lunes, 9 de mayo de 2016

Vagón número once


Dedicado a mi hija Rocío, que ha venido de Madrid a acompañar a su madre y su abuelo en estos difíciles momentos.

Ante el gran ventanal del hospital, el anciano observaba el incesante aguacero de aquel día gris de mayo. Su mirada se perdía en el infinito, que no alcanzaba más que el gris del cielo que lo cubría todo sin dejar ver un resquicio de azul. Tenía puesta la mascarilla de oxígeno, que le tapaba casi los labios. Sin embargo, de vez en cuando se le notaba mover los labios y se le podía oír murmurar monosílabos, que, si hubieran sido más frecuentes, podrían haber parecido una oración a quien los escuchara:

—Tres...

Al cabo de unos minutos y:

—Cuatro...

Frente al centro hospitalario se extiende uno de los últimos vestigios de la huerta valenciana, con Alfafal, Albal y Benetusser en el horizonte. Si se dirige la mirada hacia el Este, se pueden ver las grúas del puerto de Valencia y, junto al hospital, las vías del tren de alta velocidad.

 

La lluvia cae con más fuerza, la gente se apresura a llegar a sus vehículos o, al contrario, a salir de ellos para entrar al hospital. De repente, observas que el anciano baja la mirada, como si quisiera ver a las personas apuradas, o ese paraguas que se ha volteado y ha volado hasta quedar atrapado entre los troncos de tres palmeras que hay al otro lado de la calle; pero no, el anciano fija su vista en las vacías vías del AVE Madrid-Valencia. Mira ansioso, alternativamente, el reloj de su muñeca y las vías del AVE, que, aunque no están a la vista, parece intuir. Pone su mano sobre su frente, sin que el sol le moleste por estar todo nublado.

 

—Catorce...

 

Un joven, que estaba degustando una tableta de chocolate crujiente con almendras, se da cuenta del equívoco. Lleva un rato intentando ver lo que observa el viejo, pero él solo ve nubes en el cielo. El joven sonríe, compartiendo una mirada furtiva de complicidad con su novia que se recupera de una enfermedad. No sabe si rectificarlo o no, al verlo tan delicado.

—Sin duda le falla la cabeza —, piensa.

 

Sin embargo, lo intenta:

 

—Disculpe que lo moleste, señor —dice vacilante—. La cuenta sigue con cuatro, no con catorce...

 

El anciano los observa con indiferencia, como si no los viera. Observa también a la chica, demasiado flaca, con un suero colgando del andador y unas profundas ojeras que indican el no haber pegado ojo en toda la noche. La chica sonríe, como disculpándose por el osadía de su novio. El anciano se pone serio, acaba sonriendo también, su mirada ahora es ausente. Haciendo que la pareja crea que tienen razón, el anciano ha perdido la cabeza. Pero el anciano no los ve a ellos, en realidad ve lo que el chico lleva a su espalda, una guitarra, dentro de su funda.

 

—Primero contaba los aviones que salen del aeropuerto de Manises…—se atreve a decir la chica.

 

—A los cuarenta días de estar aquí, ya conoces el horario y la frecuencia de los aviones, aunque no los veas, solo por el momento en que sucede. El próximo llegará en 18 minutos y veinte segundos...

 

—De cuatro a catorce...—dice el joven, pensativo, interrumpiéndolo.

 

—Antes miraba los aviones, ahora miraré los trenes, que ya van a pasar, y mi nieta me ha dicho que el suyo trae catorce vagones...

 

—¡Ah!—Exclama el joven, sin entender nada, pero afirmando con la cabeza.

 

—¿Me dejas la guitarra? Soy viejo pero mi cabeza todavía funciona.

 

El joven observa al anciano, lo ve con la máscara de oxígeno puesta, con su mano que tiembla, y su voz casi sin aliento para salir de su boca, como si la muerte fuese a arrebatarle la vida de forma cruel. Vacila, y pregunta:

 

—¿Para qué quiere usted la guitarra?

 

— ¡Copón! ¿Para qué la he de querer? Para tocarle una canción a mi nieta Rocío que ha venido de Madrid a verme y va en el vagón once...

 

—Si no lo va a escuchar, el AVE pasa rápido. Y de todos modos está muy lejos...

 

—Tú déjame la guitarra y verás como mi nieta escucha la canción...

 

El joven accedió a su petición. El anciano, que apenas podía moverse, empezó a tocar la guitarra con una energía sorprendente, y a cantar con una voz que le venía de su juventud, de su corazón. En ese momento pasó el AVE, el joven contó los catorce vagones, y se fijó en el once, el cuarto por el final, y sonó el celular del yerno del anciano y padre de la nieta, que lo puso en altavoz, para que lo oyera el anciano. Y se escuchó la voz de Rocío:

 

—Abuelo, ahora estoy pasando por delante del hospital, voy en el vagón once y estoy escuchando tu canción...

 

El anciano siguió con la mirada el tren que se alejaba, fijándose solo en el undécimo vagón, como si los otros no existieran. A pesar de haber sufrido una grave operación, al oír a su nieta, al sentir que aún puede tocar la guitarra y cantar una canción, le hace ilusionarse, o quizás fantasear, con ese último viaje a la tierra que le dio la vida, por donde don Quijote y Sancho vivieron sus aventuras. Todavía sueña que esas vías le conduzcan a La Mancha, y allí, junto a un antiguo molino, librará su última batalla y emprenderá el último viaje.

A pesar de la lluvia, el anciano y la nieta, que viaja en el tren, tienen los ojos iluminados por la esperanza de verse antes de que él parta en el último vagón.

 


©Paco Arenas 


Cuadro inacabado de mi amigo Pedro Blasco, ha pedido opinión y el cuadro habla por sí sólo y me ha contado esta historia. Cuando esté terminado sonará hasta la guitarra. Personas que aparecen el cuadro:  Paco Cabanes jugador de pelota y Vicent Savall cantautor valenciano de Gandía.

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