Cuentan que en el campanario, antaño poblado de múltiples
palomas con las que el párroco de los capones conseguía algunos duros para sus
caprichos ya no quedaba ninguna, de aquel viejo campanario todas las palomas
habían volado, quedando solamente una hermosa lechuza y un gato pardo que en otros tiempos, cuando
había palomas, se hacían la competencia
para ver quien se comía las más apetitosas. Ahora estaban el gato y la lechuza solos,
tenían un aspecto intemporal, como si fuesen mágicos.
Jamás pensaron el gato y la lechuza que un día podían llegar
a estar tan solos en aquella torre, en aquel pueblo, con todo el tiempo y casi
todo el espacio para ellos, si ya no había palomas por las cuales disputar el
bocado más bello y apetitoso, pero la comida no faltaba y siempre se podía
acompañar de alguna botella de vino de la tierra. Nadie
les molestaba, ni tan siquiera un maldito y triste fantasma errante se había dignado
jamás a visitarles o acompañarles en el vacío y mudo discurrir de las noches, después de años sin apenas tiempo para ellos,
ahora toda la noche les pertenecía, la
magia de la vieja torre se había apoderado de ambos, la lechuza gustaba de transformase
todas las noches en una bella moza, cada día una diferente, bastaba con
haberlas visto en sus mil años de vida y haberse fijado en ellas un instante,
la acción la llevaba a cabo después de haber sobrevolado al caer la noche el
pueblo y llevado un par de botellas de vino para la cena, De la cena se encargaba el gato, que
saltando de tejado en tejado siempre llevaba algo diferente, ya fuese robado a
los escasos humanos, o algún ratoncillo o pajarillo cazado con su habilidad
felina. El silencio de la noche les pertenecía
y el bello gato tras abrir la segunda botella de vino comenzaba su
transformación. Hasta que el
encantamiento se producía lechuza y gato rememoraban todos los recuerdos de sus
mil años de historia, que era la historia de aquel pueblo que vieron nacer y
crecer y que ahora veían casi desierto y en silencio, aunque ellos agradeciesen
ese silencio y esa quietud en la noche sin aquel viejo reloj de la torre diese las campanadas rompiendo
cada hora la magia que les envolvía provocando prisas tan perjudiciales para el
acto del amor, al cual hay que dedicarle su tiempo, sus palabras, sus caricias,
susurros y juegos, recreándose en cada instante del acto.
El reloj del
campanario un día dejo de sonar y con la avería del viejo reloj, las gentes del
lugar fueron marchándose, quedando solo unos pocos ancianos, algunos jóvenes,
pocos y un reducido grupo de niños, el silencio iba llenando espacios y sus
amores ganando tiempo. Las calles
aparecían desiertas por la noche, sí, por la noche, pero también por la mañana cuando antaño con
las campanadas de las cinco un hormiguero de personas encendían candiles,
velas, bombillas y lámparas, preparaban la leña en la chimenea y antes de que
el sol despertara todas las chimeneas de todos los tejados, de todos,
comenzaban a fumar. Pronto veías aquel
pastor por allí yendo en busca de su rebaño, aquel campesino por allá unciendo las mulas, en una puerta en otra,
aquel otro que tenía una vaquería preparando las cantaras para ordeñar las
vacas…
Luego, más tarde despuntando la mañana las calles comenzaban a llenarse de
chiquillos y chiquillas, que iban solos a la escuela, o en grupo, corriendo,
gritando, saltando o cantando, que hormiguero, Dios mío que hormiguero. Y aquel cabrero de la palabra mágica, la dula
- ya nadie sabe lo que es la dula - que
recorría las calles del pueblo por las
mañanas y al caer la tarde, primero recogiendo y después repartiendo las
cabras.
La lechuza y el gato veían a los hombres tirando las
semillas en tierra, esas pequeñas semillas de grano, o girasol, cayendo en tierra fértil en vida, esa vida que vestía de verde o
amarillo la primavera de aquellos campos, y daba vida y alegría a esos grupos
de segadores y segadoras. Luego en las
eras hombres mujeres y niños trillando
o ablentando. ¿Cuántas veces, cuantos años habían visto a las mujeres encaminándose en dirección al
horno del rincón de calle Nueva a amasar y cocer el pan? Aquellos panes grandes que debían durar los
quince días, y no se ponía duro y si se ponía qué más da, a buenas ganas no hay
pan duro. Esos panes no eran para el
día, se guardaban en escriños y estos en
las alhacenas, que bueno estaba aquel pan,
con un par de chorizos o un trozo de tocino y sino con unas pocas
aceitunas cornicabras o gordalas que no era cuestión de ser delicado.
-
¿Recuerdas? – Pregunta la lechuza al gato - Aquellas fiestas, aquellos cohetes que
disparaban directos al campanarios, esos domingos de después de misa, llenando
las gentes los bares, de taberna en taberna, la plaza llena de gente, las
procesiones de Santa Agueda llevadas las andas por los hombres y las mujeres
con Santa Aguedilla. Por las tardes la
vaquilla, para después ir al baile al ritmo de la acordeón de aquel, ¿cómo le llamaban…Musiquillas?- “sí eso Musiquillas”- Un poco ruidosos, sí que eran, pero mejor eso
que este silencio.
-
¿No he de recordar amiga? – Responde el gato - A
buenas horas ibas a estar tú en aquellos tiempos desnuda, transformada en
muchacha sin que un muchacho te hubiese sacado a bailar. Anda llena mi copa de
vino que esta noche no tengo ganas de ratones
y me estoy enamorando de una lechuza.
-
¡Tonto!
-
¿Tonto? Espera que destapemos la segunda botella
y ya verás de lo que es capaz este gato.
Dicen que los dos seres que habitan la vieja torre están
encantados por el duende del silencio, que cuando el silencio llena todo el
espacio, ella se convierte en una bella moza y desnuda mirando al molino nuevo
comparte una botella de vino con su amante.
Él, gato, después de la segunda
botella en un galante mozo, porque
cuando no existen las palabras humanas el silencio debe ser llenado por los
maullidos y por el ulular de las lechuzas, pero también de añoranzas.
Dicen que pronto el reloj volverá a funcionar, que con algo que llaman crisis, la gente que un día abandonaron los pueblos vuelven a ellos, saben que un día en el horizonte verán una paloma a la altura del molino nuevo, entonces poco a poco tendrán que volver a las prisas.
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