Fue un domingo 30 de mayo de hace 23 años. Después de más de dieciséis
horas de trabajo en el bar. Cerramos a las tres de la mañana, cansado,
reventado, sin ganas de otra cosa diferente que pegarme una ducha de agua fría
y dormir unas horas tranquilamente.
Entre en la casa, como siempre a esas horas, procurando hacer el menor
ruido posible para no despertar a tu madre. No obstante, tu madre ya estaba esperando mi
llegada, vestida, para no perder ni un segundo. Sin embargo fingió estar dormida hasta que
terminé de ducharme. Cuando regresé a la habitación, buscando el pijama debajo
de la almohada, escuche su voz en la oscuridad, que se transformó en luz de
inmediato, antes de terminar la frase.
—No te metas en la cama, no te
acuestes, que nos vamos para el hospital, tú hija está intentando abrir la
puerta.
—Si falta todavía más de una semana —repliqué yo, muerto de sueño y
cansancio.
—Eso díselo a ella —contestó saliendo de debajo de las colcha, ya
vestida y preparada para salir en dirección al hospital.
Me sujete en el respaldo de la cama, me temblaban las piernas. Abrí el
armario y me vestí con más nervios que el tío Calambres, las dos piernas las
metí por el mismo camal del pantalón y a la hora de abrocharme, intenté subirme
la cremallera, siendo la bragueta de botones. No es preciso decir que no
encontraba las llaves del coche, a pesar de que las tenía en la mano.
Después tuvo tu madre la mala idea de ir a recoger a la suya. A la
cual, a pesar de que le había avisado antes, de que subir yo del bar, tuvimos
que esperar la media hora, multiplicando mis nervios.
Ya, por fin en el hospital, metieron a tu madre en la sala de
dilatación. A mí me dejaron con la suegra en la sala de espera, para mi pesar.
—Ya veras, se le va a liar el cordón a la chiquilla y la va ahogar,
como le pasó a una vecina mía de Linares.
—Por favor, Cállese, ¡copón!
—Claro, vosotros todo lo arregláis con decir copón, todo menos pensar
en los riesgos. Si mira que le decía a mi hija que no se casase con un albañil…
Lo que contesté no está en los anales de los escribible. Sin embargo
decir que, a esas alturas yo hacía cinco años que no ejercía como albañil, y
tenía un bar con el apodo de mi padre como nombre, el Bar Arenas. Para ella siempre
fui y seré un albañil, lo cual no me ofende, pues los albañiles viven del sudor
de su frente y no del sudor de los de enfrente.
—Una vecina mía, que tenía la cadera estrecha,
no dilataba bastante se murió la criatura y la madre…
Todas las cosas malas que le podían ocurrir a tu madre pasaron por la
cabeza de la suya, y las repetía en voz alta de manera compulsiva. No es
preciso decir que de todos esos malos augurios que pronosticaba, sólo había un
culpable, te puedes imaginar quién. Yo siempre, para ella fui más nuero que yerno, ella siempre interpretó
y se encasillo en el papel de suegra.
Aunque no soy aprensivo, aprovechando que pasaba por allí una
enfermera, y que había estado escuchando parte de la conversación, le pregunté si
podía estar en la sala de dilatación acompañando a tu madre, y allí me marché,
dejando a la suegra con sus nefastas divagaciones y con la palabra en la boca.
—¿No me iras a dejar aquí sola? Que soy la madre…
—Señora, solo puede entrar una persona, el padre tiene preferencia
para acompañar a la madre…—argumentó la enfermera.
—Pero, yo soy la madre…
—No señora, la madre es su hija, usted es la abuela…—dijo la
enfermera.
—¿Entonces qué hago? —Preguntó con clara muestras de angustias mi
suegra.
Yo no sabía qué decir, evidentemente debería sentirme culpable, pero
no me sentía, al contrario, sentía una maligna satisfacción de su angustia,
cosas de nueros y yernos.
—Rece — repliqué sin volver la vista atrás, por si me daba pena, fui
mala persona, ese día me di cuenta que también podía llegar a ser cruel, pero…
Lo que parecía estar a punto de caramelo, se retrasó hasta después del
amanecer, cuando el rocío de la mañana está en su máximo apogeo sobre los, ya,
amarillos trigos de La Mancha.
Elegiste el mejor momento para nacer, a las ocho y media de la mañana.
Las enfermeras auxiliares que debían ayudar a la comadrona ya se habían
marchado, y las del turno entrante, curiosamente se retrasaron más de lo que
era habitual, claro, era domingo.
Así que me vi en el paritorio solo, con la comadrona y tu madre, y tú
asomando la cabeza. Nada más salir, ensangrentada, te sostuve en mis
temblorosos brazos, en el instante más emocionante de toda mi vida, mientras la
comadrona me miraba riendo y cortaba el cordón umbilical y sacaba la placenta.
Tenerte en mis manos me daba la sensación de que eras mucho más frágil de lo
que en realidad eras, mis dos palmas ocupaban desde la cabeza a los pies y me
sobraba, y eso, a pesar de no tener las manos grandes.
—Si ves que te vas a desmayar, me das la niña antes —me dijo entre
risas la comadrona viéndome temblar como si tuviese párkinson prematuro.
— ¿Yo, desmayarme? De ninguna
de las maneras.
—Por mucho menos he visto a tíos más grandes que tú caer en redondo al
suelo.
—Yo, soy de Pinarejo, soy de pueblo, eso les pasa a los de capital…
A pesar de mi negativa a reconocer que me estaba mareando, lo notaba;
pero el mirarte a ti y a tu madre me daba fuerza para controlar los nervios. En
mis brazos estabas cuando recibiste el primer baño. Fui yo quien te colocó
sobre el pecho de tu madre. Fuiste tú quien decidiste el nombre que querías
tener. Dos opciones había, Rocío o Raquel. A mí me gustaba Rocío y a tu madre
Raquel, que a mí no me gustaba, en La Mancha, raquela, quiere decir tonta y en hebreo oveja.
A todos les dijimos que te llamabas Raquel, y Raquel fue tu nombre por
veinticuatro horas. No pensamos que tú habías tomado otra decisión, y que tal
vez por eso, habías nacido casi diez días antes de la fecha prevista. No era cuestión de llevarte la contraria.
Naciste el día del Rocío, nos enteramos al día siguiente, por suerte antes de
inscribirte en el registro civil. Tú elegiste ser Rocío. Gracias por ser mi
hija.
Muchas Felicidades…
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