creía que lo
hacía por venganza de mi primer día en la Universidad de Río Piedras. Nada más
lejos de la realidad, en pocas semanas me convertí en la alumna chiflada que se
enamora de su atractivo profesor. En esos momentos lamentó haber cogido a la
persona equivocada para librarse de la policía. Más cuando el policía me agarró
del brazo. Aunque la terminó soltando, ante la mirada de autoridad de Pablo;
pero, sobre todo, ante mi mirada desafiante, reconociendo quien era yo.
Custodiados llegamos a la Casa Alcaldía de San Juan, en la calle San Francisco.
Allí nos hicieron pasar a una habitación con cristales pintados y pidiéndonos
las cédulas de identidad, que en un momento nos las devolvieron. Yo cogí la mía
con gesto de asco, restregándola por mi vestido tras echar vapor sobre ella.
—Miss, what causes disgust? [5]—Me
preguntó uno de los policías.
—Por Dios y por la Virgen, ¿pregunta esa estupidez? boricuas
ladrando en inglés.
—Perhaps, Miss Ponce intended to insult the police...? —preguntó el policía.
—No sé lo que ha dicho, yo solo hablo español, como creo que
hacía usted antes. Quien reniega de los suyos, vergüenza, produce…—repliqué,
con cierta insolencia.
—I am american citizen
—me replicó el gánster, perdón, el policía[6].
—Ja, ja, ja, —no pude contener la risa —como en las películas
yanquis, cada vez que los americanos no saben qué decir, apelan al «soy
ciudadano americano». Lo triste es que lo dijese un policía que era hijo y
hermano de patriotas boricuas que estaban en la cárcel por su culpa
Pablo no salía de su asombro ante tal derroche de patriotismo
de su antigua alumna. En esos momentos, según me confesó después, pensó: «A
esta boricua no la dejo escapar, con ella me he de casar. Eso si salgo de
esta». Porque tu abuelito estaba asustadísimo. El policía americano desplazó al
puertorriqueño, y él fue quien se me encaró en español con menos consideración.
—Señorita, sí que habla buen inglés, al menos lo entiende a
la perfección.
—No. Se equivoca usted, no hablo, ni entiendo una palabra.
—If you do not know the language of the empire, gladly I can
teach, as taught whores…[7]
El policía renegado puso cara de asustado y dijo algo al
policía americano, que cambió la expresión. Me di cuenta de que el yanqui ya se
había enterado quién era yo. Lo que le diría no lo sé, lo cierto es que el
puertorriqueño salió del cuarto.
—Ya tendrás cuidado. No, no hablo la lengua del invasor,
hablo la lengua de los descubridores, mucho más digna que la de ustedes. Hablo
la lengua de mis padres, abuelos, de Cervantes. Y siento vergüenza cuando un
hijo de Borinquén hable en inglés a otro boricua, que los hijos de Borinquén
tenemos una lengua y no es la inglesa.
—And you teacher, has nothing to say?[8]
— Preguntó el policía yanqui a Pablo, demostrando que resultaba evidente que a
él sí lo conocía y sabía bien quién era. Entonces tu abuelito, no quiso mostrar
ante mí el mucho miedo que tenía, y contestó así:
—Ya que me llama maestro, le diré que soy maestro de español,
boricua por los cuatro costados. Y como tal le contestaré con un poema de un
patriota, de José de Diego. Que es labor del docente enseñar el camino al que
no sabe: ignoramos aquellas sublimes concepciones que os dieron la simbólica
isla de los ladrones. Ignoramos, estos históricos reveses, la lengua y el
sentido de los pueblos ingleses. Hablamos otra lengua, otro pensamiento, en la
onda del espíritu y en la onda del viento. Y os estamos diciendo en las dos,
que os vayáis al diablo y nos dejéis con Dios.
Los policías se miraron, sin saber qué responder. Entonces
entró de nuevo el policía puertorriqueño acompañado del comisario yanqui.
—Márchense, y que no les vuelva a ver por aquí —dijo el
comisario.
—This story is not over yet…[9] —amenazó el policía puertorriqueño, cuando
cruzamos la puerta camino de la calle. Y evidentemente, no había terminado.
—La historia la escriben los pueblos y la de Borinquén está
por escribirse —le contesté yo, abrazándome a tu querido abuelito, a mi amado
Pablo.
Media hora después nos encontrábamos en la chocolatería El
Jíbaro. Nos sentamos al lado de su famosa escultura de chocolate en forma de águila.
Podríamos haber compartido un helado, hacía calor, y ni los ventiladores del
techo podían apagar el calor ambiental, tampoco el de nuestras miradas. El
mesero se extrañó cuando en lugar de mantecado helado, pedimos churros con
chocolate. Reímos mucho y con los labios manchados de chocolate nos besamos
apasionadamente, provocando el escándalo de unos viejitos que se hallaban a
escasos metros de nuestra mesa.
—¿No tuviste miedo, mi amor? Me preguntó tu abuelito mientras
mojada el churro.
—Más que siete viejas al borde del acantilado de Playa Sucia
en un día de ciclón. Sin embargo, sabía que al final terminaríamos mojando el
churro en chocolate. —le contesté entre risas.
—¿El churro? —Me preguntó lujuriosa con ironía.
Lo miré intentando buscar la manera más sensual posible,
buscando su risa. Entonces, él con un nuevo beso me selló los labios.
—Ay, mi querido profesor jodedor, ese tal vez tendrá que
esperar un poco… —contesté imitando a las actrices del celuloide, sin dejar de
mirarle a los ojos. No pudo aguantar su risa que llenó el local de alegría, y
fueron muchos quienes terminaron riendo también sin saber el motivo, incluido
el matrimonio de ancianos que antes se había escandalizado. Cuando pudo dejar
de reír, las primeras palabras de Pablo fueron:
—Tampoco mucho, mi amor, que con el calor el chocolate se
derrite y yo tenía una tatarabuela de origen bantú…
Sabía que aquella noche no podía ni quería regresar a casa de
mi tía, que mi escandalizado padre estaría echando las pocas muelas que le
quedaban. Tampoco podíamos regresar a la pensión donde él se alojaba. Antes de
llegar vimos dos policías que lo estaban esperando. Aquella noche en los
recovecos de las inmediaciones del castillo de San Cristóbal bajo el ondear de
una bandera monoestrellada, la luna fue testigo de la más romántica historia de
amor.
—Abuelita, ¿te entregaste a él el primer día? ¿Hicisteis el
amor? —Me preguntó mi nietecita.
—El amor no se hace, se vive. No era preciso el acto para
vivir el amor. El amor se vive con la mirada, con los gestos, con los labios,
con un abrazo…
—Abuelita, no le des vueltas a lo que te estoy preguntando, y
ya me has dicho, que las pruebas son concluyentes y fuiste bendecida…
—Sí. Sin embargo, Pablo no quería consumar el acto. Él, que
reía por todo, me abrazó llorando mientras nos buscábamos el uno al otro,
intentando evitar lo inevitable por su parte. Presentía lo que pasaría muy
pronto. Así me lo dijo, mirándome a los ojos:
—Marianela, te encuentro tan maravillosamente hermosa que me
parece que nunca vi la luz hasta que mis ojos te vieron sentada en aquel
pupitre. He conocido muchas mujeres bellas, pero ninguna me ha llegado al alma
como tú. Yo quisiera que tú fueses mi Marianela, aunque tú seas bella por fuera
y por dentro. Yo quisiera ser tu Pablo y ver solo a través de tus ojos, como la
pareja más sublime de todas las galdosianas…
No le dejé terminar, sabía lo que me estaba diciendo. Por la
tarde me había hablado de intentar marcharse a México, pero que tenía dudas de
conseguirlo. Yo no tenía dudas de quererle, casi desde el primer día en que me
hizo sentir boba. Aquella noche me confesó que la atracción era mutua y que,
como profesor, no quiso confesar su amor. Amanecimos henchidos de felicidad
haciendo planes para el futuro en un país que sería nuestro. Prometimos que
nada nos separaría sabiendo que jamás podríamos conseguirlo.
Nuestro clandestino amor fue creciendo al igual que el fruto
de su semilla en mi vientre. Una noche no regresó a la pensión donde vivíamos.
Durante dos meses no supe nada de él. Una noche me esperó en la parada de la
guagua de Río Piedras. Me costó hasta reconocerlo: su cara estaba destrozada y
su guayabera blanca estaba teñida de rojo después de haber sido torturado por
la policía. Pedí ayuda a mi papá, pero a él no quiso saber nada de su hija,
tampoco de la nieta que llevaba en mi vientre.
Los dos fuimos en parte responsables, o tal vez las
circunstancias. Éramos muy jóvenes, yo mucho más que él; pero los dos teníamos
la mente en las nubes. Aquella noche, la más hermosa, parecía no tener ganas de
acabar.
Llegó tu madre una mañana clara con los primeros rayos de
sol, pensamos que eran premonitorios de nuestros sueños. Sin darnos cuenta nos
vimos en una jaula, teníamos salida, al menos eso creía yo. Él sabía que no:
—Déjame, yo siempre podré escapar como los españoles a
México. Allá necesitan maestros de español, no me faltará trabajo…
—Ya es imposible dejarte, no necesito anillo en el dedo para
sentirme tu esposa, me ahogo sin tus abrazos…
Fui a hablar con mi padre, después de tanto tiempo pensé que
me recibiría con los brazos abiertos.
—Usted se metió en el lío sin pensar que tiene padres y
hermanos. Las puertas de mi casa están abiertas para usted y su hija, para
nadie más…—me replicó mi papá, y antes de que terminase salí por la puerta y no
volví a verle más. Le importaban más los negocios con los americanos que su
hija, y a mí más Pablo que él.
A pesar del miedo, todavía nos dejaron ser felices unos
meses. Después del verano los americanos detuvieron a muchos maestros y
estudiantes, a nosotros también. Yo apenas estuve unas horas, de tu abuelito no
me dejaron despedirme. Según me contaron lo llevaron a Atlanta junto con otros
patriotas boricuas. Ni una triste carta le dejaron escribir a quien soñó ser
poeta. De él me quedaron unas cuantas fotografías, unos hermosos recuerdos, su
guayabera teñida de rojo.
Miré a mi nieta, la vi sonrojarse de la emoción. Acariciarse
la barriga, como lo hacen las embarazadas, sin que creyera que lo estaba. Quise
forzar la situación una «mijina».
—Y lo mejor: la bendición del fruto de su semilla en mi
vientre, Marianela Ríos, maestra de español de la Universidad de Puerto Rico y
madre…
—De Marianela Requena, que será maestra de español —concluyó
mi nietecita, meciendo un imaginario bebé, ahora como si quisiera dibujar la
buena esperanza, diciéndome con los ojos y los gestos algo que podía llegar a
sospechar, pero que no esperaba.
—Sí, Marianela Requena que parece que tiene algo que decirme…
—Pablo San Martín se llama. También estudiante de español, como yo y como
el abuelito, tampoco es ciego, los ciegos, abuelita querida, son quienes viendo
cierran los ojos y piden matrimonio a quien nos desprecia…, me ha pedido
matrimonio, y sí vamos a ser papás… Alguien me tendrá que ayudar a decirle a
quien será abuelita lo que va a pasar, ¿quién mejor que la mía?
Nos abrazamos llorando de la emoción.
—Seremos maestros de español y nunca olvidaremos que hubo otra
Marianela y otro Pablo en la Isla del Encanto, que cuando las nubes cubrían el
cielo, fueron capaces de alcanzar la estrella que orgullosa luce en nuestra
bandera…
Con estas palabras, aunque mañana emprenda el último viaje,
me queda claro que la historia de Puerto Rico todavía está por escribirse; y
además en nuestra lengua.
©Paco Arenas
@Paco Arenas, sus libros y relatos
@Paco Arenas- escritor
[1] El
carajillo nace durante la guerra de la independencia cubana. A los soldados,
que no comprendían muy bien esa guerra contra las gentes cubanas, con las que
confraternizaban habitualmente, les suministraban en abundancia, ron de caña de
la mejor calidad, para que tuvieran corajillo, como resulta que les estaba muy
bueno y le daba coraje, a esa bebida le pusieron de nombre «corajillo». Después
de la guerra de la independencia, los españoles continuaron siendo aficionados
a ese «corajillo» matinal o después de las comidas; pero en España, no había
ron de caña, y le echaban coñac, pasando así a ser «carajillo»
[2] El Grito
de Lares, grito de la independencia de Puerto Rico con respecto a España.
[3] ¿Abuela
nos hacemos una autofoto?
[4] ¿Nos
pueden acompañar a comisaría?
[5] ¿Cuál es la causa de su disgusto?
[6] ¿Tal
vez, la señorita pretende insultar a la policía?
[7] Si usted
no sabe el idioma del imperio, con mucho gusto le puedo enseñar, como se les
enseña a las putas...
[8] ¿Y el
maestro no tienen nada que decir?
[9] ¿Y el
maestro no tienen nada que decir?
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