#YoMeQuedoEnCasa, #UnCuentoCadaDia, #PacoArenas
Eran tiempos de posguerra, pan negro, cuando lo había, lentejas viudas,
y habichuelas sin chorizo. Los pollos del corral, si los había, se guardaban
para ocasiones especial cual manjar exquisito. Las gallinas se mataban cuando
dejaban de poner huevos, y los huevos que daban se vendían para poder comer pan
y tocino. El hambre era la fiel compañera en muchos hogares, y los gatos una
pieza de caza, que no en pocas ocasiones terminaba ocupando el lugar del pollo
o el conejo en el puchero, y que todos comían con gusto, en muchas ocasiones
sin llegar a saberlo.
Pedro y Juan eran dos hermanos mellizos de
poco más de ocho años. Su padre aquella noche cazó un gato tan descuidado como
confiado en aquella casa donde pocos días tenían el placer de comer carne, y ni
las ratas se acercaban por no tener nada que medrar. Eduvigis y Conrado,
aquella noche se acostaron muy contentos, disfrutando del placer del lecho con
alegría. Al día siguiente, el arroz no sería viudo de carne. Al pobre animal tras
el estacazo lo despellejaron y lo tuvieron colgado al relente toda la noche
hasta después del amanecer, para que así, al día siguiente no estuviera tan
duro.
Su madre lo puso en un puchero muy grande, con verduras y nabos,
arrimándolo a las ascuas y ceniza de paja, para que se fuese cociendo a fuego
muy lento:
—Ayer trajo vuestro padre un conejo del monte, está muy granado y muy
duro, así que debe estar mucho tiempo cociéndose. Cuidar que no se salga el
caldo, para poder echar después el arroz, y también que no se quedé sin caldo,
en el momento de que esté a mitad lo quitáis de la lumbre y ya después echaré yo
el arroz.
—Madre, no se preocupe usted. Nosotros cuidaremos bien del puchero
—contestaron casi a dúo.
—Me fío de vosotros. Hoy comeremos arroz con conejo, cuidad bien el
puchero.
Los padres y los hijos mayores se marcharon a trabajar al campo con la
alegría, que aquel día comerían como antes de la guerra, arroz con conejo, los
muchachos y gato escaldado lo padres.
Los dos hermanos sospechaban que gato, porque su madre, las escasas
veces que conseguía su padre un conejo, echaba al puchero hasta la cabeza,
cuando era gato no. Para ellos era gato, porque así se lo habían repetido internamente,
tuviera cabeza o no, fuesen las costillas planas o redondas:
—Menudo conejo más hermoso tenía que ser —dijo uno de los chiquillos.
—Huele que alimenta —dijo el otro.
—Ya está mediado el puchero, vamos a sacarlo para cuando venga madre le
eche el arroz…
Y lo sacaron, apartándolo a un lado de la chimenea. A mitad de mañana,
que era, el hambre y el aroma del puchero, comenzaba a provocar en sus fosas
nasales el más delicioso aroma a conejo de campo, con aromas de romero, tomillo
y espliego. Quisieron no caer en la tentación y se salieron a la calle a jugar,
hasta la calle llegaba el aroma. Después, decidieron poner cepos para cazar gorriones,
todo con tal de olvidarse de aroma del conejo y del reclamo de sus tripas. Imposible, cada vez que se acercaban a la lumbre
a arrimar ascuas, y destapar el puchero, el aroma del gato cocinado, cada vez
resultaba más concentrado y apetitoso. Pedro miraba a Juan, y Juan a Pedro, los
dos al puchero.
— ¿Y sí...? —Se atrevió a hablar Juan, el menor en estatura, puesto que
eran mellizos, no gemelos.
—Pues yo creo que… —insinuó Pedro. Sin que ninguno de los dos necesitase
decir lo que pensaba, tal vez porque dormían en el mismo colchón.
—Una tajadilla de los riñones, no creo que se note mucho —apuntó Juan.
Ni cortos ni perezosos se abalanzaron sobre el puchero, primero con
prudencia, después con ansia. Cuando se quisieron dar cuenta no quedaba ni
rastro del gato. Sólo entonces, se percataron de la situación. Sus padres y
hermanos cuando llegasen del campo cansados no tendrían nada que comer aparte
de caldo y las verduras con arroz.
— ¿Y ahora qué? —Preguntó Juan,
limpiándose la barbilla, con gusto y a la vez preocupación.
—Pues no sé. Como no cacemos el
gato de don Pascual, el cura, que anda siempre detrás de nuestra gata…
Para que decir más. Ambos hermanos pusieron manos a la obra, sin que les
resultase difícil atrapar el gato del cura. Bien hermoso era, mucho más grande
que el que antes estaba en el puchero, puesto que este estaba tan bien
alimentado como su amo el cura. Muy contentos, tras arrearle un fuerte
estacazo, dándolo por muerto, sin despellejar ni nada, porque no sabían, lo
metieron en el puchero. El gato al notar el escaldado recuperó el conocimiento
animal y de un salto salió del puchero.
Juan que tenía todavía el garrote en la mano, le dio tal garrotazo en la
cabeza, que dejó el gato panza arriba. De nuevo fue al puchero. No parecía que
el pobre animal estuviese del todo muerto y de vez en cuando, cada vez con
menos fuerzas intentaba salir del fuego.
—Que sale, que sale, que se le ven los ojos… —gritaba Pedro.
—Qué salga, que salga si es valiente…, anda sal gallina…—animaba Juan al
pobre gato a salir, pero ya resignado, ni salió el gato, ni tampoco la gallina.
El gato terminó por resignarse a ser escaldado y comido. Ya bien escaldado
y cocido, el gato no arañaba y se dejó despellejar y trocear, siguiendo y
logrando un muy sustancioso caldo. No era cuestión de hacerle ascos, sino de
comer arroz con conejo, y eso comieron, aunque bastante más tarde, pues cuando
llegaron sus padres y hermanos, el conejo todavía estaba más duro que un
mazacote puesto al sol; pero, como siempre se ha dicho en estas tierras
manchegas del sur de Castilla, «hambre que espera hartura, no es hambre ninguna».
Y como tuvieron la precaución de apartar el caldo del primer gato, tuvieron
arroz con conejo para dos días seguidos.
El hambre es muy mala, auténtica carrera al infierno, Aquel día fue día
de satisfacción en la casa, puesto que todos sus hermanos y sus padres comieron
arroz con conejo, menos ellos, que ya habían quedado satisfechos.
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