A mi padre, a
todos los padres
Fui el último de
ocho hermanos en llegar al mundo. Mi inesperada llegada a deshoras, después de
casi once años sin tener hijos, mis padres estaban tranquilos y convencidos que
la posibilidad de tener nuevos vástagos, con mi padre con más de cincuenta años
y mi madre rondándolos, eran inferiores a la posibilidad de calentar la casa con
el humo de las pajas. Razón por la cual hacían el amor a pierna tendida, sin
ningún tipo de precaución para prevenir un posible embarazo, cosa que por otra
parte nunca habían hecho. Como es lógico, después de diez años dando a troche y
moche, sin embarazos, llegaron a pensar que el río de la fertilidad estaba más
seco que el ojo de Benito.
Pero lo que a un
palmo se falla, a tiro de ballesta se acierta, aunque sea por casualidad. Y ahí
llegué yo, con mi hermana mayor a punto de casarse con veintiséis años y mi
hermano pequeño con los diez años cumplidos.
Sí, fui el último
de la fila, cuando mis hermanos ya habían comenzado a emigrar a Ibiza, él
último en irse fue Julián, con nuestro primo Emilio, contaban tan solo trece
años cuando embarcaron rumbo a la isla.
Mi primera
infancia fue la de los hijos únicos, casi mimado, dentro de las posibilidades
de una familia campesina pobre. Siempre me sentí muy querido tanto por mi
madre, que era la sensatez y la decisión, quien me enseñó a soñar, a luchar por
la libertad y un mundo más justo, como por mi padre, hombre soñador y luchador
que nunca perdió la esperanza de que España fuese un país libre en el que
mereciese las pena, vivir.
Campesino que
calzaba calcetas de lona, color caqui, y abarcas fabricadas por él mismo de
manos encallecidas por el duro trabajo del campo, del arado, del azadón y el
hacha, era un hombre tierno como el más tierno de los panes, las caricias de
sus ásperas manos eran suaves y sus besos divertidos y pinchosos,
afortunadamente era casi barbilampiño.
Cuando yo no tenía escuela, en el verano, me llevaba al campo para que
le acompañase, no para trabajar, sino para que estuviese a su lado. Disfrutaba
contándome cosas, para mí maravillosas, me recitaba sus “dichos” y poemas, que
posiblemente aprendió en el frente de batalla.
Poemas y relatos, en mil versiones diferentes, porque él, lo poco o nada
que sabía leer, lo aprendió durante la guerra. Como todos quienes perdieron la
guerra, tenía prohibido tener escopetas, tampoco las hubiese querido, todavía
recuerdo sus palabras:
—La más pequeña
de las pistolas debería ser tan grande como la catedral mocha de Cuenca, y
quien desease llevarlas, debería llevarlas colgadas de los cojones.
Soñaba; aunque, siempre hablaba de
Castilla. Nunca tuvo un libro entre sus
manos encallecidas por el duro trabajo del campo, pero mil poesías brotaban
todos los días de sus labios. Se fue una
mañana se septiembre con un millón de sueños por cumplir. Siempre tuvo unas abarcas en sus pies, menos
cuando iba de boda o cuando le trajeron muerto de Cuenca. Ese día dejaron de lado sus viejas abarcas,
colgadas en una alcayata, olvidadas en un rincón de la cámara y le calzaron
brillantes zapatos…
Las
abarcas de mi padre (Poesía a mi padre)
Abarcas
de campesino,
humildes
como el barro que pisas,
fuertes
como el aliento de quien te calza,
conoces
el sabor de la sangre
del
niño, del joven y del viejo.
Vendrá
la muerte
y
te dejarán de lado,
para
esos pies de labrador
ser
calzados por brillantes zapatos.
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