Teresa
Panza se presenta y muestra
sus
intenciones
Año del Señor 1615 ¿1617?[1]
Es
menester comentar que, con esta son tres las veces, en las cuales, he intentado
escribir lo que a continuación acontece en este apartado lugar de la Mancha. La
primera vez que pretendí manchar el inmaculado blanco del papel, fue hace más
de ocho años, recién casada con mi santo esposo, que Dios tenga en su gloria,
Andresico Quesada. La segunda, justamente hace un año, cuando tempranamente
enviudé de mi joven y amado esposo, en ambas ocasiones tinta y papel fueron
provechosas para encender la lumbre.
En
estas amargas horas, fallecido también mi amado padre, don Sancho Panza, he
tomado la decisión de emprender de nuevo mis torpes letras de campesina,
sabiendo de antemano que, lo más cierto, es que acaben, estos torcidos surcos,
al igual que los pretéritos, siendo pasto del fuego purificador de mi chimenea;
aunque, todavía no he perdido la esperanza de que mi admirado Cide Hamete
Benengeli llegue a leerlos.
Escribo
desde esta aldea perdida de la mano de Dios que llaman El Pinarejo y,
anteriormente, Pinar Vejo o Vello, que no hay mucha claridad sobre el asunto.
Cumplo la promesa realizada al señor Cide Hamete Benengeli, por esta, su
humilde servidora, Teresa Panza.
Sí,
digo bien y no miento, soy Teresa Panza, no la mentada en libros, Sancha Panza[2], que
fue mi hermana, que Dios tenga en su gloria, y que Satanás condene a quien la
engañó llevándola a un viaje con destino a las Indias, prometiéndole matrimonio
y entregándola como manceba a la tripulación del bajel. Referencias de todo ello llegaron para pena
de mis señores padres, mi hermano y mía, de que nunca llegó a pisar las Indias,
ultrajada se lanzó a las aguas del mar Océano.
¿Quién
va a pensar que un bizarro capitán iba a engañarla así? No fue ella sola, sino
que más de treinta mujeres fueron embarcadas con promesa de matrimonio. No hubo
cartas de despedida, porque no sabía escribir. Sólo ella no llegó a las Indias,
ella la única, que, enamorada de su capitán, no consintió el ultraje. No quiero
ni pensarlo, menos escribirlo, pues no es esa mi intención.
Sancho fue mi padre, Sanchico, mi hermano y
Teresa Cascajo, mi madre. A buen seguro, gentes habrá que lo pongan en
cuestión, mas, yo estoy dispuesta a deshacer entuertos y sacar a quien lo dude
de la confusión. Aclarado esto, que no es cuestión
baladí, porque cada cual sus méritos se ha de llevar y no los ajenos, por muy
ignorantes y lerdos que estos sean. Tal y conforme en esta vida de ladrones y
facinerosos suele ocurrir a la mínima que se tercia. Aclarar que estoy muy
lejos de poseer, al servicio de mi ingenio, musas fértiles y fecundas, tal y
conforme las tenía mi admirado Cide Hamete Benengeli. Señor que, en su tiempo, tuvo a bien escribir
sobre la vida de mi padre y la de don Alonso Quijano —Dios guarde en su gloria
a ambos —bajo el título de «El ingenioso
hidalgo don Quijote de La Mancha». Como su muy humilde servidora, que soy,
sólo me atengo a mi mala memoria y a la verdad cruda de mis vivencias. Sin que
nadie me pueda discutir lo que mis ojos han visto y mi cuerpo ha sufrido o
gozado. Si el almendruco[3]
de mi corral está deshojado y seco, sin vestir sus ramas de blanco, ni darme la
alegría de su fruto, tal como ocurre desde que murió mi amado esposo, eso diré.
Si, por el contrario, estuviere verde, pero fuerte y frondoso, creciendo;
aunque, todavía no dé nueces, así lo haré constar, sin que nadie pueda llevarme
la contraria de que en mi patio crío un nogal, que será, al igual que su padre,
un ser singular, como así es mi hijo. No haré de la noche día, ni de la mentira
o exageración mi escritura. No es mi condición fabular o inventar historias, de
las que no soy capaz. Por tanto,
escribiré sólo lo que mi mala memoria y torpes entendederas me dicten. El oído
que escucha y los ojos que ven, son los mejores testigos de cuanto en este
apartado lugar de la Mancha aconteció. No he de ser yo quien desvele el secreto
de Cide Hamete Benengeli. Es mi deber y obligación respetar su decisión, mas no
se me pida que guarde secreto, al menos, sobre lo concerniente a don Alonso, a
mi padre, y mucho menos, con respecto a mi persona, pues a nadie ofendo, ni
vivo ni muerto, si yo cuento mi vida.
Es preciso aclarar, que, a pesar de
haber gozado con la lectura del mentado libro, escrito para honra de don Alonso
y Sancho, que no soy yo mujer desocupada. Digo esto para callar voces
acusatorias contra mi persona, sin que por ello me importe mucho.
El razonamiento y el entendimiento de
esas gentes, pretende hacernos creer que, quien goza de las vidas ajenas, esas
que hay en libros de caballerías, suelen ser personas ociosas y sin ocupación,
vividores que, como reyes, viven de sudores ajenos viéndolas venir, lectores
desocupados, sin oficio ni beneficio. Bien sabe el señor Cide Hamete Benengeli,
su autor, que cada hogaza que me como, si no la amaso con mis manos es de
milagro, y que cada trozo de queso que a mi boca llega, lo he puesto en la
pleita con mis propias manos, y alguna vez hasta ordeñar las ubres de las
ovejas y de las cabras, sin que por ello me quejara de las grietas de mis manos.
Si gusto del placer de la lectura, es a
costa de robarle horas al sueño. Bien que lo sabe él, que mientras la cera se
consumía, con esa misma luz, que él escribía, yo leía. Decir que era su cuerpo
y su cabeza la que tenía que esquivar para encontrar el resquicio de débil luz
que me permitiese leer en las nocturnas horas que compartimos. En esta tercera
ocasión, en que comienzo a escribir mis recuerdos, debo aclarar, que es bien
cierto, y que hace honor a la verdad cuando en su prólogo el señor Cide Hamete
Benengeli dice: «Pero yo, que, aunque
parezco padre, soy padrastro de don Quijote».
Gran verdad escribió y no mintió. El
padre de Don Quijote fue don Alonso Quijano, mismamente, en su primera parte, y
mi señor padre Sancho Panza, en matrimonio con su difunto amo, fue padre de la
segunda. Eso, si alguna vez llega a salir esa prometida segunda parte, que ocho
años de su marcha, no tengo noticias de ella. No dudo de su palabra, siendo,
que es, hombre honrado y siempre ha pagado con creces posada y memoria de mi
señor padre. He de decir, que embaucó,
con su fácil plática y razonamientos a don Alonso Quijano. Prometiéndole convertirle en el más afamado
caballero que bajo los cielos de la Mancha y el mundo entero cabalgó, un
hidalgo de alta alcurnia, cumpliendo sobradamente su palabra. No sienta temor,
ni escandalizado se eche las manos a la cabeza, mi señor Cide Hamete Benengeli,
de que yo pueda llegar a calumniarle. Nunca fue, ni será mi intención —aunque
lo pudiese parecer—pero, sí, hacerle notar gentil caballero que quien se pica
ajos come, sépalo vuestra merced. No lo tome como ofensa, que vuestra merced me
enseñó el arte de la ironía. Sepa que es chanza de mujer ignorante. Mujer que sobradamente
sabe que ningún caballero castellano ha existido sobre estas tierras más
generoso y honrado que Cide Hamete Benengeli, que siendo pobre siempre supo
agradecer.
Marcando los puntos sobre la «i», para
que no haya lugar a malentendidos, que siempre la gente interpreta a su conveniencia,
dando más crédito a quien tiene la fama, que a quien tiene la verdad y la
honra.
Es preciso que vaya yo por mi camino de
manera soberana, como reina y señora de mi casa, pues no reconozco dentro de
ella autoridad más alta, y fuera de ella, no me incumbe. Ya nadie me podrá
decir, cuando me plazca escribir, que estoy perdiendo el tiempo en algo sin
provecho. Podrán pensar que estoy loca como el ingenioso caballero de la
Mancha, más nadie tendrá potestad para quemar los pocos libros que me dejó. No
busco más provecho que el cumplir la promesa de aprender, recordar y conocer lo
que hay dentro de mi persona. No descuido la hacienda, que mi amado esposo tuvo
a bien dejarme para la crianza de mi hijo. Hijo, que como de su linaje lo tuvo
él, y lo tiene y tendrá, todo el mundo. Ya me encargaré yo, que lo que nadie
supo, y tan sólo mi madre sospechó, quedé en la ignorancia. Ni mi hijo lo
debiera saber, por mucho que con orgullo debiera ser, el saber, de qué cabeza
salió el ajo de enero.
Escribiré, por tanto, sin las
muletillas que mi bien amado Cide Hamete Benengeli me enseñó a usar. Nadie debe andar con los pies de otro, sino
con los propios. Si yo pretendiera calzar sus borceguí labrado, de caballero,
no sería preciso calzador y se me escaparía de mis pequeños pies, acostumbrados
a pisar más con mis pobres abarcas rotas, que a otra cosa. Tan grande como sus botas,
fue su ingenio. La comparación, si la hubiera, podría ser la de la avutarda y
el «burlapastores». A buen seguro que, serán muchas las veces, que como otras
pretéritas, me quebre el tobillo, y como siempre, me sabré levantar, con o sin
su ayuda, con recompensa o sin ella. La decisión está tomada: tinta, papel y
memoria no me faltan.
Quien me viera, pensaría que siendo corta de trote[4],
al igual que mi padre, que mi madre, para ser mujer, no necesita empinarse ni m
, sin que me temblaran las piernas, logrando el fruto anhelado de la higuera, que,
aunque seca pareciera, todavía tenía savia y vida, como la que gracias a esa
simiente en mi vientre germinó. Aunque, bien debo decir, que al coronar la
cabeza de quien lo merecía, no lo hice por asechanza contra él. Mas, ya llegará
el momento de contar lo que ahora debo de callar.
Teresa
da sus razones para escribir
estos
manuscritos
Todo surco comienza en una besana, y por corto que sea, sino
se comienza no se llega al final, siendo preciso arado, yunta y ganas para
labrar, yo tengo, tinta, pluma, papel y ganas puedo asegurar que no me han de
faltar. Por tanto, sin más dilación, que
la duda engendra pereza, comencemos la labranza y que Isidro labrador
provea de agilidad mi arado.
Vine yo a vislumbrar el mundo, con sus días y sus noches, a
no muchas leguas de aquí, a mitad camino de estas tierras castellanas y las
tierras de Andalucía, en un lugar de la Mancha, que, si Cide Hamete Benengeli
dejó en incógnita, no he de ser yo quien lo apunte, ni tampoco nombre. Grande
es mi mérito, que siendo mi cuna la que es, me atreva a manchar este papel
pálido, como nunca estuvo la piel de mis manos y cara, pues el sol siempre lo
churrascó más de lo debido, no como a las amas y condesas que piel de blanco
armiño tienen desde las uñas de los pies, a lo que todas escondemos.
Quién soy ya lo he dicho, y no es intención mía meterme en berenjenales
ajenos, ni ponerle cuernos al cervatillo antes del momento deseado; aunque, no
esté de más decir, aunque contradiga al mentado señor, que nací en un lugar de
la Mancha de cuyo nombre no quiero olvidarme, ni pienso olvidarme. Tampoco
debería olvidarse Cide Hamete Benengeli, que buenos maravedíes, reales y
escudos le ha dado el no mentado lugar, para que al mundo piense que no le
pueda interesar saber nada del mismo.
A buen seguro, en los
años venideros, habrá riñas y disputas sobre si fue aquí, allí o allá, y dirán
que no quiere acordarse porque se casó y se marchó a Sevilla por no aguantar la
presencia de la suegra, que siempre buscaba la excusa para ponerlo en contra de
quien debiera querer. O, tal vez, que
fulano tal o cual, era el mismo don Alonso en persona. Ya se dice de todo sobre
el caballero, y más sobre don Alonso y mi padre, y eso que, todavía estamos
vivas, personas que conocieron a al uno como al otro, que Dios los tendrá en su
gloria, ¿qué será cuando nadie recuerde que hubo un caballero loco y un escudero
cándido? A Buen seguro dirán que son criaturas creadas por un escritor que
quiso ser poeta y dramaturgo, y no fue capaz…
No piense mal. Como sé que ha de leer vuestra merced lo que
aquí cuento, decirle que no es plato de gusto que, donde te han dado pan,
posada y vino con agrado, apenas has salido del lugar, vuestra merced, se haya
olvidado del nombre que tan buenos rendimientos le dio. No creo yo que le
tratasen tan mal ni allí donde nací, ni aquí en esta aldea del Pinarejo. Tal y
conforme me narró vuestra merced, en pocas ocasiones, en larga vida, tuvo
agradecimientos. Y la fortuna, las más de las veces os fue adversa, como si
todos los seres malignos de los infiernos se hubiesen confabulado contra
vos. Sin aplicar, en ningún momento,
aquello de donde vayas lo que vieres hagas, que bien agradecido con las
personas humildes sois, pagando por adelantado convites, antes de saber si al
final tendrá vuestra merced cosecha.
CAPÍTULO 3º
Las
pretensiones de Teresa Panza
de aprender a leer
Iniciemos, pues, la labranza en estos blancos surcos, tan
torcidos como el revolotear del guacho de un gorrión. Hace algunos años, recién
mozuela, cuando comenzaba a manchar los primeros trapos, algunas enaguas y
sayas por descuido de mi poca edad. No nos habíamos recuperado del dolor de lo
de mi hermana, cuando aconteció la triste muerte de don Alonso Quijano, con la
triste herencia que nos dejó y que ya habrá momento de contar.
A pesar de tan gran pérdida, los primeros años —siendo de
luto —todo marchó mejor que antes de que mi señor padre se embarcara en
aventuras y desventuras de caballerías —. Decir que todavía quedaban algunos
escudos, de los de Sierra Morena, y otros escondidos, de los cuales, no
teníamos conocimiento. No tenía los doce años, cuando esto pasó. Yo veía el
mundo con alegría, ni tristeza me producía cuando ayudaba a mi madre a desollar
liebres o conejos que mi padre del monte traía. Si eran codornices o perdices,
yo era la primera en calentar el agua para desplumarlas, y, hasta palomas a don
Pedro, el cura, era capaz de hurtarle del palomar. Quiero decir con esto, que tenía los ánimos,
más de mozo que de mozuela, gustándome más tirar cantos al río, que acunar
muñecas de trapo. Mi hermano, entonces pensé, que, sin escarmentar en cabeza
ajena, tuvo dos enajenaciones que otros tuvieron antes. La primera, leer,
por curiosidad, argumentando que quería saber lo que de nuestro padre habían
escrito. La segunda fue consecuencia de la primera, al no poder ser caballero,
quiso ser soldado. Y yo, que todo lo que mi hermano quería, yo ansiaba, logré
recibir algo de instrucción por parte de mi hermano Sancho. Él, a su vez, la
recibió del bachiller Carrasco. Sanchico dicen que aprendió bien, yo como mi
hermano tenía más ensoñaciones que tiempo, apenas me enseñó, lo bastante como
para distinguir la «a» de la zeta. Temimos
que lo ocurrido a don Alonso podría ser que le llegase a ocurrirle a mi hermano
Sancho, no el morir, sino el volverse loco por tanto leer, viciado como estaba con
los libros de don Alonso. Sin intención de ofender a tan honestas personas que
echaron la culpa de la locura a los libros, los más inocentes, dudo yo que la
culpa de la locura de los hombres puedan tener los libros. Mal aconsejado, se
enroló en los Tercios de Flandes, prometiendo su pronto regreso, una vez hubiera
llenado la faldriquera de oro; más parece ser que nunca la llenó. Aunque hemos
recibido, de uvas a peras, noticias del mismo por mediación de Cide Hamete Benengeli,
mas no lo hemos vuelto a ver. Lo cual es muy triste, pues mi padre emprendió la
postrera marcha sin tener esa dicha, ni rico ni pordiosero, que parece que es
su condición, allá por tierras de Castilla la Vieja, en Valladolid, parece.
Gracias a Cide Hamete Benengeli tuvimos conocimiento de una aventura graciosa
cuando, sin su brazo izquierdo, regresó licenciado. Si las fuerzas me llegan,
que las ganas de narrarlo las tengo grandes.
Al marchar mi hermano a la guerra, intenté que el bachiller Carrasco,
casado con doña Antonia Quijano, sobrina de don Alonso, me continuará instruyendo
en la república de las letras, sin éxito. Por ser el parecer del señor
bachiller que, una mujer mejor que leer, debe dedicarse a otros quehaceres, que
por naturaleza nos corresponden. Alega, juicioso, a su buen entender, que Dios
así lo ha dispuesto:
—Dios ha asignado a la mujer la misión de ser madre, y dar
cariño y reposo a su esposo, el cual debe ser sostén de la familia, además de
aprovechar su inteligencia superior para suplir las carencias de la mujer…
Algo así dijo, tampoco lo recuerdo bien, pero tanto doña Antonia
como yo, quedamos en ese instante convencidas de la a «a la zeta», de que
hablaba con gran sabiduría, puesto que lo hacía de manera tan pensada y con tan
modulada voz, que parecía el más sabio de los hombres. Incluso, doña Antonia,
que, sí, sabía leer, añadió dándole la razón:
—Con la lectura, hasta algunos hombres sabios llegan a
perder la cabeza, y a las pruebas me remito…
Siendo, que su esposo el bachiller, la miró de soslayo, no
de muy buen grado, volvió a por gente:
—Decir, que mi amado esposo, es tan sabio como fue mi tío, y
aunque tiene afición a los libros de caballerías, lee con devoción rezos y
salmos del sabio Salomón, lo cual le aleja de la locura y complace mis oídos
con su melodioso recitar. Haz caso a mi esposo.
—Sí, mi ama. Dios me libre de caer en la tentación de tocar
el lomo de un sólo libro, y menos del rey Salomón —contesté con espanto a lo
dicho por doña Antonia.
—Harás bien, pues sería tu perdición —cerró la conversación
el señor bachiller.
—Y tanto, mi amo, que ese rey era tan sabio que tuvo no sé
cuántas mujeres…
—¿Cómo sabes eso, criatura, sin saber leer?
—Lo escuché a alguien decirlo —, contesté mordiéndome la
lengua, sin querer decir a quién, que fue a él mismo.
Lo dijo, mientras yo servía vino, a un bachiller toledano, que
estaba de visita en nuestra aldea. Bien que lo recuerdo, a pesar de los años, y
entonces, no hacía tanto:
—Bueno sería ser como
el sabio Salomón, que tuvo setecientas mujeres —dijo Sansón Carrasco.
—No sería tan sabio, si tuvo setecientos quebrantos —contestó
el otro levantando el porrón de vino.
—¿Quebrantos? A las mujeres es preciso enseñarlas. Yo, si
tengo que hacer hago, al ama la tengo contenta, y los compromisos, los que me
interesen o entren a tiro de mi escopeta, ten seguro que los cazó… —replicó entre
risas el bachiller, cogiéndole el porrón al compañero.
—Amigo Sansón, no confiéis la yegua, no fuera a ser que el
vino se tornase acedo, siendo que es muy bueno —dijo el bachiller toledano
señalando a la puerta, por donde entraba doña Antonia.
A mí ni me miraban,
como si fuera incorpórea, de tan poca cosa que era entonces. Cría, más
renacuaja y con menos presencia, no la había en toda la aldea, ni tetas tenía.
Mientras que doña Antonia, era mucha doña Antonia, bien vestida y con mucho
poderío. De ella debo decir, yo que la vi muchas veces desnuda y la ayudé a
vestir, que toda ella era una auténtica y desbordante hermosura. De haber sido hombre, a buen seguro, habría
sabido apreciar toda la seda que su piel era, que alguna vez tentada estuve de
acariciarla. Doña Antonia de gran hermosura. Nunca vi tetas más redondas,
hermosas y proporcionadas, piernas más largas y de justas simetrías, sus labios
eran de esos afrutados que dicen que pintan los artistas. Además de todo eso,
dineros, sin ser muy rica, no le faltaban. No es que Sansón Carrasco
desmereciera, por mucho, que yo sé que él sí menosprecia a la señora, por ser
un poco ignorante, según don Sansón.
CAPÍTULO
4º
Teresa
Panza y sus tropiezos con el bachiller
Así era el bachiller, siendo hidalgo de
gotera sin tejado, presume de serlo de quinientos sueldos. Yo me atrevería a
decir, que, por su labia y su facilidad para embaucar, terminará siendo de
privilegio[5],
y si no, al tiempo. No obstante, aunque pechero no sea, dineros, sino fuera por
doña Antonia, a buen seguro que no le sobrarían. No me gustaba que tratase a
doña Antonia así, y eso que decía tenerla en un altar. Si a ella la tenía por
alteza y la llamaba ignorante, a las demás mujeres, peor que a las cabras nos
miraría. Mal hacía, presumiendo de su
sabiduría; aunque no todo el mundo, y menos las mujeres, pueden ser estudiante
en Alcalá, como lo es él. Sin embargo, perdonen ustedes que me ría, mucho más
sabio es Cide Hamete Benengeli, y nunca le escuché hablar con la soberbia que
le escuché al bachiller don sansón Carrasco.
Dice mi padre, que siempre fue el
hombre más sensato, y no lo pongo en duda, pero eso sería cuando en la bolsa no
le sobraban tantos dineros como ahora.
Volvamos a mi asunto:
Ocurrió, que de tanto ir el cántaro a
la fuente, alguna vez se tenía que romper. Cierto día, cuando llegué a limpiar,
pillé al señor bachiller en su cuarto, con sus cosas de matrimonio, aunque
cría, supe a mis pocos años que no era cuestión de interrumpir el trabajo.
Me vi sola, y aproveché para ir directa
a la biblioteca, sin nadie que me vigilará. Vi la oportunidad de coger que le tenía echado
el ojo desde hacía bastante tiempo «Tirante el Blanco». Emocionada se me
cayó al suelo, lo recogí y confiada me lo metí donde siempre. Entonces llegó él
en camisón, por detrás, sin que yo me percatase por estar ensimismada
acomodándome la ropa para que no se notara. Me sujetó y me tapó la boca con una sola mano.
La otra la metió por debajo de mi cintura pasándola por encima del libro, bajó
hasta un escondido rincón. Sentí mucho temor y emoción a la vez al descubrir
que yo tenía un ignorado botón en tal lugar, que yo nunca me hubiera podido
imaginar. Pensé que pasaría algo irreparable, perdida y deshonrada me veía sin
haber cumplido los doce, más, cuando la otra mano de mi boca quitó y la bajó
por mis pequeños pechos, todavía sin despuntar. En mis oídos resonaron las
advertencias de mi madre:
—Hija
mía, quédate con estas palabras: no tengas cuidado de un ratón, ten más miedo a
un hombre en camisón.
Acarició lo prohibido, y viendo mi
temblar, tras hacerme sentir mucho; de improviso, sacó la mano con el libro,
disimulando, cual inocente infante. Miró para atrás, riéndose de mí. Agitó el
libro me dijo al oído:
—Los ladrones acaban mal, la ladrona de
libros, en este caso tiene la suerte de que estoy satisfecho con lo almorzado
esta mañana, y no tengo ganas de manzanas que están todavía por madurar. Mas
ándate con cuidado, que no siempre puedes tener la misma suerte, ni estar tan
entera como ahora… —de repente calló, antes de que entrará, también en camisón,
doña Antonia.
—Aquí, la moza, Sanchica, que quiere robarnos los libros —casi gritó a
su mujer, llamándome por el nombre de mi hermana.
De no conocer su valía, juraría que en
ese momento temblaba casi más que yo.
Ella se encogió de hombros y se fue al
cuarto de nuevo, supongo que a reposar el almuerzo.
—Atente a lo que te he dicho, que hoy
he almorzado y me pillas sin ganas —me dijo señalando con el dedo, esa parte, que,
sin permiso, había profanado.
No lo entendí, pero lo intuí, y fue
peor, además de producirme cierta desazón, ante lo que podría haber pasado.
Durante un tiempo, me daba reparo ir a
casa del bachiller. Tenía miedo, y ponía cualquier excusa para ir, fingí tener
calenturas, pero a mi madre no la engañé.
—Criatura, ¿qué te pasa?, ¿por qué no
quieres ir, si en esa casa se come muy bien?
Y era verdad, comía mejor y más que en
mi casa, y a veces a escondidas, podía golosinear buenas longanizas y costillas,
que donde tanto había, pieza más o pieza menos, no se apercibía, no siendo
pocas las veces, que sin vergüenza le decía a doña Antonia:
—Buena pinta tiene esas migas con
tocino, con lo que les gusta a mis hermanas…
—Siéntate y come, y después, las que
sobren se las llevas.
No tengo queja de ella, siempre guisaba
demás. Decía que no sabía guisar sólo para dos. El ama, quien le enseñó,
siempre había guisado para muchos, y con menos medios. Ahora, ella era quien
guisaba, sólo para su esposo, Dios no les dio hijos; aunque, corría la voz de
que el señor bachiller tenía alguno por ahí. En ocasiones, cuando no estaba su
marido, hasta me decía que le llevase a mis hermanicas, y las trataba como a
hijas, y ese día, se comía todavía mejor en esa casa. Creo que podría ser, para
buscar consuelo a su vientre yermo.
Fue ella, quien de nuevo tuvo la culpa de que
yo volviese a leer, me lo dijo de la manera más natural:
—Si quieres coger algún libro, lo coges
cuando no esté mi esposo, pero, lo más importante, mira bien de dónde lo coges,
para volver a colocarlo en el mismo lugar.
Y así lo hice, miraba bien qué libros
tenía a los lados, los memorizaba y lo cogía moviendo todos un poco para que no
se notase el hueco, cosa que no me resultaba difícil, pues los limpiaba yo. Un
día, me preguntó:
—¿No habrás cogido ningún libro?,
¿verdad?
—Para limpiarlos y nada más.
Entonces se acercó a mí, y yo eché mis
pasos para atrás asustada y temblando.
—Tranquila, me fio de ti. Mira ese
libro —dijo señalando con su dedo para las más altas estanterías.
Yo bajé la guardia, y él aprovechó para
agarrarme y tocarme por debajo de mis enaguas, empujándome en dirección a su
cuarto, y echándome sobre el lecho me levantó las enaguas, sujetándome fuerte,
sin poder moverme. Cordera degollada me veía, de no haber sido, porque en su
confianza, quiso contemplar a placer lo escondido, diría que, babeando, como si
se fuese a comer un manjar.
—Zagala, eres ya toda una mujer,
quédate quieta que lo pasarás muy bien, ya verás —dijo.
—Como mande vuestra merced —dije,
saliendo mis palabras no sé de dónde, ni si fui yo quien las pronunció.
Él se recreó con la vista, seguro de yo
aceptaba mi suerte con gozo, tan pagado estaba de sí mismo. Yo aproveché, y girando
para el lado contrario, caí fuera del lecho y salí corriendo antes de que el
bachiller pudiera reaccionar.
—Espera mozuela, que te va a gustar…
—Lo que vuestra merced mande —dije,
pero nadie corría más que yo, tropezando con doña Antonia en la misma puerta de
la calle.
—Muchacha, ¿a dónde vas con tales
prisas?
—A mi casa, que mi madre me requiere.
—¿Y te vas sin comer ni nada? He traído
cabezas de cordero, con lo que te gustan…
—Otro día doña, otro día.
Me quedé sin probar aquellas sabrosas
cabezas de cordero que doña Antonia enterraba abiertas boca abajo en la lumbre,
echándole una capa de ceniza y ascuas sobre la misma.
—Quien no come ceniza no va al cielo
—solía decir la buena señora, palabras que decía también mi madre.
Me gustaban mucho las cabezas, sobre todo los
sesos; aunque estos, en ocasiones, doña Antonia los guardaba para mi
hermanicas.
Más de tres días estuve mala de los
nervios. Aquella primera noche, todo fueron pesadillas, tormentos y sed, tanta
que yo que era de dormir de un tirón, más de tres veces me levanté a beber agua
y a orinar.
Desde
aquel día, ver al bachiller Carrasco, me producía igual pavor que cuando, de
pequeña me ladraba el perro del mayoral del del señor conde. Con el perro salía
corriendo, y mis piernas eran más ligeras que las del can, o lo espantaba con
un palo, que siempre llevaba cuando tenía que pasar por aquella calle; aunque,
las más de las veces, rodeaba por otra calle. Con el señor bachiller, no podía
tirarme por otra calle, ni echar a correr. Era de obligado cumplimiento ir a su
casa todos los días, cual beata al rosario de la tarde. No había excusa que
sirviera, lo tenía mi madre por hombre de bien, en cuanto a mi señor padre,
tanta devoción le tenía como le tuviera a su antiguo señor, con la diferencia
que a este lo comparaba en sabiduría a los filósofos de Atenas, sin saber qué
eran los filósofos, ni dónde diantres se encontraba Atenas.
—¿Pero usted cómo lo sabe si es, como
yo, más ignorante que un guante? —Le pregunté en cierta ocasión.
—Porque, con esas mismísimas palabras las
decía mi amo, y don Pedro, el señor cura, que son hombres de letras.
Yo iba precavida, y por debajo de las
sayas, aunque pareciera más hermosa, me colocaba refajo y faja bien apretada,
no fuera a ser que una espiga de avena se me metiese debajo. Notaba, o al menos
me parecía a mí, que me miraba de otra manera, y yo a él también. Lo peor
de todo, era que de día le tenía Sabía que era pecado y me quitaba el sueño,
pero desde aquel día que tocó lo sagrado en la biblioteca, yo también quise
saber, conocer más a fondo, esa sensación. Aquel día, siendo chiquilla, descubrí
algo nuevo, y después cuando, aprovechando la ausencia de doña Antonia, quiso
mancillar mi honra, siendo ya mujer, sin darme cuenta, al principio, algunas
veces, con mis manos simulé que eran las suyas. Sí, sentí miedo, pero sólo de ir al infierno.
En los años que siguieron, nunca más
entré en aquella casa, sin estar segura de tener cerca a doña Antonia. Tampoco
entré en la biblioteca, como no fuera para limpiar el polvo a los libros y a las
estanterías y siempre buscando excusas para que ella estuviera delante. No me
fiaba de él, que, a cualquier descuido, intentaba, como de broma, jugar al
escondite conmigo. Yo lo esquivaba, pero él siempre tras de mí, o eso me lo
parecía a mí, podría decirse que no me dejaba ni a sol ni a sombra. Intenté decírselo a mi madre, y se echó a
reír, y eso que nada de lo ocurrido o de lo que me decía le conté.
—El señor bachiller es un hombre bien
plantado, hasta huele bien. Sabe hablar y comportarse con las mujeres, sin
faltarles al respeto. Nunca me ha dicho una palabra más alta que otra. No sé
cómo puedes decir que te da aprensión cuando lo ves, que le tienes temor…
—Madre, pues yo prefiero limpiar las gorrineras
que limpiar las telarañas de doña Antonia y de don Sansón…
—Criatura, tú todavía no hueles a
pobre, en el momento que empieces a limpiar gorrineras, ya no te quitas la
peste de encima, te lo digo yo. Si sigues en casa de doña Antonia, ahora que no
tiene ama, y tiene que guisar ella, vivirás toda tu vida bien alimentada, sin
que te falte de nada, ni a ti ni a tus hijos, que el campo es muy duro para el
hombre y más para la mujer, hazme caso…
Así que continué yendo casi todos los
días, según requiriera doña Antonia. Cierto
día, delante de su propia mujer me dijo mientras limpiaba el polvo de los
libros:
—Moza, ten cuidado, que la mujer tiene
el espíritu débil y voluble la voluntad, no vaya a ser que quieras volver a esa
manía tuya de querer leer. Podría acaecer, que, al abrir un libro, abras las
mismísimas puertas del infierno.
—No lo haré mi señor, una y no más, Santo
Tomás —dije, aunque pensé: «ya vi de cerca al diablo, y ainas[6]
tuve tiempo para escapar de él.»
—Leer es pérdida de tiempo en la mujer,
su entendimiento no está preparado para tal menester, así lo quiso Dios. Querer
leer, pudiendo dar y recibir otros placeres, es insultar a Dios y a la
naturaleza…—no continuó porque doña Antonia lo atravesó con la mirada.
Doña
Antonia me miró también a mí.
—Las puertas del infierno, también se
pueden abrir de distinto modo, al que dice mi esposo. El leer, puede llevar al
infierno, y a algunos a creer, que, por saber mejor leer, son más sabios que
las mujeres. Y, querido esposo, a Dios, asimismo se le ofende con la soberbia,
sin querer decir, amado mío, que vos pequéis de soberbio…
Nunca, hasta ese momento, ni tampoco
después, vi al bachiller agachar la cerviz, callar y marcharse, sin decir nada.
Miedo tenía al infierno, esa es la
verdad. Así que, para evitar chamuscarme y perder el entendimiento –entre leída
y leída, un rosario y dos avemarías —que, a buen seguro, Dios y la Virgen María,
me eximirían de mi pecado de buen grado.
CAPÍTULO 5º
Teresa habla sobre la
condición
de mujeres y hombres
Mas dejemos al bachiller para otro
momento, que es cosa que no viene a cuento, y siempre me apeo del borrico sin
llegar a mi destino y con las alforjas llenas de regüeldos a nada frito.
Dada mi ignorancia pretérita, antes oculta
ahora conocida, asumida y peleada. Sí, peleada, porque mi admirado Cide Hamete
Benengeli me ha abierto los ojos de par en par. Sé que, son los hombres quienes
arriman las brasas a su sardina, sin reparos, para maniobrar las voluntades
ajenas, con especial dedicación a las doncellas, sin impórtales la honra ni la
voluntad que puedan perder o tener, y presumen de sus abusos cual pieza de caza.
Son ellos quienes enredan para legislar leyes y prebendas, siempre a favor del
varón y nunca de la hembra. Tanto, que hasta el lenguaje de Castilla
tergiversan a su antojo, haciendo del mismo animal que en ellos astuto. En nosotras, pasa a ser amancebada y disponible
para quien lo desease; y si son generosos y condescendientes, se conformarán
con llamarnos mozas distraídas. Cuando es bien sabido, que harenes tienen tanto
los emires moros como los reyes cristianos, incluso los hebreos que dicen que
hubo en Toledo, y no digamos el sabio Salomón, ¿cómo daría sustento a dos
hembras por día, mal pensar el mío, que alguno le ayudaría. Y bien visto está que tengan hijos con
distintas doncellas sin que se resientan las piedras de la catedral. Para
muestra, un botón o cientos: siendo por todos sabido, que el primero y más
famoso de los capitanes que comandaban los ejércitos del rey, bajo los que
luchó mi hermano fue un muy ilustre[7]
bastardo, siendo él quien se llevó dineros y honores. Mientras, la soldadesca
ni los sueldos cobraron, y quienes no regaron de sangre tierras flamencas,
sembraron de lisiados y pordioseros las calles de Madrid, Toledo, Salamanca,
Valladolid o Barcelona y hasta las mismísimas Indias.
Así es la suerte de la mujer — ya
fueren plebeyas o nobles cortesanas —. Se supone que es lícito para los hombres
que, si van a la guerra, desahoguen sus instintos en huertos ajenos, ya sea con
escudos o con espadas, comprados u arrebatados. Mientras nosotras, si nos falta
varón, no se nos permita siquiera mojar nuestras ganas, sin que sea pecado, y
si ello hiciéramos, seríamos acusadas de mil ofensas a la decencia y a la santa
religión cristiana, no ya por obras, sino por pensarlas y quedarnos con las
ganas. Y, aunque, viudas quedáramos, como yo estoy ahora, la castidad se nos
exige, y nos obligan a poner candado a lo que se ha hecho para disfrute de los
cristianos. Debemos guardar luto y abstinencia, si ellos así lo desean o mueren
en la guerra. Lo hacen natural y con compostura de juez, tal como suele hacer el
bachiller, sin encomendarse a Dios Nuestro Señor, la Santísima Virgen y todos
los santos de la corte Celestial. Y así es desde los tiempos de Eva, como si de
la misma matriz no hubiésemos salido hombres y mujeres. Si a nosotras nos gusta estar a la par, con
malos ojos nos verán. Como sí al compás de dulzainas y tambores no nos gustase
a todos danzar por igual. Siendo tan buen bailarín el hombre como la mujer, o si
me apuras, mucho mejor lleva el ritmo la mujer, que algunos hombres sólo tienen
ritmo al beber o mandar, y muchas veces, en el lecho baila solo él, terminando
la danza antes de que la mujer dé el primer paso del baile: Y para más gracia,
porque no diga que lo tratas con desgana y dejarlo conforme, una tiene que hacer la pantomima de fingir haber danzado
sin sentir siquiera el aire en sus enaguas.
También en la guerra, como en la paz,
no es el mismo trato que recibe el hombre que la mujer. Mi hermana marchó
porque quería comer, y aquel desgraciado le ofreció ser dama. Mis padres, sin
quedar conformes, pensaron que era por su bien, y no mataron un pollo para la
despedida. Cuando marchó mi hermano, tal vez porque sabíamos lo de Sancha,
todos lloramos, a pesar de irse con gusto y jurando por su linaje pronto
regreso con la bolsa llena. A mi hermano, en la aldea, todos le alabaron su
valentía y disposición a morir por Castilla y por el rey. A mi hermana, aunque
iba para casarse, nada de ella bueno dijeron, ni siquiera cuando se supo su
adverso destino.
Recuerdo y lloro la marcha de mi hermano, cuánto,
sólo Dios lo sabe. Si fue valiente o cobarde, nunca lo sabremos, lo cierto es
que lo que hace falta en estas tierras, son manos de hombre, jóvenes que cuiden
los campos y atiendan a las mujeres. Resulta tan triste ver esos trigos donde
crece la grama por falta de manos, tantas mujeres sin hombre, tantas guerras.
¿De qué sirve expandir un imperio donde no se pone el sol, si su corazón, sus
campos, sus mujeres, están abandonados a su suerte, mientras sus jóvenes mueren
en la guerra por servir al rey? Tanto mirar para lo alto, cuando deberíamos
mirar al cielo si ansiamos la lluvia, pero siendo conscientes de que, si
queremos ver la vida, la encontraremos a ras de suelo, pues es el campesino
quien hace crecer la espiga, siendo más importantes las raíces de las más
humildes espigas, que las más altas copas de los árboles, si no tienen fruto.
Si en las primeras no hay vida y no se hunde profundas en la tierra, las copas
estarán secas y no podrán limpiar el aire necesario para respirar. Un rey no es
nadie, por muy dorada que sea su corona.
Si un campesino no labra la tierra y con sus manos siembra la semilla,
cuida y cosecha el fruto. Es, por tanto, mucho más valiosa la vida y la sangre
del más humilde campesino que la del más soberbio y poderoso de los reyes. Por
tanto, si el rey quiere expandir su imperio, que vaya él a la guerra y dejé a
los jóvenes campesinos laborar la tierra.
Con la marcha de mi hermano, con más
ansias de fortuna que posibles, los tiempos cambiaron y los dineros antiguos
fenecieron. Mas Dios aprieta, pero no ahoga y suelta soga, unas veces más larga
otras más corta. Si cuando esto aconteció estábamos ya resignados a vivir de la
caridad de doña Antonia y de su muy ilustrado esposo a lo que a bien pudieran
otorgar, presos de una promesa al finado caballero de la triste figura…
Soy yo, por tanto, quien esto relata
—Teresa Panza —huérfana, viuda y desamparada de padre, hermana y esposo. Soy yo
quien recorre esta otra aldea, a la que contra mi voluntad mis padres me
trajeron. Camino con pasos perdidos, pensando en ellos y en mi hermano ausente,
vivo, pero también ausente. Soy yo, hija del ya afamado Sancho Panza, que en
libros recorre las claras hojas de los libros, pasando peripecia tras
peripecia, más veloz que en tiempos pretéritos rompiese alpargatas por las
tierras de la Mancha, andando más que cabalgando en Rucio, su borrico. Mas
contra todo lo que se pueda pensar, a mi señor padre le sirvió de poco tal fama;
aunque, algo de provecho sacó de la misma, más por circunstancias ajenas que
por la fama en sí. Fue gozo para ellos, que antes de morir, tuvieron conocimiento
de tal gloria, tanto don Alonso como mi señor padre, esa es la verdad. La primera parte la publicó Cide Hamete
Benengeli viviendo los dos. Mientras que la segunda parte comenzó a escribirla hace
ya unos años, aquí en esta aldea del Pinarejo, tengo escuchado que la terminó
en Madrid hace dos años, sin que a día de hoy tenga conocimiento de que haya
pisado la imprenta. Podría ser, que no mereciese tal don o por sus afrentas
contra los mecenas hayan tomado venganza. Es menester mentar que el primer día
que sus nombres se estamparon en un libro, don Alonso, en pocos meses criaba
malvas y ababoles[8] y
dos lustros después, mi señor padre, que seguía igual de pobre, aunque afamado
y en cierta manera viviendo gracias al relato de sus aventuras al mentado autor
de El ingenioso hidalgo don Quijote de La
Mancha.
Es bien sabido que no fueron las letras
mi desayuno, ni tampoco mi almuerzo, por no decir, que más de una noche me fui
al lecho regoldando a nada frito. No me avergüenza, decir que era ya mozuela y
no sabía hacer la «o» con un canuto; pero mi terquedad pecadora, me daba el
privilegio, que siendo muda[9],
podía leer lo que otros escribían; aunque, las más de las veces fuese a
escondidas. No bebiendo de la fuente del silencio, en mí nacía la semilla de la
locura de amar el placer de la lectura.
Tanto como para ser tan necia de atreverme a ensuciar de tinta estos
papeles. Dispensen pues vuestras mercedes, no me cojan ojeriza ni tomen mis
palabras como producto de la impostura, no hay tal, válgame Dios, la Virgen de
Rus y la Divina Pastora a la que guardo gran devoción.
Que me quede sin ver las luces del alba
si yerro o miento en mis palabras. No busquen mudas respuestas, que mis labios
no callan cuando tienen que hablar, ni mis manos se quedan quietas cuando deben
trabajar. No quiso la fortuna hacerme[10]hombre
y labrador y me hube de conformar con segar cosechas ajenas.
Difícil tarea hoy me confío, mil veces
me la encomendé desde antiguo, sólo dos, la faena emprendí, siendo partos
errados y tiempo perdido[11].
Mas mi cualidad es, no la constancia sino la terquedad, y siempre pensé que era
necesario narrar toda la verdad; aunque, me lleven presa la Santa Hermandad. Lo
siento como una necesidad, es preciso revelar cualquier incógnita, dejadas unas
veces en el olvido por Cide Hamete Benengeli; otras, prescindidas con
intención, y las más ignoradas por él mismo. No le voy a poner en cuestión, ni
mi palabra tapará la suya.
[1]
Parece que va escribiendo y quemando, y mezclando papeles, me ha costado mucho
poner algunos en orden.
[2] Llama
la atención las pocas referencias que hace a su hermana. Prácticamente en
ninguno de los dos manuscritos la nombra. Tan sólo una vaga referencia a la
misma, podría ser que sí la nombrase en aquellos escritos que quemó antes de
comenzar este tercero y que ello le causara mucho dolor. Sin embargo, resulta
significativo que la nombre en el comienzo del primero de los manuscritos y en
el final del segundo como queriendo demostrar que en ningún momento se olvida
de la misma.
[3]
Almendro.
[4]
Corto de trote, de baja estatura.
[5]
Los hidalgos de quinientos sueldos eran los de mayor escalafón, siendo los de
gotera los de menor, sólo reconocidos en su lugar de residencia como tales,
mientras que los de privilegio, los otorgaban los reyes por los servicios
prestados.
[6]
Apenas.
[7]
Supongo que se refiere a don Juan de Austria, el cual falleció en plena
juventud treinta años antes de que Teresa Panza comenzase a escribir este
manuscrito, hijo natural de Carlos I de España y V de Alemania. Otro ilustre bastardo no se me ocurre.
[8]
Amapolas.
[9] Se
refiere a callada o discreta.
[10]
No
parece que Teresa se refiera a ser labrador, sino a ser hombre y escritor, se
conforma por tanto con leer lo que otros escriben.
[11] Las ocasiones que terminó quemado lo escrito.
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