Aldonza Lorenzo, Dulcinea del Toboso |
La verdad de Dulcinea del Toboso
Aldonza llega a la plaza del Toboso sobre un burro y con
unas aguaderas donde lleva cuatro cántaros. Podría ir sentada de lado, pero va
con espatarrada como si fuera un hombre. Es una mujer más alta y fuerte que lo
normal, que impone respeto con la sola mirada. Está viuda desde hace unos
meses, justo desde que se quedó viuda. Todos saben de su fogosidad, del mismo
modo que habla fuerte, pero dulce, sus gemidos amorosos traspasaban los muros
de su casa. Ahora nadie escucha nada, pero todos hablan más de la cuenta, sobre
todo desde que salió un libro que la nombra «El Ingenioso Hidalgo don Quixote
de la Mancha», ella no lo ha leído, no sabe, pero la halaga y le gusta eso
de que la llamen Dulcinea del Toboso, pero como se suele decir y ella repite:
—Lo poco halaga y lo mucho cansa.
Al principio le hacía gracia, apenas recordaba a Alonso
Quijano. De mozo era amigo de su marido, y antes de serlo, en las fiestas de la
patrona, la Virgen de los Remedios, bailó alguna vez con él. Lo recuerda guapo,
fuerte, pero muy delgado y callado. Si le hubiera hecho proposiciones, tal vez
no le habría dicho que no, pues no es lo mismo romperse los riñones trabajando
en el campo que ser la señora de un hidalgo, aunque fuese pobre, que con poco
trabajar viven mejor que quienes trabajan.
Se dirige sin
descabalgar del pollino hacia el pozo y saluda a los presentes, dos hombres dos
ancianos ociosos y un tercero más bien joven, que tampoco trabaja mucho, es
bachiller y lo hace para el concejo. También y tres mujeres un poco más jóvenes
que ella que han ido a por agua al pozo. Antes de llegar se percató de que estaban
cuchicheando entre risas maliciosas algo, sabe que sobre ella y que si se callan
es al verla. Se baja del burro de un salto y mira a su alrededor con gesto
burlón.
—Podría parecer que ha pasado un ángel, porque vuestras
mercedes han dejado de rezar y guardan silencio, como si estuvieran en un
convento después de las últimas plegarias, o mejor dicho, en el gallinero al
anochecer, pues más que cascar cacareaban, igual que un gato cuando ve a las
palomas y no las puede atrapar. Nicomedes, —se dirige al joven bachiller de Sigüenza
al servicio del ayuntamiento de El Toboso. —¿qué nos contabas de la tal
Dulcinea? —le pregunta con falsa amabilidad con su habitual gesto pícaro.
—¿Yo? ¿Qué he de decir? Nadie conoce a la tal Dulcinea…
—No parecía eso, por tus palabras y visajes…
El aludido vacila bajo la mirada de Aldonza, que, en ese
momento, aprovechando que los otros se han quedado inmóviles, lanza su cubo al
pozo con fuerza volteando la cuerda como si fuera un látigo, y lo saca de dos
tirones bruscos.
—¡Voto a Rus! Parecen, vuestras mercedes, gallinas verdaderas,
hablan a la espalda sin saber y cuando se pueden enterar se quedan calladas
como ignorantes que no saben, y por no callar, hablan a tontas y a locas.
—Eso es porque el zorro se metió en el gallinero —susurra
Patrocinio, fingiendo que no quiere que la oigan, pero con el propósito
opuesto.
—O la zorra —apostilla Remedios, aún en un tono más bajo.
Los cinco sienten la mirada penetrante de Aldonza Lorenzo,
hasta arrugan los labios de apretados que los tienen. Ella toma una bocanada de
aire, ríe y vierte el cubo de agua en uno de los cántaros. El viejo Liborio, hidalgo
al que siempre le gustó aparentar, pero no tiene criada para que vaya a por
agua al pozo, que tenía el cubo en la mano, con el nuevo gesto de Aldonza, asustado
da un paso al lado temeroso y casi se cae al pozo detrás del cubo que tenía en
la mano. Ante la indecisión y torpeza del viejo, ella se adelanta y lanza el
suyo.
—Casi me tiras el cubo —protesta Liborio, que baja del brocal
por miedo a verse abocado al fondo.
Aldonza no puede evitar la risa burlona, pero lo ignora,
sabe que infunde temor ante los hombres y por eso la desean y la critican. Tensa la cuerda de nuevo, al ver que el cubo
está sobre la superficie del agua, lo voltea. Se percata que los hombres miran
su escote fijamente y creyendo que no se da cuenta, hasta señalan sus hermosos
pechos. Se inclina más dejando que el aire entre en el oscuro hueco entre su
corpiño y su piel. Las tres mujeres, a
la vez, se persignan invocando a la Virgen de los Remedios, patrona de El
Toboso:
—¡Virgen Santísima de los Remedios!
—Pues no tiene pelos en el pecho —le da un codazo Nicomedes
a Liborio y al otro viejo, provocando las risas de las tres mujeres.
Aldonza hace como que no lo oye. Termina de sacar el cubo y
mira a las mujeres y sobre todo a ellos, que parece como si los tres llevasen
un ratón debajo de las calzas y pretendiese salir por entre los botones de las
mismas. Sostiene el cubo lleno en la mano, hace el ademán de girarse para llenar
un nuevo cántaro, pero en un rápido movimiento lo esparce a la altura de la
cintura entre los seis presentes.
—Los pelos los tengo en otras partes. No digo dónde y ¡ mi
esposo, que es el único que lo sabía, no os lo va a decir…
—¡Santísimo Cristo de la Humildad! —Exclaman ahora los seis
invocando al patrón.
—Estoy harta, más que harta. Ya han visto que no tengo pelo
en el pecho, pero sí puedo arrancar las barbas a cualquier caballero, joven o
viejo y bajarles los ánimos a los babosos como la casta Susana…, porque las
calzas viejos babosos, no las voy a bajar a nadie, menos si están meadas o lo
otro…
—¿Casta tú? —Salta Rigoberta —. No me extraña que el tal
Sancho Panza diga lo que nos ha dicho Nicomedes…
—¿Otra? No habéis tenido bastante con el agua helada, ¿acaso
queréis que os coja y os tire desde lo alto del campanario como hacen los
bestias de Manganeses de la Polvorosa con una cabra, ¡pobre animal!
—Nosotros no tenemos la culpa de lo que dice el escudero de
tu enamorado en el libro que tantos hemos leído…
—¿Tantos habéis leído?, tú sí, Nicomedes, los otros, como
yo. Mi enamorado era mi esposo, Dios lo guardé en su gloria, a tal Alonso
Quijano, apenas llegué a conocerlo y bailar unas seguidillas con él, y al sin luces de su escudero menos aún…
Se quedó callada al ver que se acercaban más personas de El
Toboso y se mofaban del escalofrío que afectaba a los mojados, que en pleno
invierno parecían helados, sin atreverse a levantar la voz ni moverse ante la
desafiante mirada de Aldonza Lorenzo, viuda de Alfonso «El Tirili», así
apodado porque siempre estaba alegre de las satisfacciones que le daba Aldonza.
Algunos cuentan que tanto aprovechó y abusó del acto conyugal, que se fue al
otro mundo, que no mejor, antes de tiempo. Como si no le importaran los
curiosos que seguían llegando, siguió llenando cubos y cada vez que los elevaba
hacía el ademán de tirarlo, haciendo que todos retrocedieran y ella riéndose,
se burlaba de todos. Acabó de llenar los cántaros, se remangó las enaguas y las
sayas y saltó sobre el pilón más alto.
—Ya que venís de medio Toboso, me gustaría explicar algunas
cosas, como si fuera el alcalde de Zalamea, con el permiso del señor regidor
que nos acompaña —indicó al alcalde que se hacía camino con dos alguaciles, que
parecían dispuestos a detenerla.
Ella esbozó una sonrisa y el alcalde y los alguaciles se
detuvieron, al igual que el resto de los vecinos. Era verdad lo que narraba la
novela que la mencionaba, todos estaban seguros.
—Mi nombre es Aldonza Lorenzo, la aldeana que, según narran
las historias, fue convertida en Dulcinea del Toboso por el iluso don Quijote,
a quien conocí y hasta le bailé una seguidilla, era yo una moza de quince años,
y él aún era joven, que doncel, creo que lo sigue siendo, yo, como todos sabéis
soy viuda, si alegre o triste, solo me atañe a mí. Quiero decirles que no soy
solo una mera mujer en peligro o un ideal inaccesible. En este mundo donde los
molinos de viento se erigen como gigantes y los caballeros andantes persiguen
nobles causas, quiero reclamar mi propia historia. No soy solo un anhelo o una
musa pasiva. Soy una mujer con sueños, deseos y luchas propias. Si no fui mujer
con la pata quebrada y atada a la cama, como algunas, cuando vivía mi marido,
ahora menos aún. Si alguien quiero que me caliente la cama…¿A quién le importa?
—Aldonza, por Dios y la Virgen de los Remedios, muestra
decoro —le pide el cura Bernardo Martín, que se acerca a ella, quedándose
también a la altura del alcalde y los alguaciles.
—Hazle caso al padre y daremos esto como algo que no ha
pasado —intenta ordenarle el alcalde sin mucho convencimiento de que le vaya a
hacer caso.
—Señor alcalde, Yo solo soy hija del padre que me engendró,
Lorenzo Corchuelo y la madre que me parió, Aldonza Nogales. Y sigo para callar
habladurías. Yo me pregunto: ¿Por qué debería conformarme con ser solo la
inspiración de un hombre? ¿Por qué no puedo ser la autora de mi propia epopeya?
En esta tierra de La Mancha, donde los vientos soplan fuertes y las llanuras se
extienden infinitas, también debe haber espacio para las voces de las
mujeres...
—Debes respeto a tu marido y al Señor… —alzó la voz el cura
señalando al cielo.
—Mi marido está enterrado y el Señor dudo que me lleve la
contraria…
—No seas sacrílega, no vaya a ser que los señores alguaciles
tengan que llevarte ante la Santa Inquisición —amenazó el alcalde, que por no
imitar el gesto del sacerdote, la señaló directamente a ella.
—Si me han de quemar como si fuese bruja, déjenme seguir
—dijo Aldonza, escuchándola hasta su padre que se encontraba en el bancal a dos
leguas de distancia —. Soy más que un reflejo en el escudo de un caballero, más
que una figura idealizada. Soy una mujer que siente el sol en su piel y la
lucha en sus huesos que le duelen al segar, vendimiar o plantar ajos. Mi
feminidad no es fragilidad, sino fortaleza. Mi belleza no es solo física, sino
también docta y espiritual, ¿acaso no soy capaz de sacar las cuentas de los
celemines sin necesidad nadie que me las saque. Hoy me veo obligada a alzar la
voz como Aldonza Lorenzo, como todas las mujeres que han sido relegadas a los
márgenes de la historia. No somos solo las esposas, las madres o las hijas.
Somos las constructoras de mundos, las tejedoras de sueños y las guardianas de
la memoria…
—Sin duda está poseída por el diablo, señor cura —musitó al
oído el alcalde al sacerdote.
—Déjela que termine, que camino lleva —le pidió el cura,
animando a Aldonza a terminar.
—No necesito caballeros andantes que escriban sus gestas en
los libros. Nosotras, sus damas imaginarias, también merecemos nuestras
crónicas, nuestras hazañas y nuestros amores. No como meras acompañantes, sino
como protagonistas de nuestras propias vidas.
Por eso, queridas vecinas, festejemos hoy no solo a Don
Quijote, sino también a las Aldonzas, las Dulcineas y todas las mujeres que
rompen las normas y pelean por su libertad. Porque en cada una de nosotras hay
una llama que no se extingue, una fuerza que no se rinde, que como dicen que
dijo don Quijote: Ningún hombre es más que una mujer si no hace más que ella…
—Es: no es un hombre más que otro, si no hace más que otro…
—apostilló Nicomedes, al tiempo que comenzaba a toser.
Aldonza lo miró con su mohín habitual y bajó del pilón,
montando en su burro.
—Nicomedes, Remedios, Rigoberta, Liborio y Patrocinio, id a
la plaza ya orinados que si seguís con la ropa mojada os vais a resfriar un
poco. Señor alcalde, señor cura y señores alguaciles, hasta luego, que yo me
voy, que tengo que darles de comer a los cerdos…
Los alguaciles dieron un paso adelante para detenerla, pero
las mujeres comenzaron a fritar y a aplaudir:
—¡Viva Aldonza Lorenzo! ¡Viva la emperatriz de la Mancha!
—Mejor no —dijeron a dúo cura y corregidor.
Y conforme caminaba el burro le abrían el paso como si fuera
una reina. Aldonza Lorenzo se sentía la Dulcinea del Toboso, mirando burlona a
unos y agradecida a otros.
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