En la
madrugada, antes de que el sol salga por la alborada, sin la sola luz de los
candiles y miles de gatos maullando en vilo por extraños ruido de fusiles.
Sancho protestaba de aquel viaje tan largo:
—¿Qué se
nos ha perdido en Granada? ¿Por qué me saca mi amo de mi lecho de muerte? Yo
estaba tan a gusto en mi lecho.
Son
figuras fantasmagóricas que se asemejan, que son el caballero de la triste
figura, don Quijote y su escudero, Sancho Panza. Se dirigen a Fuente Vaqueros,
haciéndose cada vez más palpables y físicas, visibles a la vista y menos
espíritus. Es por eso, que Sancho lleva dos días protestando de tan largo
viaje:
—A
vuestra merced no sé, pero a mi me duele hasta la curcusilla de la rabadilla…
—Sancho,
se dice del coxis.
—Pues
también me duelen ese coxis y hasta la misma curcusilla.
—Ya
estamos llegando, mira ese es el río Genil.
Sancho
menea la cabeza mostrando su disconformidad por tan largo viaje.
— Mire
vuestra merced, señor caballero andante, que no necesitemos alforjas para este
viaje me extraña. ¿qué se nos ha perdido en Granada?
—Si no
necesitamos alforjas es porque estábamos muertos, que ya no. Hemos perdido la
poesía, la poesía, amigo Sancho… Para, escucha, Sancho, amigo mío…
—Una
noche de junio, preocupado con esa idea, se durmió en el fondo rizado de un
interminable sueño de brisa que la ventana proyectaba sobre su cabeza. Su sueño
estaba lleno de yemas de coco y botellas de un raro whisky marca Machaquito, de
arcos de herradura y de grandes páginas escritas en inglés, en las cuales
brillaba con fulgor de sangre la palabra Spain, mientras veía a su prima
Aurelia, tan bella, con esos ojos como dos soles, llorar mientras se lo
llevaban…—repite don Quijote lo que oye.
—¡Menudos
recovecos! Me suelta vuestra merced. Y ahora esas palabras que asustan al
miedo…Y sin comer. Siempre diciendo que de la poesía no se come y venimos
varias jornadas sin probar bocado siquiera a alimentarnos de poesía…
—No es
cierto que no hayas comido. Comiste soplillos de la Alpujarra y piononos en
Granada y hasta huesos de santos. Aguanta un poco, o como dices tú, una miaja,
que en llegando a Fuente Vaqueros, nos hartaremos de poesía…
—Lo
dulce no cuenta, aunque a nadie le amarga un dulce, sabe que yo soy más de unas
buenas tajadas de tocino, una cuña de queso y medio cuartillo de vino. Además,
¿no afirma vuestra merced que la poesía ni alimenta ni sostiene?
—Escucha,
ya no escucho nada…Calla, por Dios amigo Sancho, que ya no escucho nada. Mira
ahí junto al río a ese mozo, es el que buscamos … ¡Federico! ¡Federico! —Grita
don Quijote.
—No hay
nadie por aquí. Esto es como cuando los gigantes que eran molinos…
—¿Me
mientes acaso? ¿No ves lo que yo veo, al poeta de Granada?
—Nada,
ni gigantes, ni molinos, ni poetas, ni ya tampoco granadas, solo un río que
baja rojizo y huele a sangre…
—Calla,
Sancho, calla…
Don
Quijote observa a un hombre moreno que se gira con una sonrisa en la boca.
Sonríe, dando la bienvenida a los que acaban de llegar, alzando la mano, de la
que escaparon siete palomas blancas, que al volar hacen desaparecer al poeta,
que sigue recitando:
— No hay
manos blancas sobre el teclado, ni palomas que se posen en los hombros de la
eterna ella, ni escalas pendiendo del balcón, ni tempestades de amor en el
jardín….solo muerte.
—¿Dónde
estás Federico, que te veo y no te oigo?), ¿dónde tu voz? —Pregunta don
Quijote, descabalgando de Rocinante.
—Mi amo,
vuestra merced no bebió vino, ¿qué delirios son esos? ¿A quién ve y no oye? No
hay nadie, espere, yo si oigo y no veo…
Sancho
es ahora quien escucha la voz del poeta:
—La
muerte llega siempre de esos campos ocultos. Y en el barco de la Muerte vamos
los hombres, sintiendo que jugamos a la vida, ¡que somos espectros! Mirando a
los cuatro puntos todo está muerto. El cielo de la noche es una ruina, un eco.
—¡Apúrese,
mi amo! Caminemos más rápido, que yo me voy volando si Rucio no se mueve. No me
quiero quedar donde escucho hablar de muerte... ¡Apúrese, mi amo!
Sigue el
poema:
—Hace
muchos años que me senté soñador modesto y muchacho alegre, paso todos los
veranos en la fresca orilla de un río. Por las tardes, cuando los admirables
abejarucos cantan presintiendo el viento y la cigarra frota con rabia sus dos
laminillas de oro, me siento junto la viva hondura del remanso y echo a volar
mis propios ojos que se posan asustados sobre el agua, o en las redondas copas
de los álamos. A veces imaginaba que veía pasar a don Quijote y a Sancho por el
camino, y me divertía pensando en sus aventuras y desventuras. Pero pronto
volvía a la realidad, y me daba cuenta de que el río era sangre y los cantos de
los jilgueros disparos en la madrugada…
—¿No lo
ves? Está esperando, amigo Sancho. Lo puedo leer en sus labios…
Don
Quijote se acerca a Federico. Sancho lo retiene.
—Claro
que nos espera, bien que lo he escuchado, la aparición del tal Federico se
imagina que nos ve pasar, pero habla de disparos…
Sancho
se tapa los oídos.
—Mi amo,
veo gente borracha con escopetas y nos apuntan…
El poeta
se acerca también a Don Quijote:
—Las
niñas de los jardines me dicen todas adiós cuando paso. Las campanas también me
dicen adiós. Y los árboles se besan en el crepúsculo. Yo voy llorando por la
calle, grotesco y sin solución, con tristeza de Cyrano y de Quijote, redentor
de imposibles infinitos con el ritmo del reloj.
—¿Qué
locura es esta? —Pregunta Sancho, que sigue escuchando al poeta sin verlo:
—Junto a
la lengua del agua, yo siento cómo toda la tarde abierta hunde mansamente con
su peso la verde lámina del remanso y cómo las ráfagas de silencio ponen frío
el asombrado cristal de mis ojos.
Sancho
ve ahora cómo su amo le da la mano y pone su adarga para proteger un poeta
imaginario que él no ve.
—¡Malditos
seáis mil veces! No puede morir la poesía. Federico estás vivo y vosotros
muertos —Grita don Quijote.
Sancho
escucha los disparos. Se echa las manos a la cabeza, mientras da dos azotes a
Rucio y Rocinante, para que ellos, al menos escapen con vida. Sancho llega a
ver a un hombre vestido de azul, con aspecto de estar borracho, gritando fuego.
Escucha disparos y una placidez desconocida. Despierta en el remanso del río
Genil, está sentado sobre una piedra junto a otros hombres y aquel que
escuchaba, que habla con don Quijote.
—Tranquilo,
Sancho, amigo. Los primeros días me turbó el espléndido espectáculo de los
reflejos, las alamedas caídas que se ponen salomónicas al menor suspiro del
agua, los zarzales y los juncos que se rizan como una tela de monja. Pero yo no
observé que mi alma se iba convirtiendo en prisma, que mi alma se llenaba de
inmensas perspectivas y de fantasmas temblorosos. Una tarde miraba fijamente la
verdura movible de las ondas y pude contemplar cómo un extraño pájaro de oro se
curvaba sobre las ondas de un chopo reflejado…
—¿Estamos
muertos? —Preguntó asustado Sancho.
—Amigo
Sancho, escucha al poeta, escucha el temblor de Venus o el violín de los
vientos de las cascadas y la inmensa flor del círculo concéntrico…
—Amigo
Sancho, ¿Qué doncella se casa con el viento?
—Pregunta
uno de los hombres, que según dicen es maestro —. Hasta ayer escuchaba las
risas cantarinas de los niños, su corazón abierto. Hoy, esperamos con los
brazos abiertos los versos del poeta…Son los que nos darán vida. Quienes nos
han matado están muertos, nosotros nunca podremos estarlos mientras un poeta se
acuerde de que el crimen fue en Granada.
A
Federico García Lorca en el 126 aniversario de su nacimiento.
Este
extraño relato está compuesto por retazos de poemas de Lorca y la obra
«Meditaciones y alegorías del agua», así como una simulación quijotesca de mi
autoría.
©Paco Arenas a 5 de junio de 2024, 23:59 horas.
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