¿Dónde está el caballero?
¿Dónde el poeta?
¿Dónde los genios están enterrados?
¿En qué ignorada cuneta lloraremos nuestra pena?[1]
Que me perdonen Gabriel García Márquez, que me perdone
Miguel de Cervantes, que me perdone Federico García Lorca, que me perdone
Miguel Hernández; pero, no he podido resistir la tentación después de encontrar
esta viñeta de Forges.[2]
En un lugar de la Mancha de
cuyo nombre no quiero olvidarme, muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento, el hidalgo Alonso Quijano, recordó aquella tarde en que su padre
le llevó a ver el hielo. Era tontería sentir nostalgia, había llegado su hora,
se armó de valor al desprenderse de su lanza, su adarga antigua, y despedirse
de su rocín flaco y de su galgo corredor, que tan pocas liebres le cazó.
Macondo era entonces una aldea
de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas
diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes
como huevos prehistóricos. No sobraba alegría, al menos comía todos los días de
la semana, cosa harto difícil, cuando quienes deben guardar ejemplo roban por
encima de las posibilidades del pueblo; no obstante, no faltaba olla de algo
más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las
tres partes de su hacienda.
Por entonces, el mundo era tan
reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que
señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de
gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande
alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos, mientras un
poeta ante tanto jaleo se inventaba palabras sacadas del bolsillo de su blanca
chaqueta:
Yo me arrimé a un pino verde
por ver si la divisaba,
y sólo divisé el polvo
del coche que la llevaba.
Anda jaleo, jaleo:
ya se acabó el alboroto
y vamos al tiroteo.[3]
El hidalgo, que no tenía
escopeta esgrimió su sabiduría y pensó, que no debía tener miedo, que eso era
de otra época, que ni el poema ni ese lugar llamado Macondo iba con él. Es
menester mentar que, aunque, hidalgo pobre, tenía en su casa una ama que pasaba
de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo
y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de
nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de
carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza.
No salgas, paloma, al campo,
mira que soy cazador,
y si te tiro y te mato
para mí será el dolor,
para mí será el quebranto,
Anda, jaleo, jaleo:
ya se acabó el alboroto
y vamos al tiroteo.[4]
A Dios gracias, la paloma
estaba a salvo, al igual que la conciencia del hidalgo, pues que ni el galgo
cazaba. Y aunque el ama estaba entrada en carnes decía que no comía, y la
sobrina que estaba enamorada tampoco lo precisaba, que cuando dos se quieren
con uno que coma es bastante, y el bachiller Carrasco no perdonaba ni la dura
paloma, que, si don Alonso no la cazaba, él no la perdonaba. Lo peor vino después, también para el
caballero, que ahora, llegaba aquel gitano corpulento, de barba montaraz y
manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una
truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla
de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos
lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las
pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían
por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y
aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se
les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los
fierros mágicos de Melquíades. Llegaron aquellos hombres de África, sembrando
la muerte por aquellas tierras de cuyo nombre no quiero acordarme.
Es la sangre que viene, que vendrá
por los tejados y azoteas, por todas partes,
para quemar la clorofila de las mujeres rubias,
para gemir al pie de las camas ante el insomnio de los
lavabos
y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.
Hay que huir,
huir por las esquinas y encerrarse en los últimos pisos,
porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas
para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse
y una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química.[5]
No son vientos de libertad los
que llegaron a del sur, para siempre todos recordarán que el crimen fue en
Granada, y el lamento de los poetas, de todos los dignos poetas, lloraron
lágrimas de sangre, y el llanto todavía se escucha en toda España.
Voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir.
Voces antiguas que cercan
voz de clavel varonil.
Les clavó sobre las botas
mordiscos de jabalí.[6]
Entonces todos señalaron a aquel perturbado
lector de libros, que hablaba de hechizos y remedios mágicos, tenía el
sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los
autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja
entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta
que en la narración no se salga un punto de la verdad, si la verdad la escriben
quien la vive, y no quien la inventa o trasmite tras haber pasado por el tamiz
de mil maledicentes lenguas a sueldo de los calumniadores.
En la calle de los Muros
han matado una paloma.
Yo cortaré con mis manos
las flores de su corona.
Anda jaleo, jaleo:
ya se acabó el alboroto
y vamos al tiroteo.[7]
También fue condenado,
alegando demencia y hechicería; sin embargo, en Macondo todos sabían que era
por haber defendido la libertad de la República de las letras, las otras
también, nada tenía que ver Melquíades ni el sabio Frestón, tampoco su presunta
demencia. Era otra cosa, muy diferente,
conocía el significado de las palabras, de todas, y eso era lo realmente
peligroso para sus detractores. quisieron extirparle el gen rojo que inventó Vallejo-Najera,
fue inútil pretensión, en quien ama la libertad, pronto se regenera..., y al
poeta muerto, otro en su puesto, un pastor de cabras tomó el relevo.
Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.
Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.
Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.[8]
El coronel Aureliano Buendía,
tampoco sería perdonado, a quien lucho por la verdad le llamaron traidor, y así
llegó a este punto, ante un pelotón de fusilamiento junto con el caballero de
rebuscadas palabras. Al hidalgo de la Mancha, tras desnudar sus enjutas carnes,
aquellos miserables taparon sus vergüenzas con el sambenito, cubrieron su
cabeza con el capirote, y puesto en la picota se dispuso a morir, el poeta
estaba a su lado para darle fuerza, no estaba muerto, que Federico es eterno.
Miro el caballero al poeta y al coronel que estaba a su lado, sin conocerse se
entendieron sin pronunciar una sola palabra. No permitieron que les tapasen los ojos, y
atados de pies y manos, creyeron que los quemarían siguiendo el rito de la
Santa Inquisición, que se servía de mercenarios sarracenos para dar muerte a
cristianos, en nombre de Cristo redentor. No ardió la hoguera, se extrañó el caballero,
el coronel Buendía no tanto. Don Alonso
debería haber pensado que estaba junto a una cuneta, y que querían ahorrarse
los maravedís les hubiese cobrado enterrador. A su lado, estaba el poeta asesinado en
Granada, el coronel con el puño en alto. Se miraron los tres y comprendieron que aunque
mil balas atravesasen sus cuerpos de hombres honrados, vivirían para siempre,
por ser hombres cabales y no traidores como quienes mandaban apretar el gatillo.
Mi corazón oprimido
Siente junto a la alborada
El dolor de sus amores
Y el sueño de las distancias.
La luz de la aurora lleva
Semilleros de nostalgias
Y la tristeza sin ojos
De la médula del alma.
La gran tumba de la noche
Su negro velo levanta
Para ocultar con el día
La inmensa cumbre estrellada.[9]
¿Dónde está el caballero, dónde el poeta? ¿En qué ignorada
cuneta?
©Paco Arenas
©Paco Arenas
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