Como se suele decir en el sur de Castilla, caía un sol de justicia. ¿Podría ser de otro modo,
estando en la Mancha y siendo agosto?
Pedro Haro, un pastorcillo de no más de
nueve años, se encontraba cuidando sus ovejas y cabras en medio de un añojas,
pensando en acercarse hacia un ribazo próximo, donde una hermosa encina
centenaria, daba una más que generosa sombra.
Estaba muy cansado, después de caminar toda la mañana detrás de las
ovejas. En ocasiones, como si estuviera
en el desierto, el sol le provocaba espejismos. Eso pensó aquella tarde. Una
gran nube de polvo se acercaba por el camino a la velocidad de un rayo. Al llegar a su altura se detuvo, y él con la garganta rociada de polvo, echó mano al botijo.
Lo movió. Casi no quedaba, echó un trago, reservando otro
hasta que llegase a un pozo próximo donde daría de beber al rebaño, y al mismo, tiempo llenaría el botijo. Pero antes quería descansar bajo aquella hermosa
encina. Cuando el polvo cesó de entre la nube, pudo divisar una moto y un
sacerdote que descendía de la misma y se acercaba en dirección a dónde se encontraba él.
Volvió a guardar el botijo en las aguaderas del borrico y se quedó mirando al
recién llegado.
—¡Buenas tardes, muchacho! —Saludo el sacerdote, quitándose las gafas y
limpiándose el polvo de la cara.
—¡Buenas tardes, señor cura! ¿Se le ofrece algo?
—Pues, sí. He visto que guardas un botijo —dijo el sacerdote limpiándose
nuevamente la frente de sudor.
—Es verdad, sí. Tengo un botijo con el agua más dulce que las almendras
y más fresca que un charco en enero —, contestó el pastorcillo.
—Pues dame que eche un trago de esa agua tan dulce y fresca que estoy
más seco que el cogote de san Pedro.
—No, señor cura – contestó el pastorcillo moviendo la cabeza de un lado
a otro.
— ¡Descarado! ¿No sabes que hay un mandamiento de la Ley de Dios que
dice darás de beber al sediento?
Por primera vez se alteró el sacerdote, acostumbrado, como estaba a que
sus deseos fuesen de inmediato complacidos.
—Sí, señor cura, sí. Pero hay otro más importante ¿Enseñar al que no
sabe? Y usted cuando mi padre, que es su
vecino, le dijo que sí me podría enseñar a leer, le dijo que eso había que
pagarlo —replicó el pastor señalando un cruce de caminos —. ¿Lo conoce?
—¿A tu padre o al mandamiento? No sé.
El mandamiento ese no. Soy
sacerdote, soy como si fuese tu padre…—contestó el cura.
—Pare usted ahí, quieto, no vaya usted por esa senda, que yo soy hijo de
un solo padre. En cuanto a lo otro, pues miré por dónde, yo se lo enseño y le
doy la solución. Allí está la fuente, no
es dulce, y cerca el pozo de agua dulce como las almendras.
—Pero tú tienes un botijo con agua fresca, ¿no pretenderás que vaya
hasta allí con el calor que hace?
—Si no va usted, tendré que ir yo después, yo tengo que trabajar, y
usted no suda nada más que cuando pasea o está con la criada.
—Tendrás poca vergüenza...
—Más que usted. Yo le he enseñado el camino, con todo mi respeto. Si quiere beber ya sabe. ¡Ah! Y tenga cuidado
no se caiga al pozo, mejor si se arremanga las sayas...
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