El viernes 7 de enero quedará para siempre en mi memoria, ese día tuvo lugar mi segundo nacimiento fruto de mi cabezonería y la trágica muerte de 104 personas, que podrían haber sido 108, si yo hubiese sido menos cabezón y tres hinchas ibicencos forofos del F.C. Barcelona no se hubieran emborrachado por la victoria de su equipo contra el Real Madrid, y ebrios perdiesen el avión, tras hacer escala en Valencia, quedándose en tierra, en el aeropuerto de Valencia donde el avión Caravelle EC-ATV de Iberia había realizado una escala procedente de Madrid.
El accidente de sa Talaia de San
Josep (Eivissa) 7 de enero de 1972
A ellos y su recuerdo.
El viernes 7 de enero quedará
para siempre en mi memoria, ese día tuvo lugar mi segundo nacimiento fruto de
mi cabezonería y la trágica muerte de 104 personas, que podrían haber sido 108,
si yo hubiese sido menos cabezón y tres hinchas ibicencos forofos del F.C.
Barcelona no se hubieran emborrachado por la victoria de su equipo contra el
Real Madrid, y ebrios perdiesen el avión, tras hacer escala en Valencia,
quedándose en tierra, en el aeropuerto
de Valencia donde el avión Caravelle
EC-ATV de Iberia había realizado una escala procedente de Madrid.
Como todos los años, durante las
vacaciones de Navidad, regresábamos a mi pequeño pueblo castellano del norte de
la Mancha, Pinarejo. Allí pasábamos las vacaciones escolares disfrutando de la
fiesta, el frío, la nieve y la rica gastronomía manchega. Sin embargo, para mi
madre, estas vacaciones eran más una temporada de trabajo, ya que aprovechaba
para recoger aceitunas y realizar la matanza del cerdo, asegurando así una
buena provisión de jamones, chorizos, morcillas y aceite de oliva para llevar a
la isla.
Mi madre se quedaba hasta San
Antón para terminar todos estos quehaceres. Yo, por lo general, regresaba antes
de que comenzara la escuela, entre el siete y el diez de enero, según el
calendario. Aquel año, el primer día hábil después de Reyes caía el diez de
enero, un lunes.
Tenía doce años recién
cumplidos. Recuerdo que subimos al taxi de Antonio, el taxista de Pinarejo, muy
de madrugada. Como siempre, íbamos con exceso de pasajeros y equipaje. Era un
Mercedes amplio, en el que nos amontonábamos ocho personas junto con un sinfín
de maletas y bultos, generalmente con jamones y embutidos, repartidos entre el
maletero, la baca y el interior del coche.
—Los chiquillos en el medio por
si nos paran los guardias —advertía Antonio—. Y cuando lo diga, os agacháis
para que no os vean.
En aquellos tiempos no existían
cinturones de seguridad y nadie parecía preocuparse por ello. Nunca, que yo
recuerde, nos paró la Guardia Civil. Si lo hubieran hecho, ya estaban los
bultos preparados para ocultarnos. En ese viaje, yo era el único niño. A mi
lado iban Olegario Cifuentes, "Serrucho", y Constante Jiménez,
hermano de mi sobrino Jesús y primo hermano de mi sobrina Luisa, pero eso es
otra historia.
Pronto comenzamos un largo
trayecto de más de cuatro horas desde Pinarejo a Valencia, que ahora se realiza
en poco más de hora y media por la autovía. En aquel entonces, viajábamos por
la N-III, pasando por las cuestas de Contreras y el Portillo de Buñol, donde
eran frecuentes los accidentes de camiones. Aquel día de enero, los astros
conspiraron para que llegáramos más tarde de lo habitual. La niebla y la nieve
habían complicado el viaje. Al llegar a las cuestas de Contreras, la Guardia
Civil estaba retirando inodoros esparcidos por un camión que había derrapado.
Por suerte, los guardias estaban demasiado ocupados para fijarse en nuestro
taxi sobrecargado. Más adelante, en el Portillo de Buñol, otro camión, esta vez
lleno de cerdos, había derrapado, y los animales desorientados andaban por el
asfalto.
Las casi cinco horas de viaje se
convirtieron en más de seis, y llegamos tarde para tomar el barco a Ibiza. Mis
paisanos pinarejeros tuvieron que esperar en las atarazanas del puerto durante
dos noches, ya que llevaban demasiado equipaje para volar. Yo, sin embargo, no
llevaba equipaje, así que mi hermano mayor, Fermín, que ya vivía en Valencia,
me llevó a la calle La Paz, donde estaban las oficinas de Iberia, para sacarme
un pasaje de avión. Cuando me enteré de su intención, me negué rotundamente. Me
daba pánico la idea de volar. Fermín, igual de testarudo que yo, no desistió
hasta que llegamos a la calle la Paz.
A regañadientes, me bajé de su
Renault 8.
—Al medio día estarás en Ibiza
—dijo mi hermano.
—Yo no me voy en avión, me da
miedo —repliqué firmemente, aferrándome al marco de la puerta para no entrar en
las oficinas de Iberia.
—¿Cómo te va a dar miedo? Los
hombres no tienen miedo —insistió mi hermano, intentando convencerme con
chantaje emocional.
—Pues a mí me da miedo. Yo me
voy en barco.
—¡Cabezón! ¿No te das cuenta de
que hasta la semana que viene no hay barco?
Era cierto. En invierno, el
barco salía un par de veces por semana. El próximo saldría el lunes.
Finalmente, entré en las oficinas de Iberia. Allí estaba una familia, un joven matrimonio con una niña muy guapa de mi edad, doce o trece años. La niña, más madura que yo, intentó convencerme, pero mi timidez y tozudez eran mayores que cualquier argumento.
—Mira, seguro que te dejan sentarte junto a la ventanilla, podemos ir jugando...
Si hubiera sido mayor, tal vez aquella niña de ojos negros y dulce acento andaluz me habría convencido. Sus palabras y gestos amables me hicieron encerrarme aún más en mí mismo. Aquel rostro se quedó grabado en mi memoria para siempre, aunque con los años seguramente haya cambiado.
La azafata estaba a punto de escribir mi nombre en el billete cuando, más tozudo aún, dije que no subiría al avión. Sabía que jamás volvería a ver a aquella niña de dulce mirada.
Mi hermano se enfadó muchísimo,
llamándome todos los sinónimos de cabezón. Finalmente, accedió a que me saliera
con la mía. Me llevó a casa de mi primo Mateo Romero, donde intentó llamar a mi
madre a través de mi tía Puri, que regentaba la centralita telefónica de
Pinarejo. Sin embargo, la centralita no funcionaba por culpa de la nieve.
Mi primo Mateo me invitó a comer un sabroso arroz caldoso que preparaba su mujer, Carmen, mientras intentaba razonar conmigo, dándole la razón a mi hermano. Miró el reloj de la pared. Era la una y pico de la tarde cuando dijo:
—Si hubieras tomado el avión, a esta hora ya estarías en Ibiza.
En ese instante, la radio anunció:
«Un avión ha desaparecido a la altura de la isla de la Conejera».
Palidecimos. Mi hermano llegó
poco después, también habiendo escuchado la noticia en la radio. Nos abrazamos
en silencio.
En mi pueblo, la noticia llegó a través de la radio. Mi madre, al saber que no había tomado el barco y creyendo que me había ido en el avión, buscó a alguien que la llevara al Castillo de Garcimuñoz para intentar llamar por teléfono. Un paisano la llevó, y lo primero que hizo fue llamar a mi hermana Mariana en Ibiza. Ella también estaba preocupada, ya que mi cuñado Antonio, en teoría, había tomado ese mismo avión.
Conclusión para todos: uno de
los dos estábamos muertos. Afortunadamente, ninguno lo estaba. Mi cuñado pasó
horas en el aeropuerto de Ibiza esperando un nuevo avión, sin saber que el
anterior se había estrellado en S`Atalaia
de Sant Josep.
Dos días después, el domingo 9
de enero, tomé el avión a Ibiza acompañado por mi cuñado Antonio. Durante todo
el viaje sentí un pánico atroz. Al día siguiente, mis compañeros de clase me
recibieron como a un héroe. En Sant Antoni, las noticias corren rápido en
invierno. Negué todo temor y presumí de valentía, aunque la realidad era otra.
Trabajé cerca del lugar del
accidente algunos años después, aún viendo restos del siniestro. Murieron 104
personas, entre ellas nueve niños. Yo habría sido el décimo, junto con aquella
niña de ojos oscuros y dulce acento andaluz.
No volví a subir a un avión
hasta pasados más de quince años, y aún hoy, cada vez que lo haga, siento un
auténtico pánico.
©Paco Arenas
Mi historia es similar, yo tenía diecisiete años, me había desplazado a Madrid a recoger a mi padre que había estado ingresado durante 6 meses en la clínica Pueta de Hierro, teníamos el billete para ese fatídico día y mi abuela Paula que vivía en Madrid nos convenció para quedarnos un día más por la simple excusa de que nos había preparado una paella. Mi padre llamó al aeropuerto y modificó los billetes para el día siguiente. Después sigue una larga historia porque no nos dió tiempo a avisar a mi madre y hermanos en Ibiza y nos dieron por muertos hasta que un amigo nos llamó a Madrid. Hay muchos detalles pero no quiero ponerme pesado. Todavía estoy vivo.
ResponderEliminarEnhorabuena por esa paella. Y eso es lo importante, que podemos contarlo
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