sábado, 2 de diciembre de 2017

Felipe y Leticia. Un día en la vida de una familia real…



Dedicado a todas las familias reales, las de verdad

Felipe se levanta todos los días antes de las seis de la mañana. Como siempre, lo primero que hace es ir al trono y sentarse, tomar posesión de ese punto de su casa que tan solo a él le pertenece a esas tempranas horas; aunque parezca extraño, no necesariamente a defecar. Por las mañanas está tan dormido que prefiere sentarse hasta para orinar, no vaya a ser que su puntería le juegue una mala pasada. Mientras se cepilla los dientes observa a Leticia con preocupación, cada día está más delgada.

—La pobre tiene que pasar dos veces por el mismo sitio para hacer sombra —piensa, que no dice, con el cepillo dental frotando con fuerza.

 Recuerda que antes de la crisis dejaba que el grifo corriese alegremente mientras se cepillaba, ahora apenas moja el cepillo con un minúsculo chorro y cierra el grifo. Son ya dos veces las que les han cortado el suministro de agua. Lo grave no es que se la corten y al pagar enganchen de nuevo, lo peor es que para que le vuelvan a enganchar le cobran ciento treinta euros de alta, y si ya no podían pagar los sesenta euros del suministro, después deben de pagar casi doscientos, la mitad de lo que le dan de limosna por desempleo. 

Cuando sale del cuarto de baño se viste a oscuras, aunque por la noche sí tienen suministro eléctrico, pero ya sea acostumbrado a hacerlo así, después de haber estado dos semanas sin luz. Un día alguien dijo que podía hacer la trampa y contra sus principios la hizo, se enganchó.

—Quien roba a un ladrón…—le dijo esa persona que vivía de ocupa en un piso propiedad de un banco, después de que ese mismo banco le robara el suyo.

 Por la tarde, a partir de las seis, hasta las ocho de la mañana —se ha informado bien —los inspectores de la mafia energética no comienzan su trabajo hasta las nueve de la mañana y dejan de trabajar a las cinco y media de la tarde, paran a la una y media del mediodía y regresan a las cuatro; aunque, normalmente, la tarde la utilizan para redactar informes. Durante ese tiempo puede arriesgarse a tener la electricidad conectada; sin embargo, al mediodía no se atreve, salvo sábados, domingos y festivos, que tiene todo el tiempo conectada la electricidad.  Así lleva mucho tiempo, por suerte sus dos hijas no lo saben, sus horarios escolares coinciden con la ausencia de conexión, sería un mal ejemplo que descubriesen que están robando la luz.

Antes de las siete, sin desayunar, se acerca a la panadería “low cost” que ha llevado a otras muchas panificadoras del barrio a la ruina por sus bajos precios, a pesar de la baja calidad del producto.

—A los pobres no nos queda otro remedio que ir a lo más barato —piensa mientras recuerda la Tahona Margarita, que se encontraba justo enfrente de esta nueva, y que, todavía dos años después de su cierre luce vetustos carteles, uno de ellos imitando el principal, colocado veintitrés años antes:

Tahona Margarita desde 1914, 75 años a su servicio.

—¡Dios mío, qué pan hacían!

Dos años y medio antes colocaron aquel despacho de pan producido en un polígono industrial, con barras a veinticinco céntimos, Tahona Margarita no aguantó la competencia. Primero comenzó a despedir a parte dela plantilla, de doce trabajadores, quedaron cuatro, al final doña Margarita, hija de la fundadora, se jubiló, sus hijos no contemplaron siquiera la posibilidad intentar rentabilizar el negocio familiar, no existía.

Felipe espero pacientemente a que el empleado del despacho de pan levantase la persiana. Cuando lo hizo, miró a aquel rincón donde apartaba el pan sobrante de día anterior, suspiro aliviado al ver que había cinco barras; no obstante, después de dar los buenos días  preguntó:

—¿Te queda pan duro?

El empleado asintió con la cabeza, y cogió una bolsa metiendo las cinco barras de pan duro dentro, después se acercó a las estanterías donde estaba el pan recién traído, todavía caliente, e introdujo en la bolsa una de las barras del día. 

—Esta para las chiquillas, que coman pan tierno, ya pondré yo la diferencia —dijo condescendiente mientras esboza una sonrisa de circunstancias —hoy no me queda nada de bollería de ayer.

—No pasa nada —responde —. ¡Muchas gracias!

—A ver si hay suerte. Esta mañana en las noticias han dicho que ha bajado mucho el paro…

—Sí, eso han dicho. Yo llevo trabajando ya todo el mes de julio y lo que va de agosto…

—Hombre, mi más sincera enhorabuena, no sabía nada, como sigues viniendo todas las mañanas, ¿hasta cuándo tienes el contrato? —Preguntó el empleado del despacho de pan dando muestras sinceras de alegría.

—Los contratos, amigo mío, los contratos…

—¿Trabajas en más de un sitio? Me alegro…

—No, trabajo en un restaurante de la Malvarrosa, —baja la voz como si le pudiese escuchar alguien —de viernes a domingo en jornada partida, cuatro horas al mediodía y cinco a la noche. Me tienen asegurado cuatro horas y me pagan a cuatro euros la hora, total treinta y seis euros al día, si me necesitan un día de entre semana me aseguran dos horas, así que hay semanas que tengo hasta cuatro contratos…

—¡Madre mía! No se lo digas a nadie, yo estoy jornada completa, pero como sabes abro y cierro el despacho, diez horas al día de lunes a domingo por ochocientos euros al mes. Me llega para pagar el alquiler y poco más, menos mal que el pan me sale barato…

Calla el empleado ante la llegada de los primeros clientes, Felipe paga el importe del pan duro, mitad de precio que el tierno del día, y se va.  Se ha entretenido más de la cuenta.  Se prepara un café sin leche, desde que comenzó la crisis, ni Leticia ni él toman leche, solo café aguado. Busca entre las barras la más dura. Tuesta media barra de pan, y esparce sobre las tostadas aceite de semillas, que es el más barato. Al principio le producía asco acostumbrado al aceite de oliva virgen extra.  Será el único alimento que reciba su estómago hasta después de las cuatro de la tarde que comerá junto con el resto del personal de las sobras en el restaurante.  Termina de desayunar mientras escucha las noticias de la radio. No quiere ver imágenes en la televisión, no quiere que le amarguen el desayuno, bastante tiene con comer esas insípidas tostadas con aceite de semillas y azúcar, para que al menos tengan algo de gracia.  Prepara el café aguado de Leticia, mete las tostadas en tostador y mientras se tuestan acude al dormitorio a despertarla.  Pasa la mano por debajo de la sábana y la sube en forma de caricia desde los pies hasta el sexo, deteniéndose haciendo círculos en el mismo. Sonríe mientras ella se despereza.

—Déjame tonto. ¿No tuviste bastante anoche? —dice ella fingiendo hastío.

Felipe entonces sube la mano rápida, hasta llegar debajo de la nunca de ella tras detenerse en la aureola de uno de sus senos, la besa en los labios, apenas un pico.

— Nunca tengo bastante, mi huesitos, nunca…—la vuelve a besar, buscando un beso profundo, que ella rechaza —ya tienes el desayuno —termina fingiendo resignación.

—Tengo la boca que parece un estropajo —se disculpa ella.  —¿Has llamado a las chiquillas?

—Cuando desayunes. Queda tiempo todavía.

Se da prisa por llegar a la cocina. Se lava las manos con una gota de lavavajillas. Ha recordado que lleva en el bolsillo del pantalón una bolsa individual de aceite de oliva virgen. Saca las tostadas de ella de la tostadora con gesto de fastidio, se han tostado más de la cuenta. Intenta abrir la bolsita de aceite.

—Copón con el abre fácil —se queja mientras echa mano a las tijeras.

Derrama la bolsita de aceite sobre las tostadas. Leticia llega desperezándose, después haber llamado a las chiquillas. 

—Pobrecillas, con lo a gusto que están ahora en la cama.

Leticia se fija en la bolsita vacía, sobre una de sus tostadas. Sabe que son para ella, porque él siempre le reserva la punta de barra, siempre más grande de lo que se la haría ella. Se percata que él se ha puesto aceite de semillas, todavía está la botella sobre la encimera.

—¡Tostadas con aceite de oliva! —Exclama ella exagerando el gesto y abriendo los ojos como si fuese a devorar las tostadas.

—No me di cuenta y me lo traje en el bolsillo. No era cuestión de devolverlo...—responde él quitándole importancia —no creo que por eso me despidan; aunque incumpla las normas.

Se acerca a Felipe y lo abraza de la cintura. Ahora es ella quien busca sus labios. Se besan profundamente.  Al separarse ella está llorando. Es llanto seco, lágrimas que a fuerza de disimularlas no llegan a salir por el lagrimal. Son años encubriendo delante de sus hijas, de sus padres, de algunos amigos el dolor que les despellejaba la piel desde el interior de su ser. Tal vez hubiesen necesitado un llanto torrencialmente húmedo, como el que suelen tener las personas normales, para así sacar todo el mal que llevaban dentro y que poco a poco estaba acabando con la vida de ambos. Leticia sin hambre, con los nervios consumiéndola por dentro, con los ojos enrojecidos de aguantar el resbalar de las lágrimas por sus mejillas. Él, apático con todo, asqueado del mundo, de la indiferencia, de disimular con todos y ante todos. Solo ella y la risa de las chiquillas le asían desear la vida, que, en muchas ocasiones, pensó en quitarse. Cansado de recorrer polígonos, calles, playas o avenidas entregando currículos que sabía que nadie leería.

—¿Estás segura? —Pregunta él.

—No, pero, nos queda otro remedio. Debemos aprovechar este mes. Necesitamos el dinero. ¿Quién sabe cuándo volveremos a tener trabajo?

—Con tus padres estarán bien…

—Un mes sin verlas—se lamenta ella.

—Sí, un mes sin verlas.  Y a pesar de ello, contentos de tener este mes una mierda de trabajo…— suspira ahora él intentando evitar el llanto, sin conseguirlo.

Sí, Leticia también el mes de agosto ha encontrado trabajo en su profesión. Una sustitución en un hospital como enfermera. Después de tres años sin trabajar, por fin trabajará durante veinticinco días.

Durante los últimos años ha trabajado clandestinamente cuidando enfermos. Antes de la crisis faltaban enfermeras, tanto de manera regulada en hospitales como para cuidar enfermos durante las estancias hospitalarias. Donde antes trabajaban tres enfermeras, ahora trabajan dos o una. En cuanto a cuidar enfermos, mientras que antes la gente prefería pagar antes que pasar malas noches en el hospital, ahora con tanto desempleo, los hijos o pariente de los enfermos se quedan ellos antes que pagar. Durante todo el mes de sus hijas estarán en el pueblo de sus padres, saben que estarán bien cuidadas, pero estarán sin ellas, y eso les duele.

Abre la nevera, saca el tetrabrik de leche, lo agita buscando que se multiplique su contenido.

—¿No hay más leche? —Pregunta a Felipe conociendo la respuesta.

—No me quedaba dinero y como hoy te las llevabas al pueblo, calculé y había bastante…

—Sofí anoche echó un trago…pensaba que había más.

Felipe coge el tetrabrik de leche, lo agita también.  Reparte la leche entre las dos tazas de sus hijas, quedan por la mitad. Las acerca al grifo y las termina de llenar.

—¿Qué tontería es esa? —Protesta Leticia.

—¿Qué quieres que se enteren que sus padres no tienen ni para cómprales leche? A ver si cambian las cosas, me estoy dejando la piel, lo mismo me cogen para todo el año…

—Dices unas tonterías, te han cogido ahora porque necesitan gente que trabaje y se dé el callo. Están desbordados. En septiembre se acaba todo, tú lo has dicho.  Prefieren tener dos niñatas con buenas tetas o niñatos con tabletas en los abdominales, que cumplan el expediente por seiscientos euros…—le corta Leticia, que no quiere que se ilusione como todos los años para luego deprimirse.

—Tampoco me pagan mucho más…, pero sí, llevas razón.

—Ya. En fin, Dios dirá…—calla Leticia, las niñas entran en la cocina.

— ¡Buenos días! —Saludan al unísono las chiquillas.

 Felipe abre la nevera y saca la margarina, la mermelada y dos botellitas de “bífidos activo”, todo de marca blanca. Antes compraban de marca los “bífidos activo” y el yogurt también.  Siempre fueron mirando la peseta, tal vez por eso todavía respiran algo, pero poco. Si no fueran por los abuelos…nada.

—Tomar “pitufinas”, los “artimeles” bien fresquitos que hace mucho calor…

Las chiquillas corren a coger las botellitas de yogurt líquido y le dan un beso a su padre y después a su madre. Se sientan en la mesa listas para desayunar. Mientras su padre les prepara las tostadas, su madre que ha terminado de desayunar abre un armario repleto de paquetes de macarrones, fideos y arroz, que comienza a meter en un bolso.
—La leche está rara —protesta Elena, la más pequeña.

—Es que desnatada —se apresura a responder Leticia.

—Pues no me gusta la leche desnatada, parece agua… —protesta la mayor.

—Papá se equivocó al comprarla. Hoy ya os la tomáis así, mañana ya os pondrán los abuelos de vaca recién ordeñada.

—Mamá… ¿En casa de los abuelos también vamos a comer casi todos los días macarrones? Pregunta Elena con gesto de fastidio.

—Como os gustan tanto…—comienza Felipe.

—Papá, como dice el abuelo, lo poco gusta y lo mucho cansa. Además, ahora no los sabéis guisar. Antes le poníais chorizo, carne, atún, queso… ahora con tomate sin sabor…—protesta Leonor.

 —Lo mismo digo. Figúrate, muchos días en que me apetece más comer las habichuelas de la abuela, con su arroz, su choricillo, morcilla y su hueso de espinazo, que antes no me gustaban —replica Sofía sin dejar terminar a su padre, guiñando un ojo a su hermana y chupándose el dedo.

—Sí, mejor este mes de agosto comer cocidos, potajes, chorizos, morcillas, jamón y queso…—se chupa Elena el dedo, guiñándole a su vez el ojo a su hermana —Cuando comencemos el cole, ya comeremos lo que nos pongan en el comedor y los sábados domingos, arroz a la cubana, unos días con huevo y otros viudos, macarrones o de todo lo que tenéis en ese armario…—dijo Leonor señalando un armario de la cocina donde guardaban los víveres que les daban en el banco de alimentos para poder subsistir.  

Por los gestos de las chiquillas sabe que ellas no se chupan el dedo, aunque las dos se chupasen el dedo. Son conscientes de la situación que viven. Se quedan en el comedor del colegio, es la única comida que realizan variada al día, por la noche, sábados o domingos, recurren a los paquetes de la ONGs. Siempre procuran añadir atún, chorizo, pescado o algún filete a la dieta de las chiquillas, muchos días no puede ser. Por suerte en ocasiones sus padres y suegros les alguna ayuda económica y sobre todo alimentaria. Sabe que al regreso traerá aceite de oliva virgen, jamón, embutidos, que siempre reservan para las chiquillas. Felipe está a base de pan, arroz blanco, sopas y macarrones. A ella los nervios le cierran la boca del estómago y cada día está más delgada.

—Les dices que lo necesito para ir a trabajar —le recuerda él.

—¡Qué remedio! Tampoco se chupan el dedo, por eso nos ayudan. Si no fuese por ellos…

—Mis padres también nos ayudan…—apuntala él sin mucho convencimiento.

—Sí, pero tienen otros dos hijos que están peor que nosotros…

Felipe mira el reloj. Son las nueve menos cinco de la mañana. Ya debería haber bajado a desconectar la luz. Le sabe mal, las niñas están viendo Pocoyo en la tele. Mira a Leticia, acelerada intentando dejar todo en orden antes de la marcha. Decide echarle una mano y acercar las maletas a la puerta, así las niñas no preguntaran por qué razón todas las mañanas se va la luz a la misma hora. Baja Felipe corriendo las escaleras para desconectar la luz, son casi las nueve y media, debería haberla desconectado al menos cuarenta minutos antes. Es principio de mes, tiene controlado al inspector de zona y sabe en esos días suele ir a primera hora de la mañana. Cuando sale del cuarto de contadores entra el inspector de la empresa energética por la puerta del patio, Felipe palidece. El inspector agacha la cabeza fingiendo no darse cuenta mira la tableta electrónica que lleva para anotar los datos de los contadores. Disimula más que el propio Felipe como si no intuyese lo que termina de hacer. Felipe sube por las escaleras sin esperar el ascensor a pesar de vivir en el quinto piso. El inspector se baja las gafas hasta la punta de la nariz para mirar mejor a Felipe.  Menea la cabeza de un lado a otro suspirando. Podría haberlo pillado muchas veces; sin embargo, una vez más, hará la vista gorda. Le queda poco para jubilarse y sabe que hay mucha gente que lo están pasando mal. De vez en cuando le toca dar parte, pero solo cuando no le queda más remedio o se entera que el infractor es en realidad un caradura o un vecino chismoso se presenta en la oficina con una foto del enganche, que en ocasiones también ocurre. 

—Pobre gente, lo mal que lo está pasando.

Nervioso, toca con los nudillos la puerta, como si no llevase la llave en la mano. Se percata al instante y echa mano a la llave. Leticia abre antes de que él consiga hacerlo.

— ¿Qué te pasa? Estás blanco como la pared —Se asusta ella al ver la expresión de Felipe. La pared en realidad es de color crema, pero la cara de Felipe está radicalmente pálida.

—El inspector de la luz, casi me pilla, si no me ha pillado.

—Si es que esperas hasta el último momento, algún día vamos a tener un disgusto —dice Leticia, a la que le hubiese apetecido gritar con ganas. No sabe si contra él, contra todo y todos de rabia o desesperación.

Tienen coche, aunque sin la ITV pasada. No tienen el dinero que necesitarían para ponerlo a punto. Retrasan a septiembre la revisión, para ver si así un amigo les puede hacer un apaño con piezas del desguace. Pensaron en la posibilidad de marcharse en autobús, pero Felipe apenas había cobrado una semana y Leticia todavía faltaba quince días para comenzar a trabajar. Imposible hacer frente al billete de las dos niñas y la madre, frente al pago del alquiler, del que llevan dos meses de retraso y el propietario; aunque, fue condescendiente al principio, ahora condescendiente, ahora, se encuentra también sin trabajo, necesita de ese dinero para salir adelante, y les amenaza con desahuciarlos si no hacen frente al importe.

—Cuando he podido os he dado tregua, ahora, si no cobro, soy yo quien no come, así que o cobro o vendo el piso para poder comer. No me queda otra.

 Finalmente, Leticia, después de meses parado en la calle, se arriesga a coger el coche, no les queda otra alternativa. Tienen la gasolina justa para llegar al pueblo, sabe que su padre siempre le dará dinero para rellenar el depósito de combustible; de lo contrario, no le quedará más remedio que fingir el olvido de la tarjeta, todo antes que confesar la precariedad económica y laboral que sufren. Se despiden procurando mostrar alegría delante de las chiquillas; sin embargo, los abrazos y besos terminan en lágrimas, como siempre secas.

Nada más salir Leticia se persigna. No es ella de muchas misas, y tiene dudas, incluso, sobre si es creyente o no. Las niñas repiten el gesto entre risas.

— ¡Música! —Gritan al unísono las chiquillas.

La música le hace olvidar los problemas, aunque la mayoría de las canciones hablen de pena y desamores. En el amor se siente afortunada, a pesar de las estrecheces económicas; si bien en los primeros momentos de dificultades estuvieron a punto de separarse…

Fin parte primera del relato.

Este relato forma parte de un futuro libro de relatos basados en hechos reales,  que pretendo que los beneficios vayan a las personas víctimas de la presunta crisis, que en realidad, es consecuencia, no de que los pobres hayan vivido por encima de sus posibilidades, sino de que las mafias dirigentes nos han robado por encima de nuestras posibilidades. 

©Paco Arenas


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