En Pinarejo, un lugar de La
Mancha cuyo nombre no puedo, ni quiero olvidarme, existe un viejo camposanto
abandonado desde hace casi dos siglos, reconvertido ahora en un hermoso parque
municipal. Nadie sabe muy bien lo que ocurrió aquel 23 de abril de 2016, salvo
dos personas y el ojo que todo lo ve.
El antiguo cementerio, que se
encontraba de espaldas al pueblo y ya no recordaba su función original, fue
adoptado como si fuera un gato mimoso, en un lugar donde algunas parejas de
novios iban a tontear, aunque trigales y eras sobraban en las inmensas llanuras
de La Mancha. Entre ellos, Alonso Toboso y Dulcinea Quijano, que al conocerse,
supieron que eran el uno para el otro, en el momento que supieron sus
respectivos apellidos. Aunque tal vez, si se casaban y tenían hijos, no estaría
demás cambiar el orden de los apellidos, tal y como permite la ley en España, que
los de los hijos que una hipotética unión fueran Quijano Alonso. Sin embargo,
ni Alonso ni Dulcinea pensaban en tener hijos tan pronto; la idea de ser padres
antes de los treinta les parecía tan atractiva como un brindis con agua y
todavía ni él llegaba a los veinticinco ni ella a los veinte.
Después de una noche en un pub
de San Clemente, la joven pareja decidió, antes de encaminarse hacia Madrid, detenerse
en el parque para disfrutar de la maravillosa luna llena y del cielo
estrellado, y de lo que surgiera. Habían bebido, no vamos a mentir, Alonso más
de la cuenta, Dulcinea, solo un cubata y un san Francisco, estaba serena, cosa
que no lo estaba él, que hasta dejó que Dulcinea condujera su flamante Audi
A-4, a pesar de tener el carné desde hacía menos de un mes.
El silencio era tal que hasta
los besos resonaban como ecos, y el resbalar de la ropa al desprenderse de los
cuerpos parecía el rascar de la lija contra la madera. Las miradas, frente a
frente, buscaban en la oscuridad los rincones del cuerpo ajeno, y cualquier
ruido de un pajarillo hacía que uno u otro levantara la cabeza para comprobar
si otros ojos, además de los suyos, los observaban.
—No hagas tanto ruido —dijo
ella.
—¿Menos?
—Estamos en un cementerio… Aquí
están enterrados mis tatarabuelos Marta y Facundo, y los otros también pero no
me acuerdo el nombre…—musió ella.
—Hace más de doscientos años que
no se entierra aquí a nadie. Mira que hermosos rosales…
Y era verdad. Sin embargo, de
alguna manera, aquel sitio imponía. Todos recordaban el cementerio que fue, no
el parque que ahora era.
—¿Encendemos un canuto? —propuso
él viéndola melindrosa, tal vez
—Ahora, desnudos, ¿nos vamos a
poner a fumarnos un porro? ¿Estamos locos? ¿Qué quieres, que salga una vieja
desvelada y mañana salgamos en los periódicos?
—Es que parece que te noto
tensa.
—Tú a la faena, no tenemos toda
la noche…Mañana tenemos que estar en Madrid.
Se reclinaron sobre el césped,
justo donde había un cartel que ponía: «Prohibido pisar el césped», pero que
ellos no pisaban. De repente, ella comenzó a escuchar voces airadas desde el
interior de la tierra, aunque solo una pareja de enamorados estaba en el viejo
cementerio: Alonso Toboso y Dulcinea Quijano.
—Te noto tensa —repitió él.
—Escucho voces, a ver si son mis
tatarabuelos… —replicó ella.
—No digas tonterías, si hasta la
radio tenemos apagada, ¿cómo vas a escuchar voces?
—Pues a lo mejor eso es lo que
pasa, yo sin música no puedo, ¡Ea! —y Dulcinea Quijano se levantó, se acercó al
Audi y puso música suave.
—Si habías dicho que no querías
ruido, que no querías salir en los periódicos…
—Túmbate tú, que ahora verás lo
que es bueno…
—¿Ya no escuchas voces?
—¡Que te calles, leñe! O te
quedas sin gustirrinín, ¡ea! He dicho.
—No puedo, no sé qué me pasa, a
lo mejor…—ahora era él quien comenzaba a escuchar voces, como si el contacto
con la tierra de su cuerpo tuviera esa magia tenebrosa.
—Ni de broma, para eso estoy yo…
Pero aquello parecía que no
estaba dispuesto a piar.
—Esto no me ha pasado nunca.
—¿Qué? Joder tío, ¿ya no te
apetece?
—Sí, si no es eso, oigo voces.
Tu decías que las oías antes…
—Pero ya no, y te advierto que
quienes están enterrados aquí son mis ancestros…
—Tía, debo estar muy borracho, algo me han
echado en el cubata… burundanga de esa o como se llame…
—No digas sandeces… ¿Ahora tú
sientes voces? ¡La hostia! Esto acojona de verdad… Ahora que me entraban ganas…
¡Ea! Nos vestimos y nos vamos, ¡Ea, se acabó la casa antes de empezar los cimientos!
Se vistieron de nuevo y se
sentaron en el coche a fumarse el porro que ya tenía liado Alonso. Decidió
encenderlo, a ver si se ponía a tono, descartando la despedida que ambos
habrían deseado. Las vacaciones universitarias de Semana Santa terminaban y
querían celebrarlo como «Dios manda»: una noche toledana de sexo y placer
infinito en el corazón de la Mancha Conquense. Pero, los pobres escuchaban
voces.
—Todo es por culpa de la bebida,
tía, nos hemos pasado. No sé ni cómo hemos llegado al pueblo.
—Borrachos, borrachos, ya te
digo yo que no, yo no, que solo me he tomado un San Francisco… Como no sea lo
de la «burrundanga» esa que dices…, ,pero ahora yo estaba burra, burra…
La joven pareja, después del
porro, dejó de escuchar voces, y entre bromas y veras terminaron de nuevo sobre
la mullida hierba, sin necesidad de desnudarse.
—¡Dios mío! Joder, cuánto te
quiero, Dulcinea de mi corazón… —dijo él, buscando debajo de la minifalda ese
recóndito y jugoso lugar.
—Mi amor, no hace falta que
digas lo que me quieres, pero la amazona soy yo —replicó ella irónica,
empujando a su novio y tomando posesión de la cremallera de su pantalón.
—Cariño, me has dejado trabado
como las mulas de Pascual —se quejó él, con los pantalones a la altura de las
rodillas.
—Para que ahora no te escapes. Tú
déjate hacer, que quien se debe galopar soy yo —replicó ella, jugando con el
pajarito con cuidado de que no comenzase a piar antes de la cuenta.
Viendo el peligro de quedarse a
dos velas mirando la luna, sin dilación se sentó sobre la silla de montar,
demostrando una destreza como amazona, que ni Diana cazadora se le igualaba.
Primero cortando el viento con las manos sobre el depilado torso de él y
después, demostrando su pericia, irguiéndose con las manos, intentando atrapar
la luna entre las palmas de sus manos.
Fue él quien escuchó de nuevo
aquellas airadas voces que no se entendían muy bien, y que él achacó al porro y
los güisquis como antes a otras sustancias. Como estaba a punto de ver todas
las estrellas del firmamento, intentó hacer oídos sordos a esos extraños
acúfenos.
Entonces, él escuchó de nuevo
una voz potente:
—Fermosa doncella, aquí llega tu
amado Alonso con su espada victoriosa. ¿Estás lista? —preguntó la voz que salía
de las entrañas de la tierra misma.
Era de noche, ella estaba
pendiente de otros menesteres, pero la cara de Alonso se tornó más blanca que
la luna que los alumbraba.
—Amado mío, doncel al que el
brioso Rocinante trajo veloz hasta El Toboso, dispuesta estoy a todo… —escuchó
una segunda voz, en esta ocasión femenina, que, siendo parecida a la de su
novia, sabía que no era de ella; soplar y sorber no se puede hacer, y los
gemidos de ella no eran compatibles con palabras amorosas.
Las voces las escuchó con
meridiana claridad, a pesar de salir de ultratumba. Él, que hasta ese momento
se había dejado llevar al vaivén del vigoroso y coordinado baile de tan
singular amazona, ahora asustado, quedó paralizado, provocando que su espada erguida,
que señalaba a la luna en el interior del universo que ella tenía entre sus
piernas, se arrugase de inmediato, como por arte de magia. Dulcinea, como ágil
amazona que era, continuaba su cabalgata impetuosa y decidida a recorrer las
inmensas llanuras de la Mancha, viendo las constelaciones y el fulgor de la
luna sobre sus resplandecientes senos, que él con sus manos levantaba,
apuntando sus salientes al infinito instantes antes. Más, cuando ella estaba a
punto de llegar a la Constelación de Orión, o lo que los enamorados llaman el
séptimo cielo, se quedó paralizada, porque la espada de Alonso se desinfló
totalmente, cual pompa de chicle desabrido, con sabor a nada. Dejó de mirar a
las estrellas y a la luna para mirar fijamente a su enamorado. Él, aturdido, no
sabía qué decisión tomar, ni qué decir.
—¡Cariño, cariño mío! Para,
para… Escucho voces que salen de debajo de la tierra —intentó disculparse él,
ante tan inesperada novedad.
—Amor mío, por las barbas de
Salomón y la reina de Saba, podías haberte quedado sordo unos segundos, estaba
a punto de llegar a tocar el cielo con las manos, y hasta la misma Petra me
parecían aquellas ruinas de la ermita del camposanto ¡Ea!, otra vez a
fastidiarse la de siempre, si es que el trabajo que no se haga una misma… —le
reprochó ella—. Deberías dejar de mezclar el güisqui con los porros...
Dulcinea, resignada, terminó
descabalgando de su montura, pues no había silla en la que acomodarse, y no era
cuestión de cabalgar a pelo sin nada a lo que agarrarse. Al tiempo que se subía
el tanga y se bajaba la falda con cierta frustración, abrochando cada uno de
los botones de su blusa, se puso de pie de un salto.
Entonces, ella, que no había
bebido güisqui y apenas le había dado un par de caladas al porro, escuchó la
voz de un hombre que claramente se dirigía a ella. No era como antes, que creyó
escuchar, ahora estaba segura, notaba el aliento tan cerca con cada una de las
palabras.
—Te puedo ver desde la punta de
los escarpines hasta la cofia que adorna tus morenos cabellos…No es preciso que
te abroches, amada mía, yo te compraré vestidos más adecuados en Toledo, que a
buen seguro, por falta de hacienda, te quedaron tan cortas las sayas, ni
corpiño de trenzas, ni meriñaque llevas…
—No soy yo la que viste de tan
grosera manera, ni preciso tus escudos para acondicionar mi compostura…
Se quedó paralizada de miedo, su
novio no era quien hablaba, allí estaba con cara de bobo mirándola como si
mirase a una piedra. De repente, él pegó un salto impresionante, como si una
lanza le hubiese clavado en sus nalgas cerca de la curcusilla. En un instante,
subió pantalones y cremallera, provocando una pesadilla en su pellejo. El grito
desgarrador del muchacho atravesó las llanuras verdes de toda la Mancha. Por
supuesto, también quedó paralizado, con la vista perdida en un punto de su
cremallera.
—Ya se acerca el momento. ¡Feliz
algarabía!, después de cuatrocientos años en esta tumba, envueltos entre las
tinieblas de la historia y la ficción. No temo que estos filimincias huyan
espantados por la aparición. Más les valdría ponerse a la defensiva contra los
vivos, que los muertos no tenemos peligro alguno, tampoco lo provocamos. No
obstante, tenemos derecho a decir la verdad, nuestra verdad…
—Si amado mío, no los dejes escapar
—ahora era la voz de una mujer.
Ambos hubiesen deseado salir
corriendo, pero aquellas palabras surgidas de las entrañas de la tierra se lo
impedían y algo que los tenía pegados al suelo que pisaban.
Regresó el silencio más absoluto, el propio de
cualquier cementerio a esas horas, y Alonso y Dulcinea se miraron fijamente,
preguntándose en la oscuridad si los dos habían escuchado lo mismo o si eran
imaginaciones suyas. Pero ya no se repitió ninguna voz. Lo cual permitió a ella
tomar la iniciativa para liberar al pajarito de la trampa de la cremallera, que
en otras circunstancias el mero roce hubiese provocado la resurrección del
soldado caído, que ahora, entre el miedo y el peligro, era solo un colgajo de
pellejo atrapado por una cremallera «made in China», afortunadamente, de
muy mala calidad.
—Dios mío, no sé si la
salvaremos —bromeó ella con risa nerviosa, mientras con manos diestras liberaba
el apéndice de Pedro, que, en tantas ocasiones, le había hecho disfrutar de las
constelaciones del séptimo cielo, incluso con el sol de fuera, pensando de nuevo,
de ahí la broma, que era por culpa del porro y ya se le pasaban los efectos.
—¡Copón! ¡No me jodas! —exclamó
él asustado, sin saber si más por las voces que momentos antes surgieron de
ultratumba o por la posibilidad de la decapitación de su pajarito.
—La muerte reta a la vida, amigo
Sancho, nunca una mejor oportunidad tuvimos para despojarnos de esta condena
del sabio Frestón… —de nuevo la voz grave salida de debajo de sus pies.
—Cariño… ¿Has escuchado lo mismo
que yo? —preguntó Alonso a su novia.
—Y tanto, y tanto, casi me meo
encima —balbuceó ella —. Me acabo de mear…
—Muy bonita la niña, por muy
bonita que sea, no evitará mojarse las braguitas cuando se le escape la gotita
—se escuchó ahora una voz ruda, de campesino manchego.
—Así es amigo Sancho, así es…
Con cada cosa en su lugar,
muertos de miedo, se abrazaron, se besaron y agarraron sus manos dispuestos a
morir de un infarto antes de que salieran sus hijos del cuerpo, sin ni siquiera
adoptar un gatito pequeñito. Ella, que todavía guardaba la compostura, pensó
que, si se despojaba de los zapatos, podría salir volando, ya que el miedo
siempre da alas, y así se lo indicó a él con la mirada, por si acaso los
fantasmas la escuchaban, y cogiendo sus zapatos en la mano, pero:
—Mi amo, horadáis la confianza
que pusisteis en mi persona, cuando os juré que saldríais de esta sepultura. No
como vino trasañejo, sino como brioso doncel que aspira a ser gentil caballero…
Y dos fuertes manos salidas de
la tierra agarraron sus tobillos de tal forma que aunque hubiesen sido más
débiles que el hilo de una telaraña, no habrían escapado del miedo que tenían.
Los jóvenes se miraron asustados. De improviso, Alonso tembló como si le diese
un pasmo, y pareció a los ojos de Dulcinea crecer medio palmo. Entonces, Alonso
sonrió con cara de felicidad.
—Al fin puedo veros, amada mía.
Cuatro siglos esperando poder amaros con pasión contenida, dentro de esta
sepultura…
La muchacha creía que sus ojos
saldrían de sus órbitas. Tan paralizada como asustada, miraba a su novio, que
ya sabía que no era su novio, por mucho que la mirase con ojos amorosos. De
debajo de la tierra surgió, de nuevo, una voz, de campesina manchega, que
utilizaba palabras perdidas en la noche de los tiempos, incluso en la Mancha:
—¡Pardiez!, nunca a un viejo
jamelgo vi convertirse en tan gentil caballero.
Fue ahora la muchacha quien notó
que un escalofrío le recorría todo su cuerpo, desde el dedo meñique hasta el
cogote pasando por la coxis. Sus asustadas pupilas se tornaron en apasionados
ojos de lujuria y deseo. Se arrodilló ante Alonso y, con una voz dulce y
desconocida hasta para ella, contestó:
—Sí, sí, mi valiente caballero,
acepto ser vuestra esposa para toda la eternidad. Lo que cuatrocientos años
negué a un viejo chocho, ruego a tan gentil caballero que sin más dilación me
hagáis vuestra…
Y, anhelante, se abrazó a
Alonso, intentando besarle.
—¡Quieta, pardiez!, que nada es
un caballero sin su escudero…
—Por mí, no os preocupéis,
señor, que yo, mi amo, llevo cuatrocientos años gozando al lado de mi amada
Teresa Cascajo.
Entonces, Alonso abrazó a
Dulcinea y cayeron sobre la hierba, allí donde momentos antes otro Alonso y
otra Dulcinea interrumpiesen el acto amoroso.
Nadie que hubiera pasado por
allí se habría dado cuenta de que aquellos que hacían el amor en aquellos
instantes con la desesperación de cuatrocientos años de abstinencia, no eran
Alonso Toboso y Dulcinea Quijano, sino que eran el hidalgo don Alonso Quijano y
Aldonza Lorenzo, conocida como la sin par Dulcinea del Toboso. A pesar de que
Alonso Toboso había crecido un palmo en cuestión de segundos y Dulcinea Quijano
daba la sensación de haber salido de un quirófano de agrandamiento de prótesis
mamarias, a unos metros tendidos sobre la hierba se encontraban gozando del
frescor de las estrellas Sancho Panza y su amada Teresa Cascajo, no tan jóvenes
como los antes mencionados, pero más apasionados.
En la colina que se encuentra al
otro lado de Pinarejo, el lugar de La Mancha, de cuyo nombre no puedo
olvidarme, en el parque del molino nuevo, junto a quinientos metros del
cementerio nuevo, el molino nuevo con sus aspas de adorno, soldadas a la estructura
del edificio, comenzaron a girar como si un fuerte viento las agitase. Sin
embargo, ni la más ligera brisa corría, y todo el pueblo, habitado
principalmente por jubilados, recobraba la juventud de antaño.
Paco Arenas a 23 de abril de 2016
Relato incluido en el
libro ©Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre
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