A
las cinco de la mañana
La
ciudad duerme sin esperar el canto de los gallos al alba, porque en la ciudad
no cantan los gallos en el corral y los niños lo más parecido que han visto a
un pollo es un muslo del mismo cocinado.
Tal
vez algún niño de días o meses, lo que los ingleses llaman un bebé y algunos
han copiado, esté agarrado con sus melladas encías al pecho agrietado de su
madre, que a estas horas no aguanta escozor de sus lácteos pezones, tampoco el
peso de sus párpados después de toda la noche en vela. La mujer recostada sobre
el cabezal de forja, que se clava en su espalda, se duerme y despierta entre
cada succión de la criatura, que parece adivinar cuando su madre cierra los
ojos para acelerar el ritmo o languidecer hasta parar sin soltar el pezón,
entonces ella despierta e instintivamente agita el pezón sobre los labios de la
criatura, para intentar que no se pierda ni una gota de leche, retira al niño
del pecho Y entonces el chiquillo comienza a llorar, de nuevo recibe el premio
del oscuro pezón en sus labios.
La
madre mira al padre, que ajeno duerme a pierna suelta, al tiempo que exhala
unos arrítmicos ronquidos, los cuales, en ocasiones parece que van a desembocar
en una terrible tormenta.
Son
las seis de la mañana, el niño por fin ahíto y satisfecho se ha quedado
dormido. La madre con sumo cuidado se levanta y tras rozarle la frente con sus
labios, temerosa, temiendo despertarle, lo deposita en la cuna y lo arropa
tiernamente. Va al cuarto de baño y se
limpia las aureolas de sus bellos pechos. Al ir a sentarse a orinar se percata
que hay restos de orina alrededor del inodoro y en el suelo.
—La manía que tienen los hombres de intentar jugar al baloncesto con la minga.
Limpia
y desinfecta inodoro y alrededores y a las cinco cuarenta y cinco, por fin se
acuesta con la esperanza de poder dormir.
A
las seis de la mañana, suena el despertador, despierta el marido renegando. Por
el inesperado y a la vez rutinario ruido del radio reloj.
—Qué
pena, que los relojes no sean como antes para tirarlos contra la pared.
Ve a
su mujer profundamente dormida, extrañado de que no haya escuchado el
despertador.
—Quién
fuera mujer para poder dormir hasta que a uno le diese la gana.
Se
levanta con desgana, y arrastrando los pies camina hasta el cuarto de baño. No
enciende la luz y comienza la micción, hasta que escucha un chispirroroteo que
termina mojando los pantalones del pijama.
La
manía que tienen las mujeres de cerrar las tapas de los váteres...
Refunfuñando
levanta la tapa del inodoro para terminar la acción.
—¡Qué
asco, por Dios! No sé cómo no sienten asco las mujeres de limpiar el váter.
Se
lava presuroso las manos con abundante jabón. Enciende por fin la luz y mira
con repugnancia el inodoro y el charco que hay a su alrededor. Se hace el
distraído y se gira ligeramente a la hora de lavarse los dientes para no ver el
espectáculo y piensa en un lago andino al que rebautiza como el Pipi-Caca. Deja
el agua correr mientras se cepilla los dientes, al tiempo que nota que sus intestinas,
comienzan a moverse viene el apretón.
—
No, si ahora, me va a tocar a mí limpiar el váter, mientras la buena mujer
duerme a pierna suelta...
Mientras
tanto, Paco en la habitación del hospital espera a ver si puede conciliar el
sueño por enésima vez en la noche, que al igual que la mujer, que ahora duerme
plácidamente ha estado más tiempo despierto que durmiendo y le pesan los
párpados un quintal.
Mientras
su marido limpia el inodoro y el suelo para poder llevar a cabo ciertas
necesidades fisiológicas que no vienen a cuento nombrar...
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