De izquierda a derecha, Antonio Pinto, Paco Navarro y Paco Martínez (Paco Arenas) |
Posiblemente, Paco Navarro, fue
uno de mis mejores amigos de la infancia.
El encontrarle a través de Facebook ha sacado a la luz muchos recuerdos
almacenados en el viejo baúl de los recuerdos, donde un día estuvo la niñez y
ahora se guardan múltiples canas o frentes despejadas. Ambos llegamos a Ibiza casi al mismo tiempo. Por
entonces ya había en la isla muchos andaluces, pero castellanos éramos muy
pocos todavía. No es de extrañar que nuestras madres, siendo del mismo pueblo,
entre tanta gente con acentos e idiomas diferentes al nuestro, tuviesen gran
sintonía y amistad que de manera directa incidía en las nuestras.
Ellas solían ponerse de acuerdo a
la hora de salir a comprar, ya fuese comida o ropa, y en no pocas ocasiones nos
compraban ropa idéntica. Además éramos
amigos e íbamos siempre juntos, incluso durante el tiempo que no tuvimos
colegio acudíamos juntos a las clases de aquel viejo profesor albino de
apellido Mañanet. Yo creo que aunque vistiésemos
las mismas ropas, y tuviésemos ambos un muy marcado acento manchego, en
contraposición al andaluz e ibicenco predominantes; no nos parecimos físicamente.
Además, él iba un curso más adelantado que yo, por los meses de diferencia que
nos llevábamos en edad. Íbamos, por tanto, a clases y cursos diferentes; aunque
los mismos profesores.
Siempre fui de mente distraída y andaba con
mis fantasías animadas, lo cual cómo no podía ser de otro modo, me traía
problemas. Un día, la maestra, a la cual
llamábamos con el muy pomposo nombre de doña Matilde —por supuesto de usted
—tuvo la feliz idea, para mi desgracia,
de mandarnos estudiar los verbos; y lo que es peor, de preguntarlos. Sobra decir, que naturalmente yo no me los
supe, lo cual por otra parte era lo más normal.
Será consuelo de tontos, pero tampoco un tercio de la clase. Doña Matilde se comprometió a que ese día
todos nos los teníamos que ir a casa con ellos sabidos.
Nos fue nombrando, uno por uno, a todos quienes
habíamos sido incapaces de recitar los verbos como cacatúas; y como castigo,
nos dejó sin lo mejor y más divertido que tiene la escuela, el recreo. No es
necesario decir que no nos hizo ni pizca de gracia, pero agachamos la cabeza
sin rechistar; intentando conjugar el verbo soñar.
Me encontraba totalmente
abstraído en el aburrido estudio de los verbos cuando escuchó de la boca de
doña Matilde el apellido de mi amigo y paisano:
— ¡Navarro!
Puesto que, mi apellido no era
Navarro, continúe con los verbos:
(yo) soñaba
(tú) soñabas
(él) soñaba
(nosotros) soñábamos
(vosotros) soñabais
(ellos) soñaban…
—¡Navarro!
Yo a la mía.
—Navarro. ¡Márchate al recreo! Tú no estás castigado. —escuché
de nuevo la voz de doña Matilde casi irritada.
Yo sabía, o al menos suponía que
el “Navarro” en cuestión en realidad era
yo, pero continuaba con mis verbos.
(yo) soñaría
(tú) soñarías
(él) soñaría
(nosotros) soñaríamos
(vosotros) soñaríais
(ellos) soñarían…
De improviso, noté un fuerte
golpe sobre mi cabeza. Como impulsado
por un resorte, salté del pupitre mirando con enfado a la maestra. La cual se
disponía a darme un segundo golpe — aquellos maestros del franquismos
llevaban a rajatabla eso de que la “letra
con sangre entra”. Aunque yo ya comenzaba a ser muy tímido —allá por los
once o doce años —el golpe me hizo reaccionar, y paré el segundo golpe con la
mano.
—¿Navarro, por qué no contestas
cuando te hablo?
—Porque yo no me llamo Navarro,
doña Matilde, sino Martínez —repliqué rascándome mi abundante cuero cabelludo.
Doña Matilde se percató de
inmediato del error y dijo a modo de disculpa.
— Como os parecéis tanto…
No sé de donde saqué la fuerza, pues pese a mi gran timidez
contesté con descaro a la maestra:
—Sí, en el blanco de
los ojos.
Doña Matilde me miró sorprendida, agacho la regla y me
preguntó:
—Martínez, ¿te sabes los verbos?
— No, —respondí rascándome, casi desafiante.
— Anda, márchate al recreo...
Y así fue como doña Matilde cambio mi castigo por un fuerte
reglazo en la cabeza. Que me mandase al recreo y que a partir de entonces fuese
muy tolerante conmigo, tuvo sus efectos positivos y negativos. Por un lado me
hacía leer las redacciones, al igual que otros maestros, como don Antonio, el
cura de religión, o don José Torrent, el de historia. Al igual que ellos me
felicitaba y a pesar de que, a la hora de corregir, llenaba mi cuaderno de
letras y tildes de color rojo, siempre me aprobaba. Supongo que de haberme
suspendido o ser yo más ambicioso en mis notas, me habría preocupado más por
esas letras y acentos que ensuciaban mis cuadernos.
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