Durante los próximos días publicaré completa la segunda parte del Lazarillo (Edición de Amberes de 1555)
Para todos los amantes de la literatura clásica, el libro más prohibido de la historia de España La segunda parte del Lazarillo de Tormes (Edición de Amberes de 1555) Un auténtico desconocido incluso para muchos profesores. Sabía que existía, hace referencia Don Juan de Luna en su edición de 1620, pero no lograba encontrarlo. Cuando lo encontré me resulto casi imposible leerlo, tras una ardua tarea conseguí "traducirlo", adaptarlo al castellano actual.
Es un libro bastante interesante que todos los aficionados a la literatura clásica deberían conocer, no solo por ser un gran clásico de nuestra literatura, sino porque quienes quisieron que esta segunda parte desapareciese de la historia para siempre, estuvieron a punto de conseguirlo, el único modo de que no lo consigan, es difundirlo.
VOLVER AL ÍNDICE
Es un libro bastante interesante que todos los aficionados a la literatura clásica deberían conocer, no solo por ser un gran clásico de nuestra literatura, sino porque quienes quisieron que esta segunda parte desapareciese de la historia para siempre, estuvieron a punto de conseguirlo, el único modo de que no lo consigan, es difundirlo.
VOLVER AL ÍNDICE
CAPÍTULO IIIº
Cuando me decidí a salir, quise probar si
era capaz de entenderme en la lengua de los atunes y comencé a gritar a grandes
voces:
— ¡Muera, muera el malvado
hombre!
Apenas había acabado estas
palabras, cuando acudieron los centinelas que vigilaban la cueva, y me
preguntaron:
— ¿A qué vienen esos
gritos? ¿Estás loco?
— ¡Viva el gran atún y los
ilustrísimos atunes!
— ¿Qué has visto de nuestro
enemigo que de esta manera nos alteras? ¿A qué escuadrón perteneces?
—Llevarme, señores ante
vuestro capitán que a él le sabré responder.
Entonces el capitán mando
llamar a diez atunes para que me llevasen ante su capitán general, mientras que
él se quedaba haciendo guardia con más de diez mil atunes.
Muy contento me encontraba de poderme
entender con ellos, y dije entre mí:
—El que me hizo esta gran
merced, merece toda mi adoración.
Así nadando llegamos cuando ya amanecía ante
un gran ejército, donde se encontraba un gran número de atunes, sinceramente
debo decir que sentí pavor. Como
reconocieron a quienes me llevaban, nos dejaron pasar hasta donde se encontraba
su capitán general. Uno de mis guías,
hizo una reverencia y contó la forma y manera y el lugar donde me habían encontrado,
y que cuando Licio, su capitán, me pregunto quién era, yo había respondido que
me pusiesen ante el capitán general, y por esta razón me traían ante su
excelencia.
El capitán general era un atún mucho más
grande que los otros en cuerpo y grandeza, me preguntó quién era, cómo me
llamaban y a qué compañía pertenecía y qué era lo que pedía y la razón por la que
pedí ser llevado ante él. Ante tales
preguntas me encontré confuso y ni sabía decir ni mi nombre, aunque había sido
bien bautizado, pero de ningún modo podía decir Lázaro de Tormes. Tampoco sabía
decir de dónde ni de qué compañía era, porque tampoco lo sabía, por haber sido
transformado sin tener noticia de los nombres y costumbres de los mares,
disimulando algunas de las preguntas que el general me hizo, respondí y dije:
—Señor, siendo su grandeza
tan valerosa, como todo el mar conoce, muy mal me parece que un miserable
hombre se defienda de tan poderoso ejército, y sería menospreciar mucho el gran
poder de los atunes — y añado: —Pues yo soy tu súbdito y estoy a tus órdenes y
bajo tu bandera, y si no lo hago con dignidad y acabo yo con él, te ruego que
decidas condenarme justamente.
Aunque por sí o por no, no me ofrecí a
entregarle a Lázaro. Y esta idea fue de letrado mozo de ciego. El general le
halago con sumo placer ofrecerme a lo que me ofrecí, y no quiso saber de mí más
particularidades; mas luego respondió y dijo:
—La verdad es que con tal
de ahorrar más muertes, he ordenado tener cercado a aquel maldito traidor; mas
si tú te atreves a entrar como dices, serás muy bien recompensado, aunque me
pesaría si por hacer tú esa labor por nuestro señor el rey y por mí, fueses tú,
quien encontrase la muerte en la entrada de la cueva al igual que otros lo han
hecho. Yo aprecio mucho a mis esforzados atunes, y a los que con mayor ánimo y
valientes veo querría guardar más, por otra parte como todo buen capitán debe
procurar.
—Señor —respondí yo —no
tema su ilustrísima excelencia por mí, que la acción la pienso efectuar sin
perder gota de sangre.
—Pues si así es, te lo
pienso gratificar bien. Ya estoy deseando ver cómo cumples lo que has
prometido.
Fue admirable ver moverse
tal cantidad de atunes, todo aquel que lo viera tendría miedo y con razón. El capitán se puso a mi lado, preguntándome
el modo con el cual pensaba atacar al pobre Lázaro. Yo se lo decía inventándome
grandes tretas, que ni yo mismo entendía, cuanto ni más él, hablando llegamos
hasta donde estaban los centinelas custodiando la cueva.
Licio, el capitán, que era quien me había
enviado al general, estaba con toda su compañía esperando el momento del
ataque, teniendo por todas partes rodeada la cueva sin que ninguno se atreviese
a acercarse a la boca, porque el general así lo había ordenado para evitar el
daño que Lázaro podría provocar con su espada. Debo decir que a pesar de haber
sido convertido en atún, la espada la dejé colocada tal y conforme estaba
cuando era hombre, viéndola los atunes y temiendo que Lázaro estaba tras la
puerta ninguno se atrevía a dar el paso. Cuando llegamos, yo dije al general
que ordenase la retirada. Yo me encaminé solo, y dando grandes y rápidas
vueltas en el agua y gritando a grandes voces.
En tanto que esto hacía, andaba entre
ellos corrió de boca en boca la noticia, cómo que yo me había ofrecido a
entrar, y oía decir:
—Él morirá como otros
valientes y atrevidos han hecho.
—Dejadle, que rápido
perderá su orgullo.
Yo fingía que desde dentro Lázaro me
ofrecía resistencia y me lanzaba estocadas con la espada y que yo hábilmente
escapaba de su filo. Y como el ejército estaba decaído y lejos, no podían ver
con certeza mi interpretación. Me alejaba unas veces y me acercaba otras con
gran ímpetu. Y así estuve bastante tiempo fingiendo pelear. Después comencé a
dar grandes voces para que el general y ejército me escuchasen decir:
—¡Oh hombre mezquino!
¿Piensas que te puedes defender del poder de nuestro gran rey y señor, de su
gran capitán y su ejército? ¿Piensas que se va a quedar sin castigo tu gran
osadía y las muchas muertes que por tu causa se han producido? ¡Ríndete,
ríndete, te espera la prisión! Por ventura habrá para ti merced. ¡Ríndete,
rinde las armas que te han servido! Sal de donde estás, que poco te han de
aprovechar.
Yo estaba, como digo, dando estas voces,
todo para regalar los oídos al general, como suele hacerse, por ser cosa que a
ellos les da sumo placer. Entonces llego
hasta mí un atún que me dijo que el general me quería ante su presencia. Antes de que terminase de acercarse yo me
dirigí hacía él, entonces vi como todo el ejército estaba muerto de risa; eran
tales las carcajadas, que si alguno decía algo el de al lado no podía
escucharlo. Al ver la inesperada novedad, el capitán general mando que todos
callasen, logrando algo de silencio,
aunque a la mayoría de nuevo les volvía a arrebatar la risa y cuanto más se
esforzaban en contenerse más fuerte les entraba las ganas de reír, apenas pude
escuchar al general decir:
—Compañero, si no tienes
otra forma diferente de vencer a nuestro enemigo que como hasta el momento has
demostrado, ni tú cumplirás tu promesa, ni yo estoy tan loco de continuar
esperando. Solamente te he visto
acercarte a la entrada sin arrimarte a la puerta. Parece como si tu pregonada eficacia en
persuadir a nuestro enemigo para que se rinda es algo tan tonto que lo puede
hacer cualquiera con iguales resultados. Y esto, a mi parecer y el de todos
estos, te lo podías haber ahorrado en lugar de perder tú tiempo y hacérnoslo
perder a nosotros. Tus palabras fueron
dichas muy a la ligera, porque ni lo que pides ni lo que has dicho en mil años
lo podrás cumplir. De esto nos reímos, siendo muy lógica nuestra risa, parece
como si estuvieses con él hablando como si fuese tu otro tú.
Y dicho esto todos de nuevo comenzaron
todos a reír a grandes carcajadas; y yo me di cuenta de mi gran necedad, y dije
entre mí:
—Si Dios no me tuviese
guardado nada bueno, viendo estos necios incapaces de darse cuenta lo poco y
malo que yo sé hacer de atún, se habrían dado cuenta que todo era fingido. —Con
todo, quise remediar mi error y dije: —Cuando un hombre, señor, tiene el
propósito de efectuar lo que piensa, le ocurre lo que a mí, piensa diez veces
para actuar y vencer con seguridad.
El general y todos,
aumentaron el estruendo de sus carcajadas, respondiéndome:
—¿Entonces eres un hombre?
Estuve por responder:
—Tú lo has dicho.
Y no habría mentido pero tuve miedo de que en
lugar de rasgarse sus vestiduras, rasgara mi cuerpo. Y con esto dejé la gracia
para otro momento más conveniente.
Viendo que por momentos mostraba cada vez
más mi necedad, que por muy fanfarrones que fuesen me podrían matar a la mínima
sospecha, comencé a reír con ellos, y sabe Dios qué intentaba ocultar muy
finamente el miedo que en a aquella ocasión tenía. Le contesté:
—Gran capitán, no es tan
grande mi miedo como algunos piensan, que estoy dispuesto a presentar batalla
contra ese hombre, Lo que dice mi lengua es lo que piensa el corazón; mas ya me
parece que tardo en cumplir mi promesa por tanto contando con vuestra licencia,
quiero volver a dar por terminada mi hazaña cuanto antes.
—Tienes mi licencia, pero
date prisa que ya no aguanto más la risa —me dijo, intentando contenerse.
Muy avergonzado y temeroso
de las sospechas provocadas entre los atunes, regresé a la peña pensando el
modo cómo me convenía actuar. Llegando a
la cueva sin saber qué hacer, me acerqué a la puerta y cogí con la boca la
espada, tal y conforme otras tantas veces la había cogido con la mano. Indeciso
pensé que si entraba podría decir que yo me había comido a Lázaro, pues no
podía ser encontrado. Tras coger la espada regresé a donde se encontraba el
ejército, el cual se acercaba en mi socorro, porque me había visto coger la
espada; la esgrimí torciendo el hocico, y a cada lado hice con ella casi un
revés.
Llegando al general, inclinando la cabeza
ante él, teniendo la espada por la empuñadura en mi boca, le dije:
—Gran señor, aquí están las
armas de nuestro enemigo: ya no hay nada que temer en la entrada, pues no tiene
con qué defenderla.
—Vos lo habéis hecho como
valiente atún, y seréis galardonado por tan gran servicio. Con tanto esfuerzo y
osadía ganaste la espada, y me parece sabrás utilizarla mejor que cualquier
otro, mantenedla hasta que tengamos en nuestro poder ese malvado.
Llegó multitud atunes a la
boca de la cueva, mas ninguno se atrevió a entrar dentro, porque temían que
Lázaro tuviese un puñal. Yo preferí ser el primero en entrar, con tal que luego
me siguiesen; y esto pedía porque hubiese testigos de mi inocencia; mas tanto
era el miedo que a Lázaro tenían, que nadie quiso seguirme, aunque el general
prometía grandes dádivas al que conmigo entrase. Pues estando así, me dijo el
general qué hiciese lo que me pareciese, pues ninguno me quería acompañar en
aquella peligrosa aventura. Yo respondí que me atrevería a entrar solo si me
protegían la puerta. Él respondió que
así se haría, y que aunque los que allí estaban no se atreviesen, él prometía
seguirme. Entonces llegó el capitán
Licio y dijo que entraría tras de mí.
Comencé a esgrimir mi espada a un lado y a otro de la cueva y dando con
ella muy feroces estocadas en la oscuridad gritando:
—¡Victoria, victoria! ¡Viva
el gran mar y los grandes moradores de él, y mueran los que habitan la tierra!
Con estas voces, el capitán Licio, que ya
dije me siguió y entró después tras de mí, se extrañó por no ver nada, fue muy
alabado por su valentía, yo me acerque a la puerta a pedir socorro, pero
maldito el que se atrevía acercarse. Me metí para dentro de la profunda cueva
como si estuviese en mi casa, sabiendo que el caracol no se encontraba dentro.
Comencé a animarlos diciéndoles:
—¡Oh poderosos, grandes y
valerosos atunes!, ¿dónde está vuestro esfuerzo y osadía el día de hoy? ¿Qué se
os ofrecerá, dónde está vuestra honra? ¡Vergüenza, vergüenza! Mirad que
vuestros enemigos no os temerán siendo sabedores de vuestra cobardía.
Con estas y otras cosas que les dije,
aquel general, con más miedo que vergüenza, como suele ser común entre los
grandes capitanes, entro gritando:
—¡Paz, paz!, venimos en son
de paz…
Con lo cual reconocí que no
las tenía todas consigo, pues después de tanta guerra en la retaguardia
pregonaba paz por si acaso, cuentan que en la antigüedad los generales iban a
la cabeza de las tropas, algo me dice que hasta el mismo Julio Cesar o el gran
Alejandro Magno, al igual que el general
de los atunes se quedaban en la retaguardia y se ponían en la cabeza cuando el
único peligro era la corona de laurel y el reparto del botín. Una vez dentro mandó a los soldados que entrasen
también y marchasen delante, quienes entraron lo hicieron muy lentamente, sin
decisión ni ganas. Pero como no vieron al pobre Lázaro, aunque yo iba a la
cabeza, junto con el valiente Licio, dando golpes a las paredes de la cueva,
quedaron confusos, pero por si acaso ninguno corrió al auxilio de Licio y de mi
persona.
© Paco Arenas
VOLVER AL ÍNDICE
No hay comentarios:
Publicar un comentario