miércoles, 25 de septiembre de 2013

El día que me oriné en el confesionario y la noche que el cura de los capones estuvo en mi casa después del rosario.





Tendría unos seis o siete años, eran tiempos de rosario diario y obligatorio para los críos de Pinarejo.  Arrodillarnos ante el cura y besarle la mano también.  ¿Y cómo no? Recibir capones de aquel cura corpulento, que lo bautizaremos como don Cristóbal, evidentemente, no era ese su nombre. Al desdichado crío que pillaba por medio no le hacía ver al Señor ni a la Virgen María, pero sí todas las estrellas del firmamento...

 Al repique de las campanas de la iglesia, sin perder un instante corríamos todos calles arriba, sin esperar la segunda señal. No era por devoción cristina, al menos en mi caso. La razón de tanta prisa por llegar, era porque si llegábamos tarde al rosario no nos libraba del capón con los nudillos y repique de sardineta la Virgen María, ni Santa Águeda bendita, patrona de Pinarejo.

En ocasiones el repique de campanas nos pillaba más alejados de la cuenta, y llegábamos con el tiempo más que justo.   Así aconteció aquella tarde en la tuvimos la ocurrencia de ir a comer moras cerca de la poza de Diana, un maravilloso lugar de gratos recuerdos de juventud. Nos entretuvimos más de la cuenta. Era todavía verano, y cuando escuchamos la primera señal estábamos en plena degustación de moras. Cuando sonó la segunda señal íbamos a la carrera en dirección a Pinarejo, seguros de que llegaríamos tarde.  A la entrada del pueblo me entró una apremiante gana de orinar, sin tiempo que perder, corrí junto a mis compañeros, pues de sobra sabía que, si llegaba más tarde, del capón no me libraba ni Dios. 

A pesar de todo, llegamos antes de que tocase la tercera señal. Nos sentamos conforme llegábamos presurosos y en silencio.  Por supuesto, pasando antes por la pila bautismal, mojándonos los dedos y persignándonos sobre la marcha, más atentos al cura de los capones que a la acción en sí misma.  Esa fue mi salvación, no recuerdo el nombre, lo cierto es que uno de mis compañeros, en lugar de santiguarse con todos los pasos preceptivos omitió alguno con las prisas, percatándose de ello el cura.

—Tú, ven aquí ahora mismo. ¿Nadie te ha enseñado a persignarte como Dios manda?

Mi amigo, arrodillándose ante el sacerdote, le besó la mano y en recompensa recibió un contundente capón en toda la coronilla, con efecto sardineta.

   Mientras tanto yo con más miedo que vergüenza me deslicé hacía el lado izquierdo de la bancada de los hombres —en aquel tiempo, los hombres y chiquillos nos sentábamos en lado izquierdo y las mujeres en lado derecho, de acuerdo con la entrada, y al contrario, de acuerdo con la posición del altar.  Con toda la iglesia pendiente de la acción del cura, yo que no podía aguantar ni un segundo más la presión de mi vejiga. Con disimulo descargué la misma junto al confesionario. Si bien estaba seguro que nadie se había percatado de mi acción, durante todo el rosario notaba como me temblaban las piernas, y en todo momento creí sentir la mirada inquisitiva del cura de los capones y de alguno de los beatos y beatas que iban al rosario, afortunadamente estaba equivocado y nadie se dio cuenta.

Si bien aquel día tuve miedo de ser descubierto, conforme pasaban los minutos y las horas, ese temor iba en aumento, yo diría que, multiplicándose, hasta el punto de que, al día siguiente, como pude me las apañé para no acudir a la llamada de las campanas. En los días sucesivos me escabullía de un modo u otro, pero yo no iba al rosario, ni tampoco a misa los domingos, convencido de que el cura habría descubierto mi acción:

 «Dios está en todas partes y siempre sabe lo malo de nuestras acciones.»

Sentía verdadero terror, convencido que ardería en los infiernos sin remisión, pero era tanta la aprensión, que nos inspiraba aquel cura, que le teníamos más temor a él que a la caldera de Satanás.

Tal vez él se diese cuenta de mi ausencia, o alguien le dio el chivatazo. Lo cierto es que cuando llevaba más de una semana evitando ir al rosario, cierto día, poco antes de cenar, ya sentados en la mesa ante una fuente de mojete manchego, alguien llamó a la puerta con fuerza, del mismo modo que lo hacía la Guardia Civil, a la cual, en mi casa, le teníamos más miedo que al cura, menuda se la gastaban los de la benemérita con los rojos, porque nosotros éramos rojos, y además lo teníamos asumido.

 —Los guardias —dijo mi padre.

Yo me escondí tras las sayas de mi madre asustado. Mientras que mi padre, tras el primer momento de indecisión, preguntaba quién era.

—Don Cristóbal —se escuchó la voz bronca y autoritaria del cura de los capones.

Mi padre abrió extrañado. No era normal la presencia de un sacerdote en mi casa, conocido el agnosticismo de mis padres; aunque, a mí me obligasen a ir al rosario todos los días y a misa todas las fiestas y domingos de guardar. Sin poderlo evitar, salí corriendo en dirección al cuarto de mis padres, metiéndome con más miedo que vergüenza debajo la cama. Mi madre no hizo nada por impedirlo, fingiendo no enterarse de la acción.  Parece ser que mis padres fueron a besarle la mano al cura, como nos obligaban a todos, pero él la retiro y dijo eso de:

—No seáis fariseos, vosotros sois caso perdido para el Señor, vengo por el chiquillo. 

—¿Por el chiquillo? ¿Por Paco? – Preguntó mi padre, a sabiendas que mi timidez era tal, que casi me impedía hacer ningún tipo de gamberradas, aunque, a la chita callando también las hacía.

Tras los preceptivos:

 «¿Quiere usted cenar?», «Vicenta saca unos chorizos y un poco de tocino magro (jamón)»,

Con el cura ya sentado, cortando pan, bebiendo vino y comiendo jamón, y mi madre calentando unos chorizos en la sartén, el cura fue directo al grano:

—Mirad, que seáis rojos, que vayáis directos al infierno, me trae sin cuidado, vosotros al fin y al cabo estáis ya condenados por vuestras acciones.

Mis padres, que siempre fueron muy honrados y trabajadores, aunque fuesen rojos, tengo claro que, si el cielo existe, no creo que estén en el infierno, eran muy buenas personas. Tengo claro que mucho más que algunas de las que iban todos los días al rosario y misa dominical, sin que por ello diga que todas fuesen malas personas, pero algunas sí lo eran.  Mis pobres padres lo miraban mientras él soltaba el sermón y, tras dar cuenta del jamón, la emprendía con los chorizos que acababa de poner mi madre sobre la mesa, haciendo las preceptivas pausas para darle unos tientos al porrón de vino.

—Pero el chiquillo aún está a tiempo de salvarse, no voy a dar parte ni al alcalde ni a los guardias, pero quiero que me digáis por qué lleva días y días, sin ir al rosario y tampoco el domingo a misa, cuando sé que no está malo.

Mis padres que era la primera noticia que tenían de mis ausencias, se miraron sorprendidos, ya que, como todos los padres que habían luchado defendiendo la legalidad republicana hacían hincapié en que sus hijos no faltasen a los preceptos religiosos, ya que ello, en el medio rural, solía traer consecuencias nada deseables para las personas honradas.

—Nosotros es la primera noticia que tenemos —dijo extrañado mi padre —, le tenemos dicho que bajo ningún concepto falte ni a misa ni al rosario…  ¡Pacooo!

Muerto de miedo, salí de debajo de la cama y con la cabeza gacha fui en dirección a mi padre, esperando un buen coscorrón que no llego gracias a la oportuna mano en mi cabeza del sacerdote, que con voz que fingía una falsa amabilidad y una benevolencia inexistente me pregunto cariñoso:

—A ver, Paco, ¿verdad que te han dicho tus padres que no vayas a misa? ¿A qué hablan mal de la Iglesia y del Caudillo?

Negué con la cabeza, ya que las palabras se obstruían en mi garganta como si tuviese algo atragantado.

—Mira que si no dices la verdad puedes ir directo al infierno sin pasar por el purgatorio. Dios todo lo ve y yo soy su representante…Te pregunto por segunda vez.  ¿Te han dicho tus padres que no vayas a misa?

De nuevo negué con la cabeza gacha.  Entonces colocó su mano suave en mi mentón y me levantó la barbilla, obligándome a mirarlo a los ojos.  

—Te lo advierto, irás al infierno y arderás. Tú y tus padres. Dios es todo misericordioso. Pero, Dios todo lo puede perdonar si dices la verdad. Te lo juro. No te pasará nada ni a ti ni a tus padres y salvarás tu alma. Te lo juro.

Me soltó la barbilla y cogió el crucifijo besándolo. Ante tal disyuntiva, y creyendo a pies juntillas sus palabras, totalmente sobrecogido, me atreví a preguntarle.

— ¿Y no me pegará un capón?

—Te lo juro por Dios y por Santa Águeda bendita — contestó besándose ahora el pulgar —, pero debes decir la verdad, y si han sido tus padres quienes te han dicho que no vayas misa también. Dios te está mirando en estos momentos pendiente de tus palabras...

Alzó su dedo índice señalando al techo y yo lo creí.

—Me meé en el confesionario.

Tanto mis padres como el cura se miraron sin poder dar crédito a lo que escuchaban, y creo que los tres aguantaron la risa ante mi inocencia.

—¿Y eso por qué? —Volvió a preguntar.

—Paco, ¿por qué te orinaste en el confesionario? —Preguntó mi padre, mientras mi madre, agnóstica que era, se santiguaba dos o tres veces seguidas.

La verdad, no sé muy bien cómo me salieron las palabras:

 —No me dio tiempo antes de la tercera señal, no quería mearme los pantalones abajo y que se riesen de mí. T porque tenía miedo a que usted me diese un capón…

—Un capón te voy a dar yo a ti. El culo te lo voy a dejar más colorado que un tomate —levantó la voz mi padre, en el fondo aliviado con mi respuesta, mientras mi madre se quitaba la zapatilla.

—No Fermín —dijo el sacerdote, deteniendo la acción de pegarme mi padre en buen azote —Dios ya lo ha perdonado. Nosotros debemos hacer lo mismo. Eso sí, Dios no olvida y no debes tener miedo a mis capones, que no te voy a dar nunca, te lo he jurado y te lo vuelvo a jurar.  Y te lo juro es por haber dicho la verdad.  A quien debes temer es a la ira del Señor, que te llevará directo al infierno como vuelvas a faltar un solo día a misa o al rosario… a no ser que estés malo.

El cura acabo con el «tocino magro», los chorizos y el vino del porrón.  Nos dejó el mojete para cenar. Y a mí, convencido de que tarde o temprano ardería en los infiernos.

Lo cierto es que cumplió su palabra y nunca me dio un solo capón, posiblemente sea de los pocos críos de mi generación que no los recibió.  Eso sí, el primero para besarle la mano o salir corriendo para no llegar tarde al rosario, siempre era yo.

 Naturalmente el relato no debe tomarse al pie de la letra, algo de recuerdos, bastante contado y escuchado de boca de mi madre y un poco de imaginación, pero más o menos así paso y así lo cuento yo.

©Paco Arenas

 

 


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