Dedicado
a todas las familias reales, las de verdad
Felipe se
levanta todos los días antes de las seis de la mañana. Como siempre, lo primero
que hace es ir al trono y sentarse, tomar posesión de ese punto de su casa que
tan solo a él le pertenece a esas tempranas horas; aunque parezca extraño, no
necesariamente a defecar. Por las mañanas está tan dormido que prefiere
sentarse hasta para orinar, no vaya a ser que su puntería le juegue una mala
pasada. Mientras se cepilla los dientes observa a Leticia con preocupación,
cada día está más delgada.
—La pobre
tiene que pasar dos veces por el mismo sitio para hacer sombra —piensa, que no
dice, con el cepillo dental frotando con fuerza.
Recuerda que antes de la crisis dejaba que el
grifo corriese alegremente mientras se cepillaba, ahora apenas moja el cepillo
con un minúsculo chorro y cierra el grifo. Son ya dos veces las que les han
cortado el suministro de agua. Lo grave no es que se la corten y al pagar
enganchen de nuevo, lo peor es que para que le vuelvan a enganchar le cobran
ciento treinta euros de alta, y si ya no podían pagar los sesenta euros del
suministro, después deben de pagar casi doscientos, la mitad de lo que le dan
de limosna por desempleo.
Cuando
sale del cuarto de baño se viste a oscuras, aunque por la noche sí tienen
suministro eléctrico, pero ya sea acostumbrado a hacerlo así, después de haber
estado dos semanas sin luz. Un día alguien dijo que podía hacer la trampa y
contra sus principios la hizo, se enganchó.
—Quien
roba a un ladrón…—le dijo esa persona que vivía de ocupa en un piso propiedad
de un banco, después de que ese mismo banco le robara el suyo.
Por la tarde, a partir de las seis, hasta las
ocho de la mañana —se ha informado bien —los inspectores de la mafia energética
no comienzan su trabajo hasta las nueve de la mañana y dejan de trabajar a las
cinco y media de la tarde, paran a la una y media del mediodía y regresan a las
cuatro; aunque, normalmente, la tarde la utilizan para redactar informes.
Durante ese tiempo puede arriesgarse a tener la electricidad conectada; sin
embargo, al mediodía no se atreve, salvo sábados, domingos y festivos, que
tiene todo el tiempo conectada la electricidad.
Así lleva mucho tiempo, por suerte sus dos hijas no lo saben, sus
horarios escolares coinciden con la ausencia de conexión, sería un mal ejemplo
que descubriesen que están robando la luz.
Antes de
las siete, sin desayunar, se acerca a la panadería “low cost” que ha llevado a otras muchas panificadoras del barrio a
la ruina por sus bajos precios, a pesar de la baja calidad del producto.
—A los
pobres no nos queda otro remedio que ir a lo más barato —piensa mientras
recuerda la Tahona Margarita, que se encontraba justo enfrente de esta nueva, y
que, todavía dos años después de su cierre luce vetustos carteles, uno de ellos
imitando el principal, colocado veintitrés años antes:
Tahona
Margarita desde 1914, 75 años a su servicio.
—¡Dios
mío, qué pan hacían!
Dos años
y medio antes colocaron aquel despacho de pan producido en un polígono
industrial, con barras a veinticinco céntimos, Tahona Margarita no aguantó la
competencia. Primero comenzó a despedir a parte dela plantilla, de doce
trabajadores, quedaron cuatro, al final doña Margarita, hija de la fundadora,
se jubiló, sus hijos no contemplaron siquiera la posibilidad intentar
rentabilizar el negocio familiar, no existía.
Felipe espero
pacientemente a que el empleado del despacho de pan levantase la persiana.
Cuando lo hizo, miró a aquel rincón donde apartaba el pan sobrante de día
anterior, suspiro aliviado al ver que había cinco barras; no obstante, después
de dar los buenos días preguntó:
—¿Te
queda pan duro?
El
empleado asintió con la cabeza, y cogió una bolsa metiendo las cinco barras de
pan duro dentro, después se acercó a las estanterías donde estaba el pan recién
traído, todavía caliente, e introdujo en la bolsa una de las barras del
día.
—Esta
para las chiquillas, que coman pan tierno, ya pondré yo la diferencia —dijo
condescendiente mientras esboza una sonrisa de circunstancias —hoy no me queda
nada de bollería de ayer.
—No pasa
nada —responde —. ¡Muchas gracias!
—A ver si
hay suerte. Esta mañana en las noticias han dicho que ha bajado mucho el paro…
—Sí, eso
han dicho. Yo llevo trabajando ya todo el mes de julio y lo que va de agosto…
—Hombre,
mi más sincera enhorabuena, no sabía nada, como sigues viniendo todas las
mañanas, ¿hasta cuándo tienes el contrato? —Preguntó el empleado del despacho
de pan dando muestras sinceras de alegría.
—Los
contratos, amigo mío, los contratos…
—¿Trabajas
en más de un sitio? Me alegro…
—No,
trabajo en un restaurante de la Malvarrosa, —baja la voz como si le pudiese
escuchar alguien —de viernes a domingo en jornada partida, cuatro horas al
mediodía y cinco a la noche. Me tienen asegurado cuatro horas y me pagan a
cuatro euros la hora, total treinta y seis euros al día, si me necesitan un día
de entre semana me aseguran dos horas, así que hay semanas que tengo hasta
cuatro contratos…
—¡Madre
mía! No se lo digas a nadie, yo estoy jornada completa, pero como sabes abro y
cierro el despacho, diez horas al día de lunes a domingo por ochocientos euros
al mes. Me llega para pagar el alquiler y poco más, menos mal que el pan me
sale barato…
Calla el
empleado ante la llegada de los primeros clientes, Felipe paga el importe del
pan duro, mitad de precio que el tierno del día, y se va. Se ha entretenido más de la cuenta. Se prepara un café sin leche, desde que
comenzó la crisis, ni Leticia ni él toman leche, solo café aguado. Busca entre
las barras la más dura. Tuesta media barra de pan, y esparce sobre las tostadas
aceite de semillas, que es el más barato. Al principio le producía asco
acostumbrado al aceite de oliva virgen extra.
Será el único alimento que reciba su estómago hasta después de las
cuatro de la tarde que comerá junto con el resto del personal de las sobras en
el restaurante. Termina de desayunar
mientras escucha las noticias de la radio. No quiere ver imágenes en la
televisión, no quiere que le amarguen el desayuno, bastante tiene con comer
esas insípidas tostadas con aceite de semillas y azúcar, para que al menos
tengan algo de gracia. Prepara el café
aguado de Leticia, mete las tostadas en tostador y mientras se tuestan acude al
dormitorio a despertarla. Pasa la mano
por debajo de la sábana y la sube en forma de caricia desde los pies hasta el
sexo, deteniéndose haciendo círculos en el mismo. Sonríe mientras ella se
despereza.
—Déjame
tonto. ¿No tuviste bastante anoche? —dice ella fingiendo hastío.
Felipe
entonces sube la mano rápida, hasta llegar debajo de la nunca de ella tras
detenerse en la aureola de uno de sus senos, la besa en los labios, apenas un
pico.
— Nunca
tengo bastante, mi huesitos, nunca…—la vuelve a besar, buscando un beso
profundo, que ella rechaza —ya tienes el desayuno —termina fingiendo
resignación.
—Tengo la
boca que parece un estropajo —se disculpa ella.
—¿Has llamado a las chiquillas?
—Cuando
desayunes. Queda tiempo todavía.
Se da
prisa por llegar a la cocina. Se lava las manos con una gota de lavavajillas.
Ha recordado que lleva en el bolsillo del pantalón una bolsa individual de
aceite de oliva virgen. Saca las tostadas de ella de la tostadora con gesto de
fastidio, se han tostado más de la cuenta. Intenta abrir la bolsita de aceite.
—Copón
con el abre fácil —se queja mientras echa mano a las tijeras.
Derrama
la bolsita de aceite sobre las tostadas. Leticia llega desperezándose, después
haber llamado a las chiquillas.
—Pobrecillas,
con lo a gusto que están ahora en la cama.
Leticia se
fija en la bolsita vacía, sobre una de sus tostadas. Sabe que son para ella,
porque él siempre le reserva la punta de barra, siempre más grande de lo que se
la haría ella. Se percata que él se ha puesto aceite de semillas, todavía está
la botella sobre la encimera.
—¡Tostadas
con aceite de oliva! —Exclama ella exagerando el gesto y abriendo los ojos como
si fuese a devorar las tostadas.
—No me di
cuenta y me lo traje en el bolsillo. No era cuestión de devolverlo...—responde
él quitándole importancia —no creo que por eso me despidan; aunque incumpla las
normas.
Se acerca
a Felipe y lo abraza de la cintura. Ahora es ella quien busca sus labios. Se
besan profundamente. Al separarse ella
está llorando. Es llanto seco, lágrimas que a fuerza de disimularlas no llegan
a salir por el lagrimal. Son años encubriendo delante de sus hijas, de sus
padres, de algunos amigos el dolor que les despellejaba la piel desde el
interior de su ser. Tal vez hubiesen necesitado un llanto torrencialmente
húmedo, como el que suelen tener las personas normales, para así sacar todo el
mal que llevaban dentro y que poco a poco estaba acabando con la vida de ambos.
Leticia sin hambre, con los nervios consumiéndola por dentro, con los ojos
enrojecidos de aguantar el resbalar de las lágrimas por sus mejillas. Él,
apático con todo, asqueado del mundo, de la indiferencia, de disimular con todos
y ante todos. Solo ella y la risa de las chiquillas le asían desear la vida,
que, en muchas ocasiones, pensó en quitarse. Cansado de recorrer polígonos,
calles, playas o avenidas entregando currículos que sabía que nadie leería.
—¿Estás
segura? —Pregunta él.
—No,
pero, nos queda otro remedio. Debemos aprovechar este mes. Necesitamos el
dinero. ¿Quién sabe cuándo volveremos a tener trabajo?
—Con tus
padres estarán bien…
—Un mes
sin verlas—se lamenta ella.
—Sí, un
mes sin verlas. Y a pesar de ello,
contentos de tener este mes una mierda de trabajo…— suspira ahora él intentando
evitar el llanto, sin conseguirlo.
Sí,
Leticia también el mes de agosto ha encontrado trabajo en su profesión. Una
sustitución en un hospital como enfermera. Después de tres años sin trabajar,
por fin trabajará durante veinticinco días.
Durante
los últimos años ha trabajado clandestinamente cuidando enfermos. Antes de la
crisis faltaban enfermeras, tanto de manera regulada en hospitales como para
cuidar enfermos durante las estancias hospitalarias. Donde antes trabajaban
tres enfermeras, ahora trabajan dos o una. En cuanto a cuidar enfermos,
mientras que antes la gente prefería pagar antes que pasar malas noches en el
hospital, ahora con tanto desempleo, los hijos o pariente de los enfermos se
quedan ellos antes que pagar. Durante todo el mes de sus hijas estarán en el
pueblo de sus padres, saben que estarán bien cuidadas, pero estarán sin ellas,
y eso les duele.
Abre la
nevera, saca el tetrabrik de leche, lo agita buscando que se multiplique su
contenido.
—¿No hay
más leche? —Pregunta a Felipe conociendo la respuesta.
—No me
quedaba dinero y como hoy te las llevabas al pueblo, calculé y había bastante…
—Sofí
anoche echó un trago…pensaba que había más.
Felipe
coge el tetrabrik de leche, lo agita también.
Reparte la leche entre las dos tazas de sus hijas, quedan por la mitad.
Las acerca al grifo y las termina de llenar.
—¿Qué
tontería es esa? —Protesta Leticia.
—¿Qué
quieres que se enteren que sus padres no tienen ni para cómprales leche? A ver
si cambian las cosas, me estoy dejando la piel, lo mismo me cogen para todo el
año…
—Dices
unas tonterías, te han cogido ahora porque necesitan gente que trabaje y se dé el
callo. Están desbordados. En septiembre se acaba todo, tú lo has dicho. Prefieren tener dos niñatas con buenas tetas
o niñatos con tabletas en los abdominales, que cumplan el expediente por
seiscientos euros…—le corta Leticia, que no quiere que se ilusione como todos
los años para luego deprimirse.
—Tampoco
me pagan mucho más…, pero sí, llevas razón.
—Ya. En
fin, Dios dirá…—calla Leticia, las niñas entran en la cocina.
— ¡Buenos
días! —Saludan al unísono las chiquillas.
Felipe abre la nevera y saca la margarina, la
mermelada y dos botellitas de “bífidos
activo”, todo de marca blanca. Antes compraban de marca los “bífidos activo” y el yogurt también. Siempre fueron mirando la peseta, tal vez por
eso todavía respiran algo, pero poco. Si no fueran por los abuelos…nada.
—Tomar “pitufinas”, los “artimeles” bien fresquitos que hace mucho calor…
Las
chiquillas corren a coger las botellitas de yogurt líquido y le dan un beso a
su padre y después a su madre. Se sientan en la mesa listas para desayunar. Mientras
su padre les prepara las tostadas, su madre que ha terminado de desayunar abre
un armario repleto de paquetes de macarrones, fideos y arroz, que comienza a
meter en un bolso.
—La leche
está rara —protesta Elena, la más pequeña.
—Es que
desnatada —se apresura a responder Leticia.
—Pues no
me gusta la leche desnatada, parece agua… —protesta la mayor.
—Papá se
equivocó al comprarla. Hoy ya os la tomáis así, mañana ya os pondrán los
abuelos de vaca recién ordeñada.
—Mamá…
¿En casa de los abuelos también vamos a comer casi todos los días macarrones?
Pregunta Elena con gesto de fastidio.
—Como os
gustan tanto…—comienza Felipe.
—Papá,
como dice el abuelo, lo poco gusta y lo mucho cansa. Además, ahora no los
sabéis guisar. Antes le poníais chorizo, carne, atún, queso… ahora con tomate
sin sabor…—protesta Leonor.
—Lo mismo digo. Figúrate, muchos días en que
me apetece más comer las habichuelas de la abuela, con su arroz, su choricillo,
morcilla y su hueso de espinazo, que antes no me gustaban —replica Sofía sin
dejar terminar a su padre, guiñando un ojo a su hermana y chupándose el dedo.
—Sí,
mejor este mes de agosto comer cocidos, potajes, chorizos, morcillas, jamón y
queso…—se chupa Elena el dedo, guiñándole a su vez el ojo a su hermana —Cuando
comencemos el cole, ya comeremos lo que nos pongan en el comedor y los sábados
domingos, arroz a la cubana, unos días con huevo y otros viudos, macarrones o
de todo lo que tenéis en ese armario…—dijo Leonor señalando un armario de la
cocina donde guardaban los víveres que les daban en el banco de alimentos para
poder subsistir.
Por los
gestos de las chiquillas sabe que ellas no se chupan el dedo, aunque las dos se
chupasen el dedo. Son conscientes de la situación que viven. Se quedan en el
comedor del colegio, es la única comida que realizan variada al día, por la
noche, sábados o domingos, recurren a los paquetes de la ONGs. Siempre procuran
añadir atún, chorizo, pescado o algún filete a la dieta de las chiquillas,
muchos días no puede ser. Por suerte en ocasiones sus padres y suegros les
alguna ayuda económica y sobre todo alimentaria. Sabe que al regreso traerá
aceite de oliva virgen, jamón, embutidos, que siempre reservan para las
chiquillas. Felipe está a base de pan, arroz blanco, sopas y macarrones. A ella
los nervios le cierran la boca del estómago y cada día está más delgada.
—Les
dices que lo necesito para ir a trabajar —le recuerda él.
—¡Qué
remedio! Tampoco se chupan el dedo, por eso nos ayudan. Si no fuese por ellos…
—Mis
padres también nos ayudan…—apuntala él sin mucho convencimiento.
—Sí, pero
tienen otros dos hijos que están peor que nosotros…
Felipe
mira el reloj. Son las nueve menos cinco de la mañana. Ya debería haber bajado
a desconectar la luz. Le sabe mal, las niñas están viendo Pocoyo en la tele.
Mira a Leticia, acelerada intentando dejar todo en orden antes de la marcha.
Decide echarle una mano y acercar las maletas a la puerta, así las niñas no preguntaran
por qué razón todas las mañanas se va la luz a la misma hora. Baja Felipe
corriendo las escaleras para desconectar la luz, son casi las nueve y media,
debería haberla desconectado al menos cuarenta minutos antes. Es principio de
mes, tiene controlado al inspector de zona y sabe en esos días suele ir a
primera hora de la mañana. Cuando sale del cuarto de contadores entra el
inspector de la empresa energética por la puerta del patio, Felipe palidece. El
inspector agacha la cabeza fingiendo no darse cuenta mira la tableta
electrónica que lleva para anotar los datos de los contadores. Disimula más que
el propio Felipe como si no intuyese lo que termina de hacer. Felipe sube por
las escaleras sin esperar el ascensor a pesar de vivir en el quinto piso. El
inspector se baja las gafas hasta la punta de la nariz para mirar mejor a
Felipe. Menea la cabeza de un lado a
otro suspirando. Podría haberlo pillado muchas veces; sin embargo, una vez más,
hará la vista gorda. Le queda poco para jubilarse y sabe que hay mucha gente
que lo están pasando mal. De vez en cuando le toca dar parte, pero solo cuando
no le queda más remedio o se entera que el infractor es en realidad un caradura
o un vecino chismoso se presenta en la oficina con una foto del enganche, que
en ocasiones también ocurre.
—Pobre
gente, lo mal que lo está pasando.
Nervioso,
toca con los nudillos la puerta, como si no llevase la llave en la mano. Se
percata al instante y echa mano a la llave. Leticia abre antes de que él
consiga hacerlo.
— ¿Qué te
pasa? Estás blanco como la pared —Se asusta ella al ver la expresión de Felipe.
La pared en realidad es de color crema, pero la cara de Felipe está
radicalmente pálida.
—El
inspector de la luz, casi me pilla, si no me ha pillado.
—Si es
que esperas hasta el último momento, algún día vamos a tener un disgusto —dice
Leticia, a la que le hubiese apetecido gritar con ganas. No sabe si contra él,
contra todo y todos de rabia o desesperación.
Tienen
coche, aunque sin la ITV pasada. No tienen el dinero que necesitarían para
ponerlo a punto. Retrasan a septiembre la revisión, para ver si así un amigo
les puede hacer un apaño con piezas del desguace. Pensaron en la posibilidad de
marcharse en autobús, pero Felipe apenas había cobrado una semana y Leticia
todavía faltaba quince días para comenzar a trabajar. Imposible hacer frente al
billete de las dos niñas y la madre, frente al pago del alquiler, del que
llevan dos meses de retraso y el propietario; aunque, fue condescendiente al
principio, ahora condescendiente, ahora, se encuentra también sin trabajo,
necesita de ese dinero para salir adelante, y les amenaza con desahuciarlos si
no hacen frente al importe.
—Cuando
he podido os he dado tregua, ahora, si no cobro, soy yo quien no come, así que
o cobro o vendo el piso para poder comer. No me queda otra.
Finalmente, Leticia, después de meses parado
en la calle, se arriesga a coger el coche, no les queda otra alternativa.
Tienen la gasolina justa para llegar al pueblo, sabe que su padre siempre le
dará dinero para rellenar el depósito de combustible; de lo contrario, no le
quedará más remedio que fingir el olvido de la tarjeta, todo antes que confesar
la precariedad económica y laboral que sufren. Se despiden procurando mostrar
alegría delante de las chiquillas; sin embargo, los abrazos y besos terminan en
lágrimas, como siempre secas.
Nada más
salir Leticia se persigna. No es ella de muchas misas, y tiene dudas, incluso, sobre
si es creyente o no. Las niñas repiten el gesto entre risas.
—
¡Música! —Gritan al unísono las chiquillas.
La música
le hace olvidar los problemas, aunque la mayoría de las canciones hablen de
pena y desamores. En el amor se siente afortunada, a pesar de las estrecheces
económicas; si bien en los primeros momentos de dificultades estuvieron a punto
de separarse…
Fin parte
primera del relato.
Este relato forma parte de un futuro libro de relatos basados en hechos reales, que pretendo que los beneficios vayan a las personas víctimas de la presunta crisis, que en realidad, es consecuencia, no de que los pobres hayan vivido por encima de sus posibilidades, sino de que las mafias dirigentes nos han robado por encima de nuestras posibilidades.
©Paco
Arenas
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