
Esta madrugada, minutos antes de las
cinco, cuando aún los funcionarios del ayuntamiento no habían iniciado la
liturgia secreta de poner las calles, y los primeros viandantes deslizaban sus
cuerpos por las aceras con la espalda pegada a los muros —como si temieran que
el suelo, traicionado por la rutina, los devorara—, yo me asomé a la ventana.
Los vi pasar, encorvados, huidizos,
tropezando con el aire. Algunos, más erguidos que otros, resbalaban en la lluvia
mansa, y sin saber cómo, caían al abismo de los ciento cuarenta caracteres. Un
gesto leve —una ironía, una broma, una palabra torpemente libre— bastaba para
que el censor, ese dios sin rostro, activara el desliz. Me pregunté, y aún me
pregunto, cómo eligen a los caídos: qué algoritmo decide quién resbala antes de
que las calles sean puestas. Alegan razones de higiene democrática. Dicen que
conviene despejar las vías del pensamiento con exceso de entusiasmo. Por eso,
durante el toque de queda, retiran las calles, dejando a los peatones su
destino: aceras estrechas, sin barandillas, donde el menor paso en falso te
arroja al vacío. Su lógica no es la mía, pero tiene el peso de lo inevitable.
Yo, que sé que figuro en sus listas, y
que carezco del ingenio de los humoristas espontáneos, evité tentar a la suerte
con una frase breve. En su lugar, decidí pensar en mi padre. Pensar en su
sonrisa larga, en su ternura. Escribí un texto que hablaba de él y de lo que ya
no vuelve. Cuando estaba a punto de concluir, ocurrió: un aviso apareció en la
pantalla.
Facebook ha dejado de funcionar.
Inflación de la norma de circulación. Elija: “Esperar” / “Cancelar” / “Caer al
abismo de la desesperación”.
Me quedaba un solo carácter para
protestar. Uno. Y no supe qué escribir. Todas las palabras se deshicieron como
tinta bajo la lluvia. Y por culpa de los funcionarios que no pusieron las
calles, por culpa de los vecinos que nunca reclamaron barandillas, por culpa,
en fin, de todos, se borró también mi recuerdo de Fermín, mi padre, mi refugio.
Aquella jornada, además, había huelga
de obreros de calzada. No pusieron las calles. No trazaron senderos. No
colocaron barandillas. Yo, aferrado a las sílabas como a un pasamanos
invisible, bajé al ayuntamiento. Entré, como quien entra en una catedral invertida,
en la Ventanilla Única de Reclamaciones. Allí me recibió una funcionaria tan
antigua que parecía más bien un fósil administrativo. Llevaba un pin de la
Falange en el pecho y un moño que desafiaba la lógica y la física. Tras
escuchar mi queja —que en realidad era un lamento dulce y una súplica—, me
respondió sin pestañear:
—Esto con Franco no pasaba.
—Yo solo quería recordar a mi padre…
—¿Está seguro?
Tenía razón. No lo estaba. Yo mismo
dudaba. Quizá no era por él, o no solo por él. Quizá era el hartazgo, la
angustia absurda de vivir en un país sin calles estables ni bordillos que
contuvieran el vértigo. Pero ella ya había abierto mi expediente. Mi historial,
mi IP, mi árbol genealógico y mis sueños censurados.
—Hubiese ido usted directamente a la
cárcel. Ha escrito sobre su Majestad, sobre el primer ministro. Con la ley
mordaza no se juega. Esta vez solo le hemos borrado lo escrito. La próxima,
desenterramos al Caudillo.
—Pero si yo solo…
—Siempre es lo mismo. Que el padre,
que si Alfonso XIII huía con los calzoncillos manchados, que si el hijo quería
venir con Franco a matar españoles, que si el nieto… Al final, todos termináis
metiéndoos con el actual. Y eso, caballero, se castiga con cuatro años. Por
lesa Majestad.
Quizá creas que fue un mal sueño. Un
delirio. Pero allí estaba el arquitecto del miedo, el gran muñidor de las
sombras, levantando la lápida del Valle con dos dedos y dictando órdenes desde
el reverso de la historia. Vigilaban las palabras. También los pensamientos.
Salí del ayuntamiento como quien sale
de un laberinto sin hilo. Las calles ya estaban puestas. Tarde. Torcidas. En el
fondo del abismo, los funcionarios hacían mímica del Guernica, pidiendo perdón
entre alaridos. Las aceras seguían sin barandillas. Y el Gran Hermano, oculto
tras farolas ornamentales, escuchaba nuestras dudas.
Una legión de súbditos colocaba
sensores de pensamiento bajo las baldosas. Otros trepaban escaleras para
instalar detectores de ideas en las ventanas. Nadie se quejaba. Todos
aceptaban. Tenían miedo a caminar. A caminar por las calles. A caminar por las aceras.
A caminar, en suma, por sus propios sueños.
Yo, empecinado, caminaba sin
barandillas, con vértigo, con palabras como único bastón. Portaba un teclado
negro como si fuera un arma blanca. Disparaba letras al aire. Sin apuntar. Sin
disculpas.
Y justo cuando llegaba al palacio del tirano, desperté. El teclado, exhausto, había perdido todas sus teclas. Y mi padre, desde algún lugar sin bordillos, sonreía.
Paco Arenas a 10 de mayo de 2016
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