Quisimos atrapar el viento,
abriendo la tapa del puchero,
Creímos ser los cocineros de nuestro destino.
Levantamos la cabeza
para oler el aroma del café,
y al primer sorbo
nos dieron amarga achicoria
con sabor a sangre.
Pobre España mía.
A veces, si lo
ignoras,
la achicoria sabe a café.
Amargo sabor, que
perturba tu sueño
más que el revoloteo
de la cafeína.
Las manos ahogan tu
garganta,
Mientras tú das las
gracias con complacencia
sollozando candentes
recuerdos,
que ya ni tuyos son.
Pobre España mía.
No
hay júbilo para el buey sumiso,
cuando
la suavidad de la caricia
la
produce el látigo,
ni
consuelo en los cuernos limados,
no
por la lima traicionera,
sino
por la hoguera que provoca el miedo.
Pobre
España mía,
sentada
a la mesa con el puchero cocinado
y el
plato boca abajo.
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