miércoles, 6 de enero de 2016

El Lazarillo de Tormes - La segunda parte (Amberes 1555) Capítulo IIIº

Durante los próximos días publicaré completa la segunda parte del Lazarillo (Edición de Amberes de 1555) 
Para todos los amantes de la literatura clásica, el libro más prohibido de la historia de España La segunda parte del Lazarillo de Tormes (Edición de Amberes de 1555) Un auténtico desconocido incluso para muchos profesores. Sabía que existía, hace referencia Don Juan de Luna en su edición de 1620, pero no lograba encontrarlo. Cuando lo encontré me resulto casi imposible leerlo, tras una ardua tarea conseguí "traducirlo", adaptarlo al castellano actual. 

Es un libro bastante interesante que todos los aficionados a la literatura clásica deberían conocer, no solo por ser un gran clásico de nuestra literatura, sino porque quienes quisieron que esta segunda parte desapareciese de la historia para siempre, estuvieron a punto de conseguirlo, el único modo de que no lo consigan, es difundirlo.

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CAPÍTULO IIIº


    Cuando me decidí a salir, quise probar si era capaz de entenderme en la lengua de los atunes y comencé a gritar a grandes voces:
— ¡Muera, muera el malvado hombre!
Apenas había acabado estas palabras, cuando acudieron los centinelas que vigilaban la cueva, y me preguntaron: 
— ¿A qué vienen esos gritos? ¿Estás loco?
— ¡Viva el gran atún y los ilustrísimos atunes!
— ¿Qué has visto de nuestro enemigo que de esta manera nos alteras? ¿A qué escuadrón perteneces?
—Llevarme, señores ante vuestro capitán que a él le sabré responder.
Entonces el capitán mando llamar a diez atunes para que me llevasen ante su capitán general, mientras que él se quedaba haciendo guardia con más de diez mil atunes.
     Muy contento me encontraba de poderme entender con ellos, y dije entre mí:
—El que me hizo esta gran merced, merece toda mi adoración.
 Así nadando llegamos cuando ya amanecía ante un gran ejército, donde se encontraba un gran número de atunes, sinceramente debo decir que sentí pavor.  Como reconocieron a quienes me llevaban, nos dejaron pasar hasta donde se encontraba su capitán general.  Uno de mis guías, hizo una reverencia y contó la forma y manera y el lugar donde me habían encontrado, y que cuando Licio, su capitán, me pregunto quién era, yo había respondido que me pusiesen ante el capitán general, y por esta razón me traían ante su excelencia.
     El capitán general era un atún mucho más grande que los otros en cuerpo y grandeza, me preguntó quién era, cómo me llamaban y a qué compañía pertenecía y qué era lo que pedía y la razón por la que pedí ser llevado ante él.  Ante tales preguntas me encontré confuso y ni sabía decir ni mi nombre, aunque había sido bien bautizado, pero de ningún modo podía decir Lázaro de Tormes. Tampoco sabía decir de dónde ni de qué compañía era, porque tampoco lo sabía, por haber sido transformado sin tener noticia de los nombres y costumbres de los mares, disimulando algunas de las preguntas que el general me hizo, respondí y dije:
—Señor, siendo su grandeza tan valerosa, como todo el mar conoce, muy mal me parece que un miserable hombre se defienda de tan poderoso ejército, y sería menospreciar mucho el gran poder de los atunes — y añado: —Pues yo soy tu súbdito y estoy a tus órdenes y bajo tu bandera, y si no lo hago con dignidad y acabo yo con él, te ruego que decidas condenarme justamente.
     Aunque por sí o por no, no me ofrecí a entregarle a Lázaro. Y esta idea fue de letrado mozo de ciego. El general le halago con sumo placer ofrecerme a lo que me ofrecí, y no quiso saber de mí más particularidades; mas luego respondió y dijo:
—La verdad es que con tal de ahorrar más muertes, he ordenado tener cercado a aquel maldito traidor; mas si tú te atreves a entrar como dices, serás muy bien recompensado, aunque me pesaría si por hacer tú esa labor por nuestro señor el rey y por mí, fueses tú, quien encontrase la muerte en la entrada de la cueva al igual que otros lo han hecho. Yo aprecio mucho a mis esforzados atunes, y a los que con mayor ánimo y valientes veo querría guardar más, por otra parte como todo buen capitán debe procurar.
—Señor —respondí yo —no tema su ilustrísima excelencia por mí, que la acción la pienso efectuar sin perder gota de sangre.
—Pues si así es, te lo pienso gratificar bien. Ya estoy deseando ver cómo cumples lo que has prometido.
Fue admirable ver moverse tal cantidad de atunes, todo aquel que lo viera tendría miedo y con razón.  El capitán se puso a mi lado, preguntándome el modo con el cual pensaba atacar al pobre Lázaro. Yo se lo decía inventándome grandes tretas, que ni yo mismo entendía, cuanto ni más él, hablando llegamos hasta donde estaban los centinelas custodiando la cueva.
   Licio, el capitán, que era quien me había enviado al general, estaba con toda su compañía esperando el momento del ataque, teniendo por todas partes rodeada la cueva sin que ninguno se atreviese a acercarse a la boca, porque el general así lo había ordenado para evitar el daño que Lázaro podría provocar con su espada. Debo decir que a pesar de haber sido convertido en atún, la espada la dejé colocada tal y conforme estaba cuando era hombre, viéndola los atunes y temiendo que Lázaro estaba tras la puerta ninguno se atrevía a dar el paso. Cuando llegamos, yo dije al general que ordenase la retirada. Yo me encaminé solo, y dando grandes y rápidas vueltas en el agua y gritando a grandes voces.
     En tanto que esto hacía, andaba entre ellos corrió de boca en boca la noticia, cómo que yo me había ofrecido a entrar, y oía decir:
—Él morirá como otros valientes y atrevidos han hecho.
—Dejadle, que rápido perderá su orgullo.
     Yo fingía que desde dentro Lázaro me ofrecía resistencia y me lanzaba estocadas con la espada y que yo hábilmente escapaba de su filo. Y como el ejército estaba decaído y lejos, no podían ver con certeza mi interpretación. Me alejaba unas veces y me acercaba otras con gran ímpetu. Y así estuve bastante tiempo fingiendo pelear. Después comencé a dar grandes voces para que el general y ejército me escuchasen decir:
—¡Oh hombre mezquino! ¿Piensas que te puedes defender del poder de nuestro gran rey y señor, de su gran capitán y su ejército? ¿Piensas que se va a quedar sin castigo tu gran osadía y las muchas muertes que por tu causa se han producido? ¡Ríndete, ríndete, te espera la prisión! Por ventura habrá para ti merced. ¡Ríndete, rinde las armas que te han servido! Sal de donde estás, que poco te han de aprovechar.
     Yo estaba, como digo, dando estas voces, todo para regalar los oídos al general, como suele hacerse, por ser cosa que a ellos les da sumo placer.  Entonces llego hasta mí un atún que me dijo que el general me quería ante su presencia.  Antes de que terminase de acercarse yo me dirigí hacía él, entonces vi como todo el ejército estaba muerto de risa; eran tales las carcajadas, que si alguno decía algo el de al lado no podía escucharlo. Al ver la inesperada novedad, el capitán general mando que todos callasen, logrando  algo de silencio, aunque a la mayoría de nuevo les volvía a arrebatar la risa y cuanto más se esforzaban en contenerse más fuerte les entraba las ganas de reír, apenas pude escuchar al general decir:
—Compañero, si no tienes otra forma diferente de vencer a nuestro enemigo que como hasta el momento has demostrado, ni tú cumplirás tu promesa, ni yo estoy tan loco de continuar esperando.  Solamente te he visto acercarte a la entrada sin arrimarte a la puerta.  Parece como si tu pregonada eficacia en persuadir a nuestro enemigo para que se rinda es algo tan tonto que lo puede hacer cualquiera con iguales resultados. Y esto, a mi parecer y el de todos estos, te lo podías haber ahorrado en lugar de perder tú tiempo y hacérnoslo perder a nosotros.  Tus palabras fueron dichas muy a la ligera, porque ni lo que pides ni lo que has dicho en mil años lo podrás cumplir. De esto nos reímos, siendo muy lógica nuestra risa, parece como si estuvieses con él hablando como si fuese tu otro tú.
     Y dicho esto todos de nuevo comenzaron todos a reír a grandes carcajadas; y yo me di cuenta de mi gran necedad, y dije entre mí:
—Si Dios no me tuviese guardado nada bueno, viendo estos necios incapaces de darse cuenta lo poco y malo que yo sé hacer de atún, se habrían dado cuenta que todo era fingido. —Con todo, quise remediar mi error y dije: —Cuando un hombre, señor, tiene el propósito de efectuar lo que piensa, le ocurre lo que a mí, piensa diez veces para actuar y vencer con seguridad.
El general y todos, aumentaron el estruendo de sus carcajadas, respondiéndome:
—¿Entonces eres un hombre?
Estuve por responder:
—Tú lo has dicho.
 Y no habría mentido pero tuve miedo de que en lugar de rasgarse sus vestiduras, rasgara mi cuerpo. Y con esto dejé la gracia para otro momento más conveniente.
     Viendo que por momentos mostraba cada vez más mi necedad, que por muy fanfarrones que fuesen me podrían matar a la mínima sospecha, comencé a reír con ellos, y sabe Dios qué intentaba ocultar muy finamente el miedo que en a aquella ocasión tenía. Le contesté:
—Gran capitán, no es tan grande mi miedo como algunos piensan, que estoy dispuesto a presentar batalla contra ese hombre, Lo que dice mi lengua es lo que piensa el corazón; mas ya me parece que tardo en cumplir mi promesa por tanto contando con vuestra licencia, quiero volver a dar por terminada mi hazaña cuanto antes.
—Tienes mi licencia, pero date prisa que ya no aguanto más la risa —me dijo, intentando contenerse.
Muy avergonzado y temeroso de las sospechas provocadas entre los atunes, regresé a la peña pensando el modo cómo me convenía actuar.  Llegando a la cueva sin saber qué hacer, me acerqué a la puerta y cogí con la boca la espada, tal y conforme otras tantas veces la había cogido con la mano. Indeciso pensé que si entraba podría decir que yo me había comido a Lázaro, pues no podía ser encontrado. Tras coger la espada regresé a donde se encontraba el ejército, el cual se acercaba en mi socorro, porque me había visto coger la espada; la esgrimí torciendo el hocico, y a cada lado hice con ella casi un revés.
     Llegando al general, inclinando la cabeza ante él, teniendo la espada por la empuñadura en mi boca, le dije:
—Gran señor, aquí están las armas de nuestro enemigo: ya no hay nada que temer en la entrada, pues no tiene con qué defenderla.
—Vos lo habéis hecho como valiente atún, y seréis galardonado por tan gran servicio. Con tanto esfuerzo y osadía ganaste la espada, y me parece sabrás utilizarla mejor que cualquier otro, mantenedla hasta que tengamos en nuestro poder ese malvado.
Llegó multitud atunes a la boca de la cueva, mas ninguno se atrevió a entrar dentro, porque temían que Lázaro tuviese un puñal. Yo preferí ser el primero en entrar, con tal que luego me siguiesen; y esto pedía porque hubiese testigos de mi inocencia; mas tanto era el miedo que a Lázaro tenían, que nadie quiso seguirme, aunque el general prometía grandes dádivas al que conmigo entrase. Pues estando así, me dijo el general qué hiciese lo que me pareciese, pues ninguno me quería acompañar en aquella peligrosa aventura. Yo respondí que me atrevería a entrar solo si me protegían la puerta.  Él respondió que así se haría, y que aunque los que allí estaban no se atreviesen, él prometía seguirme.  Entonces llegó el capitán Licio y dijo que entraría tras de mí.  Comencé a esgrimir mi espada a un lado y a otro de la cueva y dando con ella muy feroces estocadas en la oscuridad gritando:
—¡Victoria, victoria! ¡Viva el gran mar y los grandes moradores de él, y mueran los que habitan la tierra!
     Con estas voces, el capitán Licio, que ya dije me siguió y entró después tras de mí, se extrañó por no ver nada, fue muy alabado por su valentía, yo me acerque a la puerta a pedir socorro, pero maldito el que se atrevía acercarse. Me metí para dentro de la profunda cueva como si estuviese en mi casa, sabiendo que el caracol no se encontraba dentro. Comencé a animarlos diciéndoles:
—¡Oh poderosos, grandes y valerosos atunes!, ¿dónde está vuestro esfuerzo y osadía el día de hoy? ¿Qué se os ofrecerá, dónde está vuestra honra? ¡Vergüenza, vergüenza! Mirad que vuestros enemigos no os temerán siendo sabedores de vuestra cobardía.
     Con estas y otras cosas que les dije, aquel general, con más miedo que vergüenza, como suele ser común entre los grandes capitanes, entro gritando:
—¡Paz, paz!, venimos en son de paz…
Con lo cual reconocí que no las tenía todas consigo, pues después de tanta guerra en la retaguardia pregonaba paz por si acaso, cuentan que en la antigüedad los generales iban a la cabeza de las tropas, algo me dice que hasta el mismo Julio Cesar o el gran Alejandro Magno,  al igual que el general de los atunes se quedaban en la retaguardia y se ponían en la cabeza cuando el único peligro era la corona de laurel y el reparto del botín.  Una vez dentro mandó a los soldados que entrasen también y marchasen delante, quienes entraron lo hicieron muy lentamente, sin decisión ni ganas. Pero como no vieron al pobre Lázaro, aunque yo iba a la cabeza, junto con el valiente Licio, dando golpes a las paredes de la cueva, quedaron confusos, pero por si acaso ninguno corrió al auxilio de Licio y de mi persona.


© Paco Arenas


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