El día veinte de septiembre se
celebra la fiesta de la Legión. Una fiesta en la que entonces no faltaba de
nada, desde cabaret y todo tipo de espectáculos, comidas especiales y sobre
todo, alcohol, incluso para quienes estábamos de guardia.
Como era habitual, entonces, nos
dieron alcohol a troche y moche. Yo aquel día pude comprobar lo mala que podía
llegar a ser una borrachera de Licor 43, además de peligrosa, si como era mi
caso, estabas de guardia en la frontera de Marruecos, frente al Gurugú con un
cetme en las manos.
Comenzamos la guardia por la
mañana a primera hora, la fiesta todavía no había comenzado, pero al medio día,
cuando nos llevaron el rancho a la frontera, llevaron botellas de coñac, anís,
ponche y Licor 43. Las botellas se
repartieron entre quienes estábamos allí, a mí me tocó una de Licor 43, que
nunca me gusto, pero que me la guarde por si por la noche hacía frío en la
garita, o porque era una forma de romper la rutina, no sé, nunca me gusto
beber.
Sin embargo en mi primer turno,
después de las doce de la noche, abrí la botella, mientras hojea una revista de
Interviú en la que aparecían fotos de una espléndida Ángela Molina en la isla
de Formentera, y que bien podía llevar en la garita, exagerando un poco, desde
1977, que fue cuando se hicieron las fotos Los
turnos en las guardias eran de dos horas. Cuando llegaron las dos de la mañana yo ya
estaba entonado y con media botella dentro del buche; pero creía estar
sereno. Dormí las dos horas y regresé a
las seis de la mañana a la garita de nuevo. Entonces noté los efectos del Licor
43, me sentía mareado y con ganas de vomitar.
Nada más hacerme cargo de puesto me percaté
que desde Marruecos cruzaban la fronte5ra cientos de personas, andando unos
detrás de otros como si fuesen hormigas, cargados con bultos enormes sobre sus espaldas,
posiblemente llevaban toda la noche haciéndolo, pero en mi primer turno entre
el Licor 43 y Ángela Molina, miré poco a la frontera. Quienes me siguieron en
el primer turno y me precedieron en el segundo, tampoco parece que prestasen
mucha atención a la frontera, más sabiendo que el oficial y el suboficial que
estaban al mando del destacamento, se encontraban hartos de güisqui y porros.
Comenzaba a amanecer y me vi en
la obligación de dar la voz de alarma.
Tras varios intentos, terminó acudiendo el suboficial de guardia, un
sargento chusquero de casi cincuenta años, que bien podía haber pasado por más
de sesenta, de lo aviejado que estaba gracias a la acción del hachís y el
güisqui barato que bebía. Al verle llegar temí que me pudiese ocurrir
cualquier cosa, apenas se podía mantener de pie y llevaba la pistola
reglamentaria en la mano.
—¿ Que pasa legionario? —Me
espetó de muy mal genio, exhalando in fuerte tufo a güisqui mezclado con
hachís.
—Santo y seña.
—Déjate de memeces. ¿Qué coño
quieres?
—Mi sargento. Miré usted —dude
yo, casi arrepentido, sin estar muy seguro de estar observando tal desfile de
gentes o si se trataba de producto de mi imaginación, producido por el licor.
Subió a la garita colocándose la
mano en forma de visera bajo el ladeado chapiri legionario, como si el sol le
fuese a deslumbrar a las seis de la madrugada. De inmediato se echa mano a la
Star, sin percatarse que llevaba en la mano. Saca entonces el cargador y lo vuelve a meter.
Apuntando a aquellas personas, como si les fuese a disparar.
—Pam, pim, pum..., si alguna de
esas moras cruza por esa línea, cuatro tiros...si es vieja, si es joven la
mandas que me la chupe, si tú supieses las veces alguna de esas moritas me ha
hecho un favor. Basta con asustarlas un poco y, macho, lo que quieras—, metió
la pistola en la cartuchera y continuó —mientras que vayan por la alambrada no
vuelvas a molestarme ¿Entendido?
Cuadrándome al estilo legionario,
asentí. Me entregó la petaca de güisqui para que echase un trago y no la
rechacé por miedo, pero sentí asco y nada más irse vomité. El día comenzaba a
alumbrar aquel desfile, que, como dijo él, eran en su mayoría mujeres, desde
niñas de doce o trece años a ancianas de más de sesenta. De vez en cuando,
montados en burros africanos, iban de vez en cuando algunos hombres, pero ellos
no llevaban fardos, ni los burros, ni los moros. Todas llevaban enormes fardos
envueltos en colchas, sabanas. Algunas se quedaban mirando hacía el puesto y
sentí pena, la misma que ellas llevaban en los ojos.
No quise mirar para la frontera. Preferí volver a hojear las bellas fotos de Ángela Molina, me sentí mal y terminé vomitando sobre ella, la tiré entre unos matorrales y me entró una agradable sensación de sueño que amenazaba con quedarme dormido, casi a punto del relevo. con Para
mantenerme despierto me puse la radio con audífonos.
La primera noticia que escuché fue que había muerto asesinado uno de los
mayores asesinos de América Latina: Anastasio Somoza, el dictador de Nicaragua.
Sucedió tres días antes, pero yo me enteré aquella madrugada del veintiuno de septiembre
de mil novecientos ochenta. Ya no volví
a hacer guardia en aquel destacamento, pero aquella noche se quedó para siempre
grabada en mi memoria.
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