Durante los próximos días publicaré completa la segunda parte del Lazarillo (Edición de Amberes de 1555)
Para todos los amantes de la literatura clásica, el libro más prohibido de la historia de España La segunda parte del Lazarillo de Tormes (Edición de Amberes de 1555) Un auténtico desconocido incluso para muchos profesores.
Sabía que existía, hace referencia Don Juan de Luna en su edición de 1620, pero no lograba encontrarlo. Cuando lo encontré me resulto casi imposible leerlo, tras una ardua tarea conseguí "traducirlo", adaptarlo al castellano actual.
Sabía que existía, hace referencia Don Juan de Luna en su edición de 1620, pero no lograba encontrarlo. Cuando lo encontré me resulto casi imposible leerlo, tras una ardua tarea conseguí "traducirlo", adaptarlo al castellano actual.
Es un libro bastante interesante que todos los aficionados a la literatura clásica deberían conocer, no solo por ser un gran clásico de nuestra literatura, sino porque quienes quisieron que esta segunda parte desapareciese de la historia para siempre, estuvieron a punto de conseguirlo, el único modo de que no lo consigan, es difundirlo.
CAPÍTULO IIº
Sepa Vuestra Merced que a pesar de estar
triste por no tener a mis amigos, mi vida muchos la desearían y estarían muy
contentos y pagados de tenerla para ellos. Estando a gusto con mi mujer y
alegre con mi hija, sobreponiendo cada día en mi casa alhaja sobre alhaja y mi
persona muy bien tratada, con dos pares de vestidos, unos para las fiestas y
otros para los días de ordinario, y mi mujer lo mismo, con mis dos docenas de
reales en el arca. Llegaron a esta ciudad de regreso mis amigos, presumiendo de
ricos botines y deseando regresar pronto a embarcar para Argel. Escuchándoles, parecía tan fácil que todo el
vecindario comenzó a alterarse, viendo doblones en lugar de blancas, oro en
lugar de faldriqueras apolilladas. No sé
cuántos vecinos míos se alistaron para ir a luchar contra el infiel, pero
fueron bastantes.
—Vamos allá, que vendremos
cargados de oro —decían como si fuese más fácil al levantar una piedra
encontrar un tesoro que a un alacrán.
Debo reconocer que me sentí
intrigado, sabiendo que era conocido por haber sido el bastón de un ciego
astuto, por mordisquear el pan de un tacaño sacerdote, o peor aún por servir a
un escudero sin dinero al que tuve que mantener yo. Quería, lleno de razón, sacar a los moros de
su error y arrogancia, y me veía como un capitán hundiendo barcos turcos, lleno
de oro y joyas para mí y mi adorable esposa e hija. Comenzando con estos
pensamientos a sentir codicia; se lo dije a mi mujer, y ella, tal vez con gana
de volver con el señor el Arcipreste, me dijo:
—Haz lo que quieras, mas si
te marchas y la suerte te acompaña, quisiera que a la primera oportunidad me
trajeses una esclava para que me sirviese, que estoy harta de servir toda la
vida. Y también para casar a nuestra hija no serían malas aquellas [1]zahenas,
de las que tan proveídos dicen que están aquellos perros moros.
Con esto y con la codicia que yo tenía,
determiné (que no debiera) ir a este viaje. Y bien me lo decía mi señor el
Arcipreste, mas yo no lo quería creer. Así que puse a mi esposa e hija bajo su
custodia, prometiéndome que a ambas las trataría como propias, y estoy seguro
de que no me mentía. Y así, me marche
con un caballero de aquí, de la Orden de San Juan, con quien tenía amistad.
Acordé acompañarle y servirle en este trabajo a cambio de que él me pagase la [2]costa,
con tal que lo que allá ganase fuese para mí. Y así fue que gané, y fue para mí
mucha malaventura, de la cual, aunque se repartió entre muchos, yo traje una
buena parte.
Partimos de Toledo aquel caballero y yo,
junto con muchos vecinos y amigos, muy alegres y orgullosos, como a la ida va
todo el mundo cuando se está seguro de mejorar la fortuna. Por evitar redundancia, de todo lo acaecido
en este camino no hago relación, por no haber nada relevante. Fuimos hasta Murcia con intención de embarcar
en Cartagena, donde subimos a una nave bien abastecida de provisiones y gente y
nos acomodamos con los que allí se encontraban.
Cuando se desplegaron las velas con viento propicio comenzamos a navegar
a buen ritmo, hasta que la tierra despareció de nuestra vista. Pero el viento que al principio ayudó,
después quiso jugar con las naves arreciando de manera transversal, comenzando
una tormenta cruel, regresando la obstinada fortuna, que habrán contado a
Vuestra Merced, la cual fue causa de tantas muertes y pérdidas. Según cuentan en el mar hacía mucho tiempo
que no había ocurrido algo semejante; y no fue tanto el daño que la mar nos
hizo, como el que unos a otros nos hicimos.
La tormenta comenzó por la noche y de día arreció más. Todo el mundo
comenzó a llorar y lamentarse convencidos de que nuestras vidas terminarían
aquel día. Era tal el clamor de las olas que no era posible escuchar ninguna de
las órdenes que se nos daba. Algunos corriendo de un lado para otro como si
pudiesen escapar del barco, otros se agarraban donde podían y aun así algunos
abandonaban el barco contra su voluntad. Era la mar tan brava y la tormenta tan
furiosa, que no podíamos hacer nada para remediar lo que estábamos seguros que
ocurriría.
Las naves se hacían pedazos unas contra
otras, se anegaban con todos los que en ellas iban. Mas de todo lo que pasó
Vuestra Merced estará al tanto, como he dicho ya estará bien informado por ser
muchos quienes lo vieron y lo sufrieron, y quiso Dios que escapasen y otros
muchos a quienes aquellos lo han contado, no me quiero por tanto detener en un
asunto que aunque sé que jamás podré olvidar sí quisiera. Prefiero relatar a Vuestra Merced lo que solo
yo pude ver, y aunque alguno vio algo, aunque ninguno mejor que yo.
De moro ni de mora no doy cuenta, porque
encomiendo al diablo el que yo vi. Nuestra nave quedó destrozada, como vi a
otras tantas, no viendo en ella mástil ni [3]antena,
todas sus velas derribadas y el casco hecho trizas como leños cortados con
hacha sin filo o por un aprendiz de leñador.
Los capitanes junto con gente de alto
rango, mi amo incluido, que viajaban en
nuestra nave saltaron y subieron a otras mejores, aunque la verdad pocas había
que pudiesen ayudar. Quedamos los pobres
y más humildes en nuestra destrozada y
triste nave, porque la [4]justicia
y la cuaresma decidieron que unos tenían preferencia sobre otros, ya se sabe
que cuanto más alto el cargo más ruin es el mando, y no lo digo por Vuestra
Merced ni quiero que piense que hay animosidad contra nuestros capitanes…
Abandonados por aquellos
que hubiesen sabido guiar nuestro destino, nos encomendamos a Dios y comenzamos
a confesarnos unos a otros, porque los dos clérigos que iban en nuestra
compañía, como decían ser caballeros de Jesucristo, se marcharon con nuestros
valientes capitanes abandonándonos por pobres, no se extrañe pues Vuestra
Merced que repita que cuanto más abolengo y más dineros tienen que perder, más
cobardes son los caballeros.
Yo nunca vi ni oí tan
admirables confesiones como las de las personas que saben que en la próxima ola
a buen seguro estarán muertos. Siendo
muchos los momentos en que la mar brava a la débil nave embestía, eran muchos
quienes deseaban la muerte, de manera que se puede decir que estuvieron cien
veces muertos. Y no es exagerar ni
faltar a la verdad si digo que las confesiones eran de cuerpos sin alma. A muchos de ellos confesé, pero maldita la
palabra que me decían sino suspirar y dar tragos en seco, que es común entre
aturdidos, no me debo de extrañar pues a mí me ocurría tanto de lo mismo.
Estándonos hundiendo en nuestra triste nave, sin esperanza de ningún remedio
que para evadir la muerte se nos mostrase, después de llorada mi muerte y
arrepentido de mis pecados, y más de mi decisión de alistarme en tan trágica
aventura, después de haber rezado ciertas devotas oraciones que del ciego
aprendí, propias para aquel menester, con el temor de la muerte, me vino una mortal y grandísima sed y reflexionando
cómo se había de satisfacer con aquella agua salada, me pareció inhumano usar
tan poca caridad conmigo mismo, y determiné que en lugar de tan mala agua haría bien embuchar mi estómago del vino excelentísimo que en la nave había y
que estaba reservado para nuestros capitanes, que ya no regresarían a por él, y
por tanto ahora estaba ya tan sin dueño como yo sin alma. Bajé a la bodega y
allí encontré enormes cantidades de comida: pan vino, pasteles… Comencé a comer
de todo con ansia para llenar mi estómago hasta el juicio final, un soldado se
acercó a mí para que le hiciese de confesor. Sorprendido me pregunto cómo podía
comer y estar de tan buen humor sabiendo que iba a morir. Le contesté que comía y bebía tanto para que
no hubiese rincón de mis tripas que permitiesen que entrase el agua, por estar
lleno de comida y vino. Mis simples argumentos le hicieron reír, no obstante
confesé a él y a otros sin decir yo una palabra, ocupado en comer y beber,
hasta que sentí que de la cabeza a los pies no quedaba en mi triste cuerpo
rincón ni cosa que de vino no estuviese llena. Y acabando de hacer esto, la
nave quedó hecha pedazos comenzando a hundirse con todos nosotros dentro. Esto
sería dos horas después de amanecer. Un hombre, ya hundiéndonos quiso
confesarme sus pecados y dijo que había prometido si Dios le salvaba ir de
peregrinación a la Virgen de Loreto como penitencia, pues eran muchos y graves
sus pecados.
—Si tan graves son, mi
penitencia es que vayas a Santiago — le dije.
— ¡Oh, señor! —dijo. —Me
gustaría llevar a cabo la penitencia, pero el agua está empezando a entrar en
mi boca, y no puedo.
—En ese caso —le dije —la
penitencia que te doy es beber toda el agua del mar.
No debió de cumplir la penitencia, por tantos
hombres que le hacían la competencia, pero seguro que ninguno bebió tanto como
él lo hizo. Comprobando que no me entraba ni pizca de agua porque mi cuerpo
estaba tan atiborrado de vino que parecía un cerdo relleno. Entonces vi acudir
allí gran número de peces grandes y pequeños, de diversos tipos, los cuales,
con la boca abierta con sus dientes a mis compañeros despedazaban y los comían
como si fuesen un rebaño pastando en el prado.
Viendo esto, temí que hiciesen lo mismo conmigo, empeñados en catarme.
Sin detenerme a hablar con ellos dejé de bracear, que es lo suelen hacer quienes
se ahogan, además yo no sabía nadar, aunque braceé por el agua hacía abajo con
mi pesado cuerpo, comencé a apartarme de aquella mezquina conversación con
prisa, ruido y muchos peces entretenidos con mis compañeros.
Yendo bajando por aquel hondo piélago, noté y
vi venir tras mí con gran furia un crecido y numeroso ejército de otros peces,
y según pienso venían ansiosos de saber el sabor de mis carnes; y con muy
grandes silbos y estruendo se acercaron pretendiendo agarrarme con sus dientes.
—No estamos tratando de
hacerte daño. Sólo queremos ver si tu
carne tiene buen sabor —parecía que querían decirme.
Yo, que tan cercano al
final me vi, con la rabia de la muerte, sin saber lo que hacía, comencé a
esgrimir mi espada desnuda, la cual llevaba en la mano derecha y aún no la
había abandonado, y quiso Dios me sucediese de tal manera, que en un instante
realice tal escabechina, dando a diestro y a siniestro, que aquellos belicosos
peces decidieron apartarse de mí a cierta distancia; dándome lugar a escapar,
porque sin saber nadar, Dios, la necesidad y el miedo puso aletas en mis pies y
remos en mis manos. Mientras los peces comenzaron a comer a aquellos que yo
mate.
Yéndome siempre bajando, y tan derecho como si
llevara mi cuerpo y pies atados a una piedra, acabé cayendo sobre una gran roca
que se encontraba en el fondo; al verme de pie sobre la misma me alegre
bastante y sentándome a descansar de tanto agotamiento y que hasta ese momento,
por la alteración y temor a la muerte no lo había notado.
Y como suele ocurrir entre las personas
afligidas al verse a salvo, para mi pesar, me dio por suspirar y bien caro me
costó, porque al suspirar abrí la boca, que hasta ese momento tenía cerrada, y
como el vino ya había dejado hueco,
tragué de aquella salada y desaborida agua, la cual me dio infinito
escarmiento, luchando dentro de mí contra su contrario. Entonces pude comprobar
cómo el vino me había conservado la vida, al estar lleno hasta la boca, no pudo
entrar el agua. Entonces recordé lo que acerca de esto había profetizado mi
ciego, cuando en Escalona me dijo que si a un hombre el vino había de dar vida
había de ser a mí.
Sentí una gran pena de mis
compañeros que en el mar perecieron, porque siendo que habíamos bebido muchas
arrobas de vino juntos, en esta ocasión no hubiesen estado conmigo. Me entro
una gran tristeza por cuantos había visto perecer comidos por los peces, y por
aquellos amigos y vecinos que no había visto, que a buen seguro también habrían
muerto ahogados. Recordaba aquellos bodegones toledanos con peces crudos o
cocinados que parecían salirse del cuadro y que al entrar nosotros en su
territorio se habían comido crudos a los hombres. Hombres que ilusionados
buscaban fortunas y tesoros, esperando encontrar baúles llenos de joyas y oro y
solo encontraron ser manjar para peces hambrientos. No pude evitar que mis
lágrimas saladas se mezclaran con el agua todavía más salada.
Estando repasando por la memoria estas y
otras cosas, vi que se acercaba a donde yo me encontraba un gran banco de peces,
unos que subían del fondo y otros que bajaban de lo alto, todos se juntaron y
rodearon la peña. Pronto me percaté que llegaban con malas intenciones y con
más temor que fuerzas me levanté con mucha tristeza y me puse en pie para
defenderme con la espada; en un vano intento, porque ya estaba perdido y
encallado, el agua había comenzado a entrarme en el cuerpo, y si el vino no me
emborrachaba el agua me mareaba y no podía ni mantenerme en pie, ni tan
siquiera alzar la espada para defenderme. Y como me vi tan cercano a la muerte,
miré si veía algún remedio, pues de la defensa de mi espada no me podía ya
fiar; y andando por la peña como pude, quiso Dios que encontrase una abertura
estrecha y por ella me metí. Era una
cueva que en la misma roca estaba, y aunque la entrada era angosta, dentro
había bastante anchura y en ella no había otra puerta. Pensé que el Señor me
había traído hasta allí para que recobrase la fuerza perdida. Recobrando ánimo volví el rostro a los
enemigos, colocando en la entrada de la cueva la punta de mi espada. Y asimismo
comienzo con fieras estocadas a defender mi posición.
Pero cada momento que pasaba más peces se
acercaban, atacando y embistiendo contra la entrada de la cueva. Cuando alguno lograba entrar en el acto
comprobaban el filo de mi espada muriendo o cayendo malheridos, sin que por
ello levantasen el cerco. En esto sobrevino la noche, razón por la que el
combate aflojó, aunque no dejaron de acometerme muchas veces por ver si me
dormía o si me fallaban las fuerzas.
El vino poco a poco me iba
faltando y conforme iba dejando huecos para que entrase el agua salada y que no
era posible beber ni comer, siendo mi
ser tan contrario a beber agua y menos salada, cada instante que pasaba las
fuerzas me iban faltando y mi atribulado cuerpo estaba cada vez más y más
debilitado. Ya no esperaba otra cosa
que la espada se me cayese de mis flacas y temblorosas manos, dando la
oportunidad a mis enemigos de convertir sus cuerpos en mi amarga sepultura.
Considerando todas esas cuestiones y sin ningún remedio, acudí a quien todo
buen cristiano debe acudir, encomendándome a Dios Nuestro Señor. Allí de nuevo
comencé a gemir y llorar y confesar mis
pecados, a pedir perdón y a encomendarme a Dios de todo corazón, suplicándole
me quisiese librar de aquella rabiosa muerte, prometiéndole gran enmienda en mi
vivir, si de aquella muerte me librase.
Después mis plegarias fueron a la gloriosa Santa María Madre suya y
Señora nuestra, prometiéndole visitarla en las sus casas de Monserrat, Guadalupe,
y la Peña de Francia. Siguiendo mis ruegos a todos los santos y santas, a San
Telmo y especialmente a [5]San
Amador, que también sufrió la desgracia de ser comido por los peces. No dejé ninguna oración de las aprendidas del
ciego por rezar, con toda la devoción que un buen cristiano debe orar, sobre
todo aquellas oraciones que tienen la virtud de librarnos de los peligros del
agua.
Finalmente, el Señor, por virtud, por su
gran bondad y por los ruegos, quiso obrar en mí un maravilloso milagro, y fue
que estando yo así sin alma, mareado y medio ahogado, de repente sentí como se
producía en mí la milagrosa metamorfosis de hombre a pez, ni más ni menos que
semejante a aquellos que me asediaban. Supe que eran atunes, entendí su lengua
y como deseaban mi muerte, decían:
—Este es el intruso de
nuestras saladas y sagradas aguas, es nuestro enemigo y ha matado a tantos de
nosotros que no ha de escapar con vida de su madriguera.
Así lo escuchaba y entendía la sentencia de
aquellos señores atunes. Después de descansar un poco, me refresqué en el agua
que ahora me parecía muy dulce y sabrosa.
Me examiné bien, por si hubiese cosa alguna que no estuviese convertida
en atún. Quedándome placenteramente en la cueva, pensando que sería mejor
quedarme allí hasta que llegase el día.
Tenía miedo de que me
reconociesen y supiesen de mi transformación. Por otro lado, temía la salida
por no tener confianza en que tal transformación no hubiese sido todo lo
perfecta que debiera. Tampoco tenía la seguridad de que sería posible
entenderme con ellos y si sabría responder a lo que me interrogasen, y fuese
esta causa de descubrirse mi secreto; que aunque los entendía perfectamente y
me veía con su misma forma, tenía mucho miedo de verme entre ellos después de
haber comprobado su fiereza a la hora de atacar y devorar a mis desdichados
compañeros y darme cuenta de que no le hacían asco a ningún bocado, ni siquiera
a los de su propia especie. Finalmente, pensé que lo más seguro era que no me
hallasen allí, al no encontrar a Lázaro
de Tormes, pensarían que yo le había salvado y me pedirían cuentas de él, por
lo cual me pareció que saliendo antes del día y mezclándome con ellos, con ser
tantos, con suerte no se percatarían de
mi transformación. Como lo pensé, así lo
hice.
©Paco Arenas
[1] Zahén:
Moneda de oro finísimo que usaron los
moros españoles y equivalía a dos ducados primeramente, y 445 maravedís.
[2] La
comida.
[3] Vara o
palo encorvado y muy largo al cual está asegurada la vela latina en las
embarcaciones de esta clase.
[4] Capitanes
y capellanes.
[5] San
Amador de Tucci, santo jiennense arrojado por los musulmanes al río Guadalquivir
para que fuese comido por los peces, sin que apareciese su cuerpo.
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