Mis primeros años de vida fueron de ir misa todos los
domingos, fiestas de guardar, y todos días laborables al rosario, sin faltar a
no ser por fuerza mayor o como en cierta ocasión que me oriné en el
confesionario, (también por fuerza mayor) y pensaba que el cura me había visto.
Por entonces temía más al cura de los capones que a las llamas del
infierno. Por ese mismo era tan de ir a misa, e incluso a las
procesiones, a pesar de ser mis padres agnósticos.
No recuerdo donde estaban mis padres
aquel Domingo de Ramos, en la iglesia por supuesto que no y en el pueblo
tampoco. Seguro que de fiesta tampoco, probablemente trabajando
clandestinamente, porque por aquellos años, trabajar un domingo era una
actividad semi clandestina. Lo cierto es que me dejaron al cuidado de mi
hermano menor, menor de los siete que iban delante de mí, mi hermano Julián me
lleva más de diez años.
Yo tendría unos seis años y mi hermano
dieciséis. Aquel invierno, mis hermanas me trajeron unas bonitas velas de
cumpleaños, con las cuales yo estaba entusiasmado, nunca en mi vida había visto
velas de colores, disfrutando al encenderlas y apagarlas, con el riesgo que eso
conlleva en manos infantiles. Mi madre las había escondido, más que nada porque
no me mease en la cama:
—Quien juega con lumbre se mea en la
cama —nos solían decir nuestras madres.
No las escondería muy bien, cuando yo
terminé encontrándolas.
Mi hermano Julián me llevó a misa y a la
procesión del Domingo de Ramos, con un jersey de estreno, porque ese día
también era obligado estrenar algo y mi madre me lo había tejido ex profeso
para estrenarlo ese día.
—Quien no estrena el domingo de Ramos se
le caen las manos.
Y mi madre no quería que se me cayesen
las manos, y me había tejido un jersey con sus propias manos. Exactamente igual
al de mi hermano, pero mucho más pequeño; aunque, más grande de lo que me
correspondía, porque era principios de primavera y me tenía que durar por lo
menos dos años más, así que llevaba un jersey en el que bien hubiese cabido
otro Paco. Más, porque por entonces, estaba
tan delgado que debía pasar dos veces por el mismo sitio para hacer sombra,
quién lo diría viéndome ahora tan hermoso y lustroso.
Después de los actos litúrgicos y de
caminar en procesión detrás de la borriquilla, colocamos el ramo de oliva en la
ventana. Mi hermano se quedó con sus amigos en la calle, posiblemente
viendo las elegantes muchachas pasar, tan guapas ellas, todas con sus vestidos
de estreno. Por entonces a mí no me interesaban las conversaciones
de los muchachos, ni si está o aquella era más guapa o menos. Yo estaba obsesionado
por aquellas velas de colores y no paré hasta encontrarlas. Y al final di con
ellas escondidas en el aparador. Y aunque, me tenía prohibido cogerlas, me subí
a una silla y las terminé cogiendo. Como mi hermano estaba fuera, cogí
también cerillas, que siempre estaban encima de la cornisa de la chimenea.
Tras comprobar que mi hermano y sus
amigos estaban entretenidos, y que, además, ahora les acompañaban un grupo de
muchachas, una de ellas enseñándoles el reloj de pulsera que le había regalado,
no sé quién. Me metí en
el cuarto de mis padres, debajo de la
cama, y allí comencé a prender velas. Entre vela y cerilla prendí también
la colcha, la cual comenzó a arder por su cuenta y sin mi permiso. Para
mi bien, la cama era de hierro y el colchón de lana, le costaba mucho arder, el
humo va para arriba y la ventana del cuarto estaba abierta. Me asusté
y me tendí debajo de la cama, porque estaba tan aterrorizado que era incapaz de
moverme. La suerte fue que el humo era muy espeso y comenzó a salir tan
pronto por la puerta de la calle, y al instante entró mi hermano y sus amigos sacándome
de debajo de la cama y apagando el fuego.
Me vieron tan asustado, que a mí no me
pasó nada, mi hermano cargo con todas las culpas; aunque, ya se cuidaron muy
mucho de que no tuviese ni velas ni cerillas cerca.
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