Tras una temporada hospitalaria, os traigo un nuevo cuento, espero que os guste, que no nos falte el humor, ni en los hospitales.
El último suspiro
El hospital se encuentra en completo silencio. Tan solo el ruido acuoso, casi imperceptible, del borboteo de la mascarilla de oxígeno que tiene colocada el anciano rompe un tanto ese silencio de cementerio, a diferencia de que el borbollar de la bomba de oxígeno, por tanto, es sustituido por el canto de la lechuza de los camposantos, que, aunque menos siniestro, sí más inquietante, pues quienes en tumbas yacen, ni sufren ni padecen.
De madrugada, el anciano de noventa años comienza a abrir los ojos, mira hacia su acompañante, un joven y brillante virólogo, con varios másteres, auténticos, y cuatro idiomas extranjeros, además de los dos propios, el cual, por falta de trabajo, se gana la vida cuidando enfermos en los hospitales o a domicilio, prefiere eso que trabajar de esclavo como becario, estando a la espera de exiliarse al extranjero. Es lo que tienen ciertas reformas laborales, que obliga a trabajar de camareros o exilia a los jóvenes mejor preparados y desahucia laboralmente a los trabajadores más experimentados, si han cumplido los cincuenta.
El anciano está sordo, y se sirve de un audífono mal regulado para oír, cuál sordo de moda, que oye lo que le acomoda. El acompañante, no es preciso decir que no está sordo, pero el anciano grita como si el sordo fuese el acompañante:
—¡Antonio!
El mencionado Antonio, pega un salto, que casi se cae del sillón donde se encontraba en duermevela, cayéndosele el libro que tenía entre las manos al suelo: «Un planeta de virus» de Carl Zimmer, para ver si, tras su exilio, se podía colocar en los laboratorios Pfizer.
—¡Qué!, ¡qué...!
—Tráeme la botella.
Antonio, todavía adormecido, se dirige a la mesita de noche y coge una botella de una marca de agua de la serranía conquense, donde intentó fecundar Fernando VII a Amalia de Sajonia, sin éxito, y eso que la muchacha puso empeño con un pastor serrano que le endulzó aquellos días.
—Aquí tiene usted —dice, dándole la botella de agua.
—No, hombre, no. Quiero la botella para orinar —replica el anciano, mirando estupefacto la botella de agua.
Entonces el acompañante va al cuarto de baño y trae la cuña para orinar. Se la entrega al anciano.
—¿Le ayudo?
—No hace falta, a mi ningún hombre me toca los huevos. ¿Sabes de donde es esa botella azul? Es un sitio muy hermoso —se contesta a sí mismo el anciano —. Allí estuve con mi mujer un año, recién casados, madre mía, que pechos tenía, y como el sitio se llama Beteta, pues yo no paraba de mirarle las tetas —y el anciano se echaba a reír a mandíbula batiente.
Las escandalosas risas del hombre provocaron la entrada de una enfermera, exigiendo amablemente silencio. Al cabo de la hora, parecido panorama:
—Tráeme la botella.
Y Antonio, diligente seguro de que ahora acertaría, le llevó el orinal en forma de ánfora para que el anciano repitiese la micción.
—¿Qué pretendes, que me quiten la sed mis meados? Quiero la botella para beber. Tengo sed... ¿en qué coño estás pensando? Esta juventud…
—A esto se le llama cuña —le replicó Antonio, un tanto molesto, sin mucho convencimiento, sabiendo que la cuña era otra cosa, sin recordar el nombre del utensilio y utilizando la palabra neutra, que al fin y al cabo sirve para lo mismo.
Una hora después, Antonio intentaba dormir un rato por enésima vez, cuando lo llama de nuevo el anciano. El cual, con su incipiente alzhéimer, no distingue el día de la noche y los comportamientos que se supone se deben tener.
—Me quiero levantar y dar un paseo.
—No puede, son las cuatro de la mañana, y no se puede andar por los pasillos después de las doce.
El anciano parece conformarse. Se queda despierto pensando en su olvidada juventud, aunque mucho más recordada los años de su vida reciente:
—¿Qué sabes de la cuñaaa? —Pregunta ahora a su acompañante, que estaba a punto de quedarse dormido.
—Ahora mismo se la traigo —le contesta.
— ¿Está aquí? Pensaba que estaba en el pueblo —pregunta el anciano, que, como ya he dicho, ignora si es de día o de noche, dejando descolocado al muchacho.
—Está en el baño, en el cuarto de baño —contesta.
Y rápido marcha al cuarto de baño y regresa sonriente con el orinal en forma de ánfora, convencido de que ya no habría nuevas equivocaciones.
—No, hombre, no. Eso es un orinal para meter la minga y mear. Me refiero a mi «cuña», a la hermana de mi señora esposa. Bien se la hubiese metido cuando era joven, la minga, claro está, más hermosa que estaba, ahora es una vieja arrugada. Aunque claro, yo estoy más arrugado que ella. Y lo que son las cosas, ahora la minga sólo me sirve para mear. Sólo puedo meter la minga en el orinal, o como dices tú, en la cuña...—y se echó a reír de nuevo a carcajadas, entrando nuevamente la enfermera, callando al anciano sin necesidad de que dijera nada.
—Son las cuatro de la mañana, no creo que venga su cuñada a las cuatro de la mañana…—intentó razonar Antonio con el anciano para que procurase dormir y así poder dormir él también y seguir estudiando.
— ¡Ay! ¡Ay, mi cuñada! Suspiraba por mí. Me reía las gracias, se casó en primeras nupcias con un militar de muchos galones, que estaba en el Sahara Español. A ella tan hermosa y graciosa, la tenía aquí, desabastecida y en mi casa. A mí me encandilaba su risa más que la de mi mujer, es casi diez años más joven que ella. Una noche, a las cuatro la mañana, me levanté a orinar y la vi bañándose, como Dios la trajo al mundo, pero mucho más hermosa, por Dios y por la Virgen, que estuve así —dice juntando el pulgar y el índice, el anciano —, de entrar en ese cuarto de baño y bañarme con ella, en pelota picada, así. Sí que le habría metido la minga esa noche, aunque me hubiese costado el divorcio; pero fui prudente y me fui al otro cuarto de baño. Desperté a mi querida señora y esa noche, ella pagó las consecuencias…, sólo esa noche...
— Tiene usted unas cosas…—bromeó Antonio.
— Tenía ella unas cosas —respondió mirando para todos lados —, imagínate, y el marido militar en el Sahara. Mujer más desabastecida no la había, más hermosa tampoco. Desde aquella noche no me la pude quitar de la cabeza. Es la hermana de mi mujer, pero, hasta que no lo conseguí no paré, la pobre se lamentaba de su situación y yo terminé consolándola. Cuando mejor estábamos, llegó lo de la Marcha Verde, y el campechano regaló el Sahara al sátrapa de Marruecos, tal para cual. Así que regresó el marido, que era más putero que el…, bueno, ya sabes a quién me refiero, no hace falta nombrar ni mingas ni trompas de elefantes.
—Pues no, ¿a quién se refiere?
—A un golfo, que anda en desiertos lejanos y cazaba elefantes con su amante, que le pagabas tú...
—¿Yo? ¡Ah, ya!
—Hay muchos golfos que se van de caza con sus amantes...Bueno a lo que iba. Regresó sin avisar y se fastidió la cosa, porque este putero, no tenía cuartos para putas caras, con todo lo que ganaba. Así que, tanto en el Sahara como en Valencia, iba a donde nunca debería ir un hombre casado…
—Pero usted está casado y engañaba a su mujer con su cuñada, y eso no está tampoco bien.
—Llevas toda la razón, no te lo voy a negar, pero yo lo que hacía era consolar a mi pobre cuñada, que eran muchas las lágrimas que derramaba sin pelar cebollas. Ese cabrón, nunca mejor dicho, le pegó la sífilis, y ya ni quiso ni conmigo ni con él. Se separó y se fue al pueblo, casándose con un pastor de ovejas que la tiene en un altar, y ella a él. Tenías que haberla visto. Mi mujer era muy hermosa, guapa como ella sola, y dispuesta, la que más; pero, mi cuña, ¡madre mía! ¡Qué hermosa era!, ¡ay mi cuña! ¡Qué hermosa las tenía! Y lo mejor, como se reía cuando…
—No hace falta que me explique.
—¡Ay mi cuña!
El anciano suspiró complacido mirando al techo con sonrisa de pícaro, y de nuevo suspiró hondo. Miró a Antonio sonriendo y dio su último suspiro con una impresionante cara de felicidad pensando en su cuñada.
Al llegar la señora del difunto, acompañada de su hermana, a la cual Antonio no conocía, su esposa, tras las lágrimas, preguntó consternada:
—¿Ha dicho algo? ¿Me ha nombrado?
—En sus últimas palabras me ha dicho que usted era muy hermosa, guapa y dispuesta como usted sola... —contestó el joven, omitiendo que su último suspiro lo dedicó a su cuñada.
—Me quería tanto… —suspiró la buena mujer, echándose a llorar.
—Y a mí, y a mí —añadió presurosa la cuñada.
Y las dos hermanas rompieron a llorar, abrazándose y consolándose mutuamente.
Antonio intentó imaginarse a aquellas venerables señoras sesenta años más jóvenes, bañándose bajo la ducha. No lo consiguió.
Relato incluido en el libro ©Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre, disponible en Amazon o a través del autor, mediante Messenger.
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