Como es sabido, después de terminada la guerra, el señor
marqués quedó más bien más que inútil, para casi todo. No
porque participase en la guerra, ya que todo el tiempo lo paso en Roma, junto con su católica y huida majestad
borbónica, donde dicen que se corrieron muchas juergas juntos, sin dejar
lupanar del Lacio que no visitasen. A
raíz de ello, el marques quedo prácticamente inhabilitado para las artes
amatorias, por suerte para Azucena. Sin
embargo Catalina, todavía era una mujer joven y apetecible, con carnes frescas
y bien torneadas, aunque con curvas más prolongadas de la cuenta,
y no era lógico que se viese obligada a renunciar al placer
conyugal, porque su marido, quince años
más viejo que ella, se hubiese sido visitante de lupanares al lado de un rey
golfo cogiendo unas purgaciones que le
habían dejado útil para nada. Ella era muy cristiana y devota, lo llevaba
bastante mal, pues notaba que lo de la resignación era una pesada lápida sobre su joven cuerpo y sin querer notaba el
deseo salir de sus entrañas, en incluso intentar buscar
consuelo en su impotente marido, a pesar de lo resentida que estaba
hacía él la nueva moral imperante la había seducido y todos los días que le
resultaba posible acudía a la parroquia de los Doce Apóstoles y casi todos los
días se confesaba y comulgaba, aceptando de buen grado la penitencia
impuesta. Pero por la noche el fuego le
consumía las entrañas, sin poderlo remediar, y de nuevo pecaba con el
pensamiento, pero solo con el pensamiento, sin que se le pasase por la cabeza
pecar ni con el dedo índice. La beata
marquesa, desde su regreso de Roma,
todos los años, el primer viernes de marzo, peregrinaba ante el Cristo de Medinaceli a
pedirle cura para su marido, con la cual no debiera serle infiel ni con el pensamiento.
Al tercer año, de penitencia y castidad, cuando ella ya
comenzaba a perder la fe, las
circunstancias o el Cristo de Medinaceli, obraron el milagro, no es que
encontrase cura para los males que aquejaban a su impotente marido, por
entonces la Viagra no estaba ni en proyecto.
Pero si encontró la cura para sus males, o mejor dicho el cura con
sotana. Doña Catalina se arrodillo ante
el confesionario , tras los “avemarías purísimas” preceptivos, comenzó su lista
de ignominiosos pecados del pensamiento,
explayándose más que en otras ocasiones, ignoraba el motivo, algo en la voz del
sacerdote le invitaba a la confidencia, su voz le resultaba acariciadoramente
familiar, sin llegar a serle conocida, solo cuando él la nombró por su nombre,
reconoció al sacerdote.
- Catalina,
yo te absuelvo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
- ¡Fausto! –
Exclamó asombrada, notando como sus mejillas le ardían como si fuese una
adolescente.
Si era Don Fausto, antiguo amigo de su lejana adolescencia,
su primer “novio”, con el que tan solo había llegado a darse un casto beso en
la mejilla, en aquellos lejanos años del inicio de la República. Catalina, la señora marquesa sabía que
cuando ella pensaba que sería el hombre con el que pasaría el resto de su vida,
los padres de Fausto lo metieron en un Seminario, con lo cual ella termino de
esposa del marqués de Bastardía, quince años mayor que ella.
Este fortuito
encuentro hizo que don Fausto se
convirtiese, no solo en su confesor sino también en confidente.
Con lo cual le ayudo en no pocas ocasiones a pasar cristianamente
la vigilia carnal a la que estaba sometida, la pobre marquesa, todavía llena de
vitalidad. Azucena veía con mucha frecuencia la llegada del sacerdote, unas
veces para reconfortar al pobre y
enfermo señor marqués, otras sucedían cosas extrañas, especialmente cuando el
señor marqués debido a sus múltiples achaques pasaba largas temporadas en su
casa solariega de la Sierra. Esos días
eran especialmente queridos por la buena de Azucena, porque sabía que media
hora después de la llegada del sacerdote, le daba libre, como quien no quiere
la cosa.
-
Azucena, querida, cuando traigas el café y las pastas, recoges la cocina
y te marchas a casa, que seguro que estarás cansada.- Decía extremadamente cariñosa la señora
marquesa.
Al día siguiente, Azucena
creía ver indicios de batallas amorosas, o algo parecido, las sabanas fuera
sacadas del embozó, un mayor desorden en el cuarto… Ella sospechaba, pero nada
decía, incluso le daba pena el sacerdote, buena cristiana, no tenía nada contra
él, y en alguna ocasión pensó en no
prepararle su exquisito café, pero ante el temor de ser descubierta, terminaba
elaborándolo de igual manera. Un día
ocurrió, lo que debía de ocurrir, Azucena se olvidó las llaves de su casa,
regresando a casa del señor marqués a recogerla, como quiera, que la señora marquesa
le había dicho que iba a ir al Rosario, entro sin llamar a recoger sus llaves,
pensando que no había nadie en la casa, pero para su sorpresa escucho chirriar
de los muelles del somier y gemidos de
alguien, que le parecieron de la señora marquesa , pero no eran de dolor, al contrario, lo debía
estar pasando muy bien. Con precaución
se acercó y pudo ver a través de la cerradura,
por primera vez, aparte de su Pepe, a un hombre desnudo, de rodillas,
era el sacerdote pero no estaba rezando, y la señora marquesa con las ubres
colgando en una posición comprometida, para casi acto seguido ver como a pesar de sus carnes, la señora marquesa mostraba una excelente agilidad cabalgando como hábil amazona sobre el cuerpo del sacerdote .
Y ella que pensaba que los curas estaba capados, el miembro del
sacerdote y la escena le impresiono tanto, que
aquella noche sorprendió a su desconcertado Pepe, esa noche fue Azucena quien tomó
la iniciativa y descubrió que ella, a pesar de no haber tomado clases de equitación, podía llegar a ser mejor amazona que la señora marquesa, más teniendo en cuenta su juventud y predisposición para hacer feliz a su Pepe.
Esta situación duró poco más de tres años, sin que nadie,
salvo Azucena sospechase nada. En
ocasiones Azucena llegaba a escuchar
como ambos amantes hablaban de sus pecados
y de la posibilidad de ir al infierno sino buscaban remedio. Fustas y cilicios aparecieron en el
dormitorio de los señores marqueses y sangre en las sábanas. Azucena sabía que no debía pedir
explicaciones y no las pidió, sin embargo tampoco llegó a comprender muy bien
lo que estaba pasando en aquel dormitorio, aparte de la visión que tuvo aquella
tarde. La cuestión, es que el sacerdote, no se sabe bien la razón, aunque es de
suponer, termino yéndose a las misiones y
a la señora marquesa de repente le entro una necesidad de cariño por
parte del señor marqués, de manera, cuanto menos sospechosa, por los achaques
ya mencionados, no obstante... Pocos
meses después se producía el milagro,
una preciosa niña rubia de nombre
Clara, curiosamente el mismo nombre de la madre del sacerdote, aunque el
sacerdote ya estaba en las inhóspitas
tierras africanas.
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