Eran
tiempos en los cuales el hambre era la compañera más fiel. Tiempos de
posguerra, y el pan nuestro de cada día era tan sólo un recurso publicitario de
la Iglesia. Comer un huevo frito, cocido o crudo, resultaba misión imposible,
al menos en las ciudades. En los pueblos todas las Casas tenían sus corrales, con
gallinas, gallos y conejos, que sobre todo los de pico, a falta de pienso se
alimentaban con las heces humanas. Comer carne, incluso en los pueblos, se
reservaba para acontecimientos especiales: bodas, visitas familiares, para el día
que se marchaba el hijo a la mili o que regresaba de permiso o licenciado.
No era, por tanto, raro que alguien tuviese
que pagar el pato, en este caso el gato. Y no es que diesen gato por liebre, que
abundantes unos y otras en La Mancha. Los perdedores de la guerra no tenían
permiso para tener escopeta y cazar liebres, conejos, perdices o codornices.
Utilizaban de manera clandestina lazos y cepos, siempre con la precaución de
que no les pillase la guardia civil. Recuerdo
que contaba mi padre que un día mi padre cazó dos liebres en La Montesina con
lazo, donde todavía mi familia tiene un trozo de monte, y la guardia civil se
las robaron y encima le pusieron una multa.
Los gatos
eran otra opción de comer carne, abundantes en pueblos y ciudades, no
resultaban fáciles de coger, a no ser que fuesen propios, y a esos se les
respetaba; pero siempre existía la oportunidad de pillarlos descuidados. Después de darles caza, se despellejaban, se
colgaban al raso para que se le ablandasen las carnes y se cocían durante horas
a fuego lento, y una vez tiernos se le añadía arroz o patatas y a matar el hambre,
después del gato y gracias a él.
Pedro y
Juan eran dos hermanos mellizos de poco más de ocho años. Su padre la noche de
antes había cazado un gato, que tras despellejarlo y tenerlo al relente durante
la noche, su madre puso en un puchero grande, con verduras y nabos, arrimándolo
a las ascuas y ceniza de paja, para que se fuese haciendo a fuego lento.
—Cuidar que
no se salga el caldo, para poder echar después el arroz.
—Madre, no
se preocupe usted. Nosotros cuidaremos bien del puchero.
—Me fío de
vosotros. Hoy comemos arroz con conejo.
Los dos hermanos,
sabían que era gato, pero el hambre provocaba en sus fosas nasales el más
delicioso aroma a conejo de campo, con aromas de romero, tomillo y espliego. Y cada vez que se acercaban a la lumbre a
arrimar ascuas, y destapar el puchero, el aroma del gato cocinado, cada vez resultaba
más concentrado y apetitoso. Pedro miraba a Juan, y Juan a Pedro, los dos al
puchero.
— ¿ Y sí.
..? —Se atrevió a hablar Juan, el menor en estatura, puesto que eran gemelos de
los hermanos.
—Pues yo
creo que… —insinuó Pedro. Sin que ninguno de los dos necesitase decir lo que
pensaba, tal vez porque dormían en el mismo colchón y además eran mellizos.
—Una
tajadilla de los riñones, no creo que se note mucho —apuntó Juan.
Ni cortos
ni perezosos se abalanzaron sobre el puchero, primero con prudencia, después
con ansia. Cuando se quisieron dar cuenta no quedaba ni rastro del gato. Sólo
entonces, se percataron de la situación. Sus padres y hermanos cuando llegasen
del campo cansados no tendrían nada que comer aparte de caldo y las verduras.
— ¿Y ahora
qué? —Preguntó Juan, limpiándose la
barbilla.
—Pues no
sé. Como no cacemos el gato de Pascual,
que anda siempre detrás de nuestra gata…
Para que
decir más. Ambos hermanos pusieron manos a la obra, sin que les resultase
difícil atrapar el gato del vecino. Bien hermoso era, y contentos, tras arrearle
un fuerte estacazo, dándolo por muerto, sin despellejar ni nada, porque no
sabían, lo metieron en el puchero. El gato al notar el escaldado recupero el
conocimiento animal y de un salto salió
del puchero. Juan que tenía todavía el garrote en la mano, le dio tal garrotazo
en la cabeza, que dejó el gato panza arriba. De nuevo fue al puchero. No
parecía que el pobre animal estuviese del todo muerto y de vez en cuando, cada
vez con menos fuerzas intentaba salir del fuego.
—Que sale,
que sale, que se le ven los ojos… —gritaba Pedro.
Pero el
gato terminó por resignarse a ser escaldado y comido… El hambre es muy mala. Autentica
carrera al infierno, y su madre, después de cocido despellejó el gato. Y todos,
menos Pedro y Juan comieron arroz con conejo. Todos menos Pedro y Juan, que
estaban satisfechos.
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