El San Antón de Chocolate y la cara de la Virgen
En tiempos de guerra en el pueblo tenían un magnífico San
Antón de alabastro, pero terminó sus días, por extraño que parezca, con un
fusil en las manos defendiendo el pueblo como si fuese un miliciano más. Sonará a broma, pero así fue como pasó:
Unos milicianos forasteros (estas cosas siempre las
hacían los forasteros, porque los santos del pueblo siempre son como de la
familia, se tengan las ideas que se tengan) decidieron tirar las imágenes de
los santos de la iglesia desde el coro. Sin embargo, se daba la circunstancia,
que la peana pesaba más que la imagen, razón por la cual algunos caían de
pie. Siendo que muchos de los milicianos
eran ateos de nuevo cuño y en todos quedaba el poso milenario de la tradición
católica. Pensaron que no era conveniente lanzarlos una segunda vez, y que en
realidad querían sumarse a la lucha contra los sublevados.
Fue San Antón el primero que cayó de pie, el primero que
tiraron una segunda vez y hasta una tercera.
—San Antón es de los nuestros —dijo uno de los
cabecillas.
Después ocurrió lo mismo con la mayoría de los santos de
la Iglesia. Ni cortos ni perezosos le pusieron a cada uno con un fusil en las
manos y los distribuyeron estratégicamente por las afueras del pueblo para que
lo protegiera. Cuando llegaron las tropas de Franco al pueblo y vieron figuras
humanas con fusil y pañuelo rojo al cuello, pensaron que eran milicianos
armados y, en nombre de la fe católica, les dispararon con los cañones,
quedando las imágenes reducidas a yeso, astillas o barro, según fuese el material
en que estuviesen fabricadas.
A San Antón, desde tiempos inmemoriales, siempre le
habían tenido gran devoción las jóvenes casaderas, y más ahora después de la
guerra, en la cual muchos jóvenes habían muerto en el frente, y otros se
encontraban en la cárcel. La verdad es que no era fácil echarse novio, a pesar
de que algunas habían decidido encauzar su vida abrazando la fe, que nunca
tuvieron, metiéndose a monja, así al menos podrían comer todos los días. A pesar de ello, el número de mujeres
casaderas era muy superior al de hombres.
Como he dicho, la iglesia del pueblo no disponía de
ninguna imagen de San Antón, para disgusto de las jóvenes casaderas, las cuales
no tenían a quien rezarle para poder encontrar un buen marido que las hiciera
feliz. Razón por la cual, constantemente, se quejaban con gran disgusto al cura
párroco, por haber dejado el santo más importante para el último.
—A la Virgen pronto se le ha buscado sustituta, anda que
vaya virgen… —murmuraban por lo bajo algunas.
Y es que la Virgen, la patrona del pueblo, había sido la
primera en ser «reparada». Los morteros,
le habían arrancado la cabeza de cuajo y el brazo derecho con el niño. Y don Melquiades de Antúnez, de inmediato se
ofreció a volver a la patrona a su estado «original», para lo cual no reparó en
gastos. Encargó la estatua de la Virgen al mejor imaginero de Sevilla. Pero surgió un importante problema:
¿Cómo era el rostro de la patrona? Nadie en el pueblo
tenía una sola estampa de la patrona, quien las tuvo las quemó durante la
guerra. Una cuestión con la cual no había contado don Melquiades. Cavilando lo
habido y por haber, al final encontró la solución, eso sí, nueve meses después
de que la candidata a ponerle rostro a la virgen, dejarse de serlo y naciera un
hermoso niño, al que como no podía ser de otro modo le pusieron de nombre
Jesús:
A la sazón, don Melquiades era un viudo cuarentón y
mujeriego, el cual se había encaprichado de una chiquilla de no más de quince
años, que tenía como asistenta, del mismo modo que tenía a la madre de la
chiquilla, desde que la misma tenía idéntica edad, alguien llegó a sospechar
que la chiquilla en realidad era hija del mismo Melquiades; aunque, bien
podrían ser habladurías, ya que estaba empadronada bajo la potestad de
Ambrosio, su fiel capataz. Siendo que
estaba viudo, y que la chiquilla parecía una auténtica virgen, cómo pasó o cómo
no, nadie lo sabe, lo cierto es que un buen día, la chiquilla no podía
disimular su embarazo, y don Melquiades, «se apiadó» de la chiquilla, y sin
tener en cuenta sus distintos estratos sociales, decidió casarse con ella.
Tanto la chiquilla como el padre accedieron sin rechistar a las pretensiones de
amo, no así la madre, que cuando supo quién era el padre de la criatura que
esperaba su hija, se echó las manos a la cabeza, negándose a ello. A lo hecho
pecho, ya no había remedio y ante la vergüenza que supondría para su hija esa
inoportuna preñez optó por callarse y provocar que sus rodillas estuvieran en
carne viva de tanto rezar para que la criatura saliera bien.
No fue fácil, no obstante, para don Melquiades que el
sacerdote aceptase casar al incestuoso terrateniente, advertido por la madre de
la muchacha en secreto de confesión de que la novia era a la vez la hija del
mismo.
—Don Melquiades, es una chiquilla, ¿no se da usted
cuenta? —se negó el cura.
—¡Por Dios y por la Virgen! ¿No se da cuenta usted de que
si no pago yo la restauración de los santos va tener el altar vacío? Que son
muchos cuartos, muchos duros uno encima de otro…
—Pero…, es una chiquilla…
—Ni peros ni manzanas, ¿chiquilla? Pues ya está a punto
de parir, así que no será tan chiquilla. Usted decide, o me caso aquí o en
Cuenca, me gasto los cuartos reparando todos los santos de la iglesia o me los
guardo. Don Fernando, usted manda —zanjó don Melquiades la cuestión con
rotundidad.
—¿Todos los santos?
—Hasta lo que llegue, de momento, luego poco a poco, que
son muchos santos y muchos reales…
Ante tales razones el buen sacerdote terminó accediendo a
las pretensiones de don Melquiades, que no solo iba a reparar la imagen de la
patrona, sino que además iba a regalarle una corona de oro y diamantes, además
de reparar una serie de santos, de los cuales era devoto don Melquiades. Pronto llegaron las primeras imágenes a sus
nichos. La Virgen tardaría más, porque don Melquiades había decidido, que
costase lo que costase, la patrona sería reparada por el mejor imaginero de
España. Entonces fue cuando le envió el escultor a don Melquiades de nuevo la
primera pregunta, a la que ahora le sumaba una segunda:
—¿Cómo era el rostro de Nuestra Señora? ¿Dónde tenía la
Virgen el niño Jesús, en el lado derecho o en el izquierdo? Necesitamos saberlo
con premura para poder continuar.
En esos instantes
Anastasia, que ese era el nombre de la chiquilla, estaba dándole de mamar a la
criatura recién nacida, que llevaría por nombre Jesús, como el santo niño. Don Melquiades interpretó aquello como una
señal divina, y ni corto ni perezoso, agarro su «Polaroid» y le hizo la foto a
la joven madre con el chiquillo en brazos.
—Realmente parece una virgen. Muchacha más guapa no hay
en toda la contorna, y es solo para mí —pensó.
A los seis meses, en vísperas de las fiestas patronales,
la nueva imagen de la Virgen era coronada, ante las protestas de muchos:
—No es nuestra virgen…
—No se parece…
—El niño estaba en el brazo izquierdo, ahora está en el
derecho...
—No es nuestra
patrona…
—Nuestra virgen era milagrosa y esta los milagros los
hace solo con don Melquiades…
—Es Anastasia…
Estas y otras cosas comentaban todos escandalizados sin
tapujos, insultando a la nueva imagen de la virgen, a Anastasia y a su marido.
Aquel año, la virgen no salió en procesión, debido a las protestas de los
fieles y fervorosos cofrades. Incluso llegaron a asaltar la Iglesia para
intentar destruir la imagen.
Por suerte el párroco los detuvo a tiempo. Sin
embargo, la tensión iba en aumento, a pesar de que la dictadura andaba cortando
cabezas; pero claro, quienes más enojados estaban eran precisamente aquellos
que habían ganado la guerra, y eran partidarios de la dictadura, mientras que
los perdedores hacían chistes a la luz de la lumbre sobre la cuestión, sobre
que la criatura que había parido la chiquilla era al mismo tiempo hijo y nieto
o hermano de don Melquiades. Finalmente,
las aguas logro apaciguarlas el sacerdote aclarando que las reparaciones del
resto de las imágenes correrían a cargo de don Melquiades, y que después se
marcharía del pueblo, para que fuese más difícil comparar la belleza de la
muchacha con la belleza fría de la virgen. Aunque es preciso decir, que hubo de
mediar el obispo de Cuenca, y bendecir a la nueva imagen de la Virgen, para que
cesase la polémica.
Don Melquiades, como ya he dicho, se fue a Madrid y nunca
más regresó, jamás quiso saber de aquel pueblo de desagradecidos, a pesar de
que una réplica de la virgen la encargó para su capilla privada de su casa de
Somosaguas, donde todavía se encuentra, para goce y devoción de la anciana
Anastasia, que pronto se quedó viuda y se casó con su amante de toda la vida,
con el que tuvo varios hijos, además de Jesús, el primero, que supuestamente
era hijo de don Melquiades, y que curiosamente no había tenido ningún hijo con
su anterior esposa, porque según se supo, era estéril, y Anastasia en realidad
era su hermana, hija del padre de don Melquiades, don Cristóbal.
Pero volvamos a San Antón, y demos por concluido el
asunto del rostro de la virgen, que bien podría dar mucho de sí.
La imagen de San
Antón, por estar en capilla aparte, se quedó en el olvido del sacerdote, razón
por la cual, don Melquiades no lo sufragó. Cuando llegó la remesa de imágenes
al pueblo, faltaba San Antón. Don Melquiades ya no solo no estaba en el pueblo,
sino que, además, el principal contribuyente de la parroquia, tampoco. Pidió
ayuda a los prohombres del pueblo, y todos se negaron, porque también habían
contribuido con algunos donativos a la reparación de las imágenes:
—Bastante escándalo ha habido con la cara de la virgen,
para que ahora nos pase a nosotros lo mismo. Ni hablar, bastantes santos hay,
por uno que no esté no pasa nada —decían como un mantra al cual todos se
apuntaban.
Sin embargo, la
desproporcionada población femenina con la masculina, y el poco deseo de
quedarse para vestir santos de las jóvenes del pueblo, veían en la
intermediación del santo la única posibilidad de formar una familia.
El sacerdote
agobiado, comenzó la recolecta, pero las economías no estaban muy boyantes,
unos porque nos les llegaba para comer, y otros porque pensaban que ya habían
dado bastante. Con lo poco recaudado solicitó prepuesto al mismo escultor que
había reparado la virgen y demás imágenes; pero sus honorarios eran extremadamente
caros para el presupuesto de la humilde parroquia. Recurrió, entonces, a un
tallista de madera, continuaba siendo muy elevado el coste, un pintor de
Cuenca, tanto de lo mismo. Pensó hacer
él un dibujo a carboncillo, pero no siendo muy diestro le salió en lugar de San
Antón, la Purísima Concepción. Le vino a la cabeza un viejo amigo que había
realizado la mili con él en Melilla, era de Barcelona, y recordaba que era
pastelero y en alguna ocasión le había dicho que era capaz de reproducir
cualquier estatua en chocolate, sin que se notase siquiera que era de tan dulce
material. Además, no hacía mucho tiempo que le había mandado una postal y tenía
por tanto la dirección. Decidió escribirle apelando a su espíritu cristiano.
El pastelero catalán le mandó una figura de San Antón,
que no quiso cobrar, contradiciendo así la presunta tacañería de las gentes de
Cataluña.
El hornero advirtió que, no obstante, tuviese cuidado de no ponerlo
al sol ni cerca de las velas, sin dar la razón. Prometiéndole, que si cumplía
esos requerimientos nadie se daría cuenta de que era de chocolate y podría
durar eternamente siempre que estuviera alejado del sol y la humedad. Muy
contento el sacerdote agradeció el detalle y el consejo. Sin embargo, viendo la gran aceptación que
había tenido entre las jóvenes la nueva imagen de San Antón, el sacerdote
terminó por olvidarse.
Aquel año fue memorable, pronto pareció realizar el santo
milagros, doce jóvenes que estaban presos en el Monasterio de Uclés, regresaron
libres al pueblo, y pronto se ennoviaron.
Por primera vez desde antes de la guerra, había un San Antón como Dios
manda. Las hogueras en las calles, la bendición de los animales y las
feligresas solteras rezando y llenando el cepillo para encontrar pronto marido.
Era tal la fama que fue cogiendo aquel San Antón que hasta los más reacios
ateos lo tenían por figura bendita.
—Sí es que no puede ser de otra manera, huele a chocolate
y a azúcar —dijo una emocionada muchacha llegada desde Madrid a dar las gracias
al santo, después de haber encontrado un buen marido en tiempo récord.
—Y no solo hace milagros con los casorios, también con
las preñeces. Mi hija Jacinta, cinco años intentando quedarse embarazada y ni
«pa Dios», y eso que iba a Cuenca a rezarle al santo de las preñas, San Ramón
Nonato. Fue traer don Antonio, vino a rezarle a San Antón y mira, de siete
meses que está ya...—explicada doña Candelaria a sus compañeras de rosario
diario.
Lo que nadie sabía era que el milagro se llevó a cabo en
la sacristía. Llegó la joven esposa de don Fausto desesperada, y bajo secreto
de confesión le dijo a don Antonio que no pecaba, ni con su marido, nada más
que de pensamiento. El sacerdote la miró, y aunque llevaba el velo sobre la
cara, al ser trasparente y conocerla, no pudo menos que quedar perplejo.
Jacinta era de las mujeres más bellas del pueblo, casada con uno de los
terratenientes más ricos. No lo podía comprender.
—Mi esposo, que es muy buen cristiano, no me mira
siquiera, dice que, si no valgo para parir, mejor se abstiene...—no pudo continuar,
la pobre muchacha estalló en sollozos.
El sacerdote, era sabedor que don Fausto era uno de los
mejores clientes de doña Lola, la meretriz del pueblo, porque de tan buen
cristiano que era, convencido que los pecados confesados, una vez hecha la penitencia
y comulgado, se esfumaban y quedaba el alma más limpia que la patena bendita,
hasta eso confesaba. No obstante, no confesaba que tenía a su bella esposa
desatendida.
—Calma, calma criatura. Todo tiene solución.
Viendo que el
llanto no cesaba, salió del confesionario y le ayudó a levantarse.
—Vamos a la sacristía y bebes una poca agua fresquita que
te quite esa congoja, criatura.
No había en el buen párroco ánimo de lujuria, aunque, fue
tanto lo que le lloró Jacinta, que al final entre abrazos y fraternales
caricias, terminó consolándola como se debe consolar a una mujer, a la que su
marido, don Fausto, el más rico terrateniente de la comarca, después de la
marcha de don Melquiades, acusaba de ser como la tierra yerma de los Cerros
Blancos. No era Jacinta estéril, pero sí
su lujurioso esposo, pero él, que era muy hombre y buen cristiano, no creía ni
por asomo que pudiera serlo. Cuando supo
que su esposa estaba embarazada lo celebró por todo lo alto, eso sí, en la casa
de doña Lola con sus muchachas, que habían traído una nueva que quitaba el
sentido. Claro, que, después del primer hijo, que fue niña, quiso un heredero,
«un hombre como Dios manda», pero lo siguiente fue también niña, a la que
siguieron cuatro más. A Jacinta no le quedó más remedio que seguir pasando por
la sacristía; aunque ahora, también tenía los favores de su marido.
Así que cogió
gran fama la parroquia, de tantos milagros que hacía aquel santo de chocolate,
y el sacerdote en la sacristía, pues, corrió la voz y don Antonio quiso ayudar
a sus feligresas llevando a cabo ese tipo de milagros. No obstante, la alegría
dura poco en casa del pobre, a pesar de lo mucho recaudado y de que el
sacerdote ya estaba con dinero para encargar un santo como Dios manda. Al
segundo año, con la llegada del verano, con motivo de las fiestas patronales,
el sacristán, sin permiso del sacerdote, decidió cambiar la imagen de lugar y
colocarla en el mechinal de una de las ventanas que daba al este, extrañándose
mucho de lo poco que pesaba.
Era época de trilla, y el año anterior durante la
vendimia a principio del otoño, la recogida de la aceituna en el invierno, y en
la temporada de la siega, aquel año, aumentaron los noviazgos con la llegada de
muchos jóvenes, se había producido una nueva oleada de noviazgos. No es de
extrañar, por tanto, que aquella imagen de San Antón, en pocos meses, ya fuese
consideraba la imagen más milagrosa de la comarca. Todos los nuevos matrimonios estaban muy
agradecidos y daban, dentro de las posibilidades de cada cual, cuantiosos
donativos a la iglesia. El párroco, ya tenía dinero para encargar un nuevo San
Antón, puesto que su amigo el confitero le dijo, que duraría poco, pues tanto
la humedad como el calor, lo deteriorarían rápido.
Cuando vio al santo en el mechinal aquel, de culo al sol,
no pensó en las consecuencias, y nada dijo al sacristán. Llegó el solano, que como dice el refrán:
Aire solano, frío
en invierno y caliente en verano, malo en invierno, peor en verano.
Y si en el invierno el solano hiela hasta los huesos, en
el verano derrite hasta las piedras, cuanto ni más el chocolate.
Aquel día, el de la desgracia, era el segundo día de
solano, y era fiesta, así que un grupo de muchachas, del pueblo y forasteras,
fueron a darle las gracias o a pedir un novio. Se encontraron con que en el
lugar donde antes estaba San Antón había una masa de color marrón que parecían
heces humanas en estado de diarrea, las cuales, pared abajo llegaban hasta el
suelo. Alarmadas fueron asustadas al cura párroco, el cual deprisa y corriendo
hubo de dejar a medias a doña Jacinta, que en aquel tiempo buscaba a su segundo
hijo con desesperación y placer. Tras esconderse en el armario donde el
sacerdote guardaba casullas y sotanas.
—¿Qué pasa muchachas, que tan asustadas estáis?
—Qué, ¿qué pasa?, que San Antón se ha cagado y se ha ido
—replicó Consolación, una soltera de más de treinta años, con la que todavía no
había obrado el milagro el santo.
El sacerdote pidió discreción a las mujeres, dijo una
mentirijilla, mandó al sacristán que limpiase la pared y colocase un manto en
el mechinal. Por suerte el cura ya había encargado una talla a un joven
ebanista del pueblo, según cuentan, uno de los presos liberados de Uclés. Aquel
hombre, que era anarquista, pero tallaba primorosamente vírgenes y santos, se
dio prisa en terminar, y al siguiente domingo, terminó de tallar la estatua,
que era un auténtico primor, de un alcornoque que nunca dio bellotas.
—Buenaventura, ¿hará milagros como el otro? —Le preguntó
Consolación.
Buenaventura se quedó mirando a la mujer, sonrió
afirmando con la cabeza.
—Sí, los mismos que todos los santos.
Después, cuando se quedó solo, anclando bien la peana a
la imagen, mirando al santo y señalándola, le dijo:
—En mi huerto te crié, tu fruto nunca vi, los milagros
que tú hagas, que me los cuelguen aquí —y puso por testigo lo mismo que los
romanos ponían en aquellos lejanos tiempos. [2]
Curiosamente, la fama que tuvo el San Antón de chocolate,
la continuó gozando el de madera, hasta Consolación se echó novio y se casó con
un forastero, que quedó prendado de su belleza interior.
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[1] Este
cuento lo he escuché de varias formas, unido, como he preferido redactarlo yo,
o separado en tres partes: El San Antón de chocolate, por un lado, La cara de
la Virgen y en mi huerto te críe, por otro.
[2] Dicen
que los romanos juraban decir la verdad apretándose los testículos con la mano
derecha, comprometiendo su virilidad si mentían. También mucho tiempo después,
tras el escándalo de la papisa Juana, un cardenal era el encargado de palpar
los testículos del nuevo papa, para comprobar que era varón y no mujer.
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