martes, 23 de abril de 2024

Barcelona el día de Sant Jordi (Un libro una rosa)

 



Barcelona, hoy, exhala el aroma de tinta fresca recién derramada sobre el papel. En cada calle, en cada rincón comercial, nos asalta la figura imaginaria del dragón de Sant Jordi, que nos lanza su fuego desde los escaparates abrazándonos con sus verdes alas para que quedemos para siempre unidos a esa ciudad que pisamos sin mirar al suelo, por la fascinación que nos produce. Ya sea en cartón, papel, chocolate, tartas o la tradicional coca de Sant Jordi, e incluso desde vehículos particulares, autobuses o taxis, y por supuesto, desde las librerías y floristerías, que en el día acompañan a muchos catalanes y visitantes.

Barcelona es maravillosa, seduce los sentidos, atrapa y envuelve con abrazos imaginarios al visitante, en mayor número del que muchos barceloneses desearían. Y a pesar de ello, desbordan amabilidad. Cuando te ven perdido, mirando el plano de la ciudad, antes de que preguntes, ellos te preguntan a ti a dónde vas, y algunos incluso te acompañan unas calles o hasta la esquina más próxima, rompen así esa leyenda negativa inventada en otros lugares de España que atribuyen sequedad al pueblo catalán... Con tantas pastelerías, ¿cómo no han de ser dulces?

Barcelona resplandece en cada esquina, desde el Barrio Gótico hasta el Parque Güell, desde el mar hasta el Tibidabo o el castillo de Montjuïc, donde tantas piedras lloran sangre, mira al mar y no da la espalada al monte, la Sagrada Familia desafía la imaginación, Colón señala con su dedo al otro lado de Atlántico y toda Barcelona se abre como un libro que es necesario leerse. El mercado de La Boqueria deslumbra como ningún otro que conozco. Y si algo brilla aún más en toda Barcelona, es Gaudí, omnipresente en cada esquina de la ciudad, como si un solo hombre se hubiera convertido en el espíritu de una gran metrópoli. Eso sí, hoy, con el permiso de los libros, las rosas y la tinta derramada sobre las páginas en blanco.


miércoles, 10 de abril de 2024

«Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro»

 



En un rincón de la venta, don Quijote, el cura Pedro Pérez se encontraban tomando vinos junto con el bachiller Sansón Carrasco que discutía con Sancho Panza sobre su incapacidad para leer los libros en los que ya cabalgaba:

—Es una vergüenza, Sancho, que siendo el escudero de tan ilustre caballero como Don Quijote, no sepas ni escribir tu nombre, —decía con desdén.

Sancho, sin perder la calma, respondió:

—Señor bachiller, es verdad que no sé hacer letras, ni siquiera la o con un canuto, pero sé algo muy importante que muchos letrados olvidan…

Intrigado, el bachiller preguntó:

—¿Y qué es eso tan importante?

—Sé cuándo debo labrar, cuando sembrar, cuando escardar, que racimo de uva coger, si un melón está dulce o es pepino, si va a llover o no y cómo ayudarle a mis cabras a parir, cuándo debo destetar a los cabritos... cambió por un tono sarcástico cambio —, dar consejos a los cabritos, cuando me pregunta todos los años la época en la que debe su caballo montar a la burra para que para mulas...

—En cuanto a lo primero, son cosas de simples, cualquier labriego lo hace…En lo segundo, te pediría moderación en el lenguaje, ¿tú crees que yo puedo estar pendientes de esas nimiedades?

—Pues buenos réditos saca de la venta de acémilas...

—¡Buf! Imagina que don Alonso, aquí presente, te hace gobernador de una ínsula...

—Me defendería, con gente y sin gente, y además ¿Usted lo haría? Imagine que está en la ínsula y solo y tiene un saco de cebada y medio celemín de trigo, una mula y el arado, ¿qué haría?

—Le diría a mis criados que lo hicieran…

—No tendría criados. Estaría usted solo…

—Le daría la cebada a la mula y molería el trigo...

—Se quedaría sin trigo ni cebada- Debería aparte una parte de la cebada y del trigo para sembrarla, pero en esa ínsula no llueve, ¿qué haría), ¿regaría con agua de mar?

—Vaya sandez, en las islas siempre llueve, ojalá lloviera igual aquí en Pinarejo... —continuó con tono altanero el bachiller.

—Se equivoca, señor bachiller, se moriría de hambre si alguien no le diera de comer, con todo su saber. Si el campesino no siembra y cosecha ni el rey come. Muchos de muchas letras sin inútiles para lograr el sustento, como no sea con el sudor ajeno. Me afea que no sepa escribir y no conoce la lealtad y el buen juicio —dijo Sancho. —. No necesito saber escribir para ser fiel a mi señor o para discernir lo justo de lo injusto.

—El vino siempre ayudó a decir lo que se piensa con mayor libertad —intervino el cura Pedro por primera vez, en tono malicioso —siempre que la copa no se convierta en botella....

—San Pedro Pérez fue a hablar y tiene las llaves de la bodega —replicó Sancho, aún con mayor sarcasmo —. La Iglesia siempre quiere tener la última palabra. Sepa maese Pedro, que no necesito vino para decir lo que pienso. No sabré de letras, y bien me vendría, pero hay quienes escriben cartas y no tienen palabra, y otros, de esos que los letrados llaman ignorantes, como yo, sin saber de tinta, mantienen su palabra sin mancha y hacen crecer la espiga para que el bachiller coma buen pan y usted bendiga la hostia... y los dos, beban mejor vino que yo...

—¡Descarado el labriego! —Exclamó el bachiller, buscando sentencia de don Quijote.

Don Quijote, colocándole la mano sobre el hombro a Sancho, orgulloso por sus contestaciones y sencillez, que había dado una lección de sabiduría que ningún libro podría enseñar, habló también, pero no para dar la razón al bachiller:

—Sancho, — dijo don Quijote con una sonrisa —tu ingenio supera a la erudición de muchos que se precian de sabios. La verdadera sabiduría no siempre está en los libros, sino en la honestidad y la experiencia de la vida. Has demostrado ser un escudero digno y prudente, y tu lección es un tesoro más valioso que el conocimiento de las letras. Y usted, señor bachiller, no olvide que de la cultura, la más importante es la agricultura y que ningún hombre es más que otro si no hace más que otro... No olvidéis, nobles presentes, que así como el vástago del letrado tiene el derecho a la lectura, de igual manera, el retoño del labrador ha de tener ese mismo derecho. Que no haya diferencia en el saber, pues en la igualdad de la enseñanza se halla el cimiento de la más alta justicia...


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© Paco Arenas, 7 de abril a las 00:00 horas

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Las cebollas de Marcos (basada en hechos reales)

 



Dedicado a los agricultores y a las víctimas de los especuladores

Era un viernes de finales de julio, cuando el sol se pone más perezoso que un borrico a la sombra de una higuera comiendo brevas. Marcos, que había estado toda la semana cosechando cebollas como si fueran setas después de la lluvia, no había llevado ni un carro al almacén. Las mulas, tan cansadas como él, estaban aún uncidas con los pertrechos, mirando el carro como si fuera un monstruo de siete cabezas, al que el campesino no se decidía a enganchar..

 

Con la parsimonia de quien no tiene prisa ni para rascarse, Marcos se enrolló un cigarrillo con dos papelillos, que parecía más un puro de ministro que un canuto de hebra. Encendió el cigarro y, tras dos bocanadas que parecían nubes de tormenta, regresó el humo con el aire de solano nublando sus ojos. Se quitó el sombrero para espantarlo como quien se libra de un nido de avispas y se sentó en el poyo, contemplando cómo el humo bailaba con el aire caliente con mejor ritmo que el alcalde de Madrid bailando el chotis.

 

De repente, apareció Julián, corriendo como si llevara el diablo detrás, faltándole hasta el resuello como si llevará la corbata en la boda de su amada, que se casaba con otro y a él le tocaba hacer de padrino.

 

—¡Julián, hombre! ¡Respira! Que pareces locomotora sin frenos y a ti no te han invitado a la boda. No puedes ir así, te va a dar un apechusque y no te va a valer ni lo más sagrao…

 

—¡Ay, Marcos! Muy tranquilo estás tú. Vengo to sofocado, que no me llega la camisa al cuello. Elías, el del almacén, me ha dicho que te diga que solo recoge cebollas hasta el viernes. Y tú, que llevaste una carga el lunes, no has vuelto a aparecer, ni para cobrar, y tu hermano Jonás tampoco.

—Ahí andamos disgustados, él ahí en porche y yo aquí en la puerta echando humo y pestes…

—¿Tú y Jonás enfurruñados? No me fastidies. Pues estamos apañados, porque los de los supermercados están también que trinan. Dices que si no lleváis las cebollas os van a poner la cara colorada y vais a tener una miaja disgusto, por incumplimiento…

Marcos se quitó la gorra y se rascó el cabeza apesadumbrado. Precisamente había discutido con su hermano Jonás por el mismo motivo.

—Pues que esperen sentados, que mis cebollas no están para carreras y me las lloro yo sin nadie que me las arrime al lagrimal…, que para eso estoy tuerto de un ojo…

—Pasa, Julián —se escuchó la voz grave de Jonás desde el interior del porche —, que se te van a secar los sesos al sol, que aquí tengo una botella de vino y unos pocos cacahuetes y garbanzos tostados para hacer boca y discernir mejor. Si mi hermano quiere pasar, que pase, sino que se seque como las cebollas en la era.

Pasaron los dos, Jonás, tal y conforme dijo, estaba con una botella en la mano, que se la ofreció al recién llegado.

—Anda, siéntate. Tú bebe a galillo, que tenemos solo dos copas, que esto va para rato…

—¡Hostica consagra! Te veo a ti aún con más melsa que un gato en el sillón del Congreso de los diputados —dijo a modo de saludo Julián.

—Y tan ancho como pavo real en el corral. ¿Para qué me voy a poner nervioso si mi hermano está muy convencido y no hay forma de que entre en razón…

 —Antes de malvender mis cebollas o mis ajos al almacén por seis reales —cortó Marcos a su hermano Jonás —, me quedo al lado de la lumbre hasta que me salgan cabrillas en las piernas y estamos a principios de verano…

—Y pierdes todo, ¡alma cántaro! —Le interrumpió a su vez Jonás a su hermano Marcos, mientras Julián echaba un trago de la botella de vino —. Sacar algo sacas. Las cebollas ya las tenemos cogidas, aquí se pudren…Sino podrás pagar ni la luz…

—Atiende a razones, Marcos. Tú hermano es mayor y habla con la voz de la razón —dijo Julián, echando otro trago de vino e intentando hablar pausadamente, como si fuese un cura leyendo las escrituras —. La vida es así, el campesino se lleva poco, pero es su misión y si no quiere eso, más vale que se haga ermitaño.

 —Pues me hago ermitaño. Si no puedo pagar la luz, enciendo un candil, si me da hambre, como cebollas y ajos…Y si no a vivir del aire.

 

—No entra en razón. Ya le digo yo que es lo que han pagado siempre… —intervino Jonás.

 

— ¿Cómo voy a entran en razón? A nosotros nos pagan a dieciséis reales la arroba y en el ultramarinos de Tobías, las vende a dos reales la libra... Echa cuantas, anda echa cuentas…

—Si en eso llevas razón, pero con ella te quedas, por lo que tú cobras dieciséis reales Tobías saca cincuenta. Le quedan… —musitó Jonás rascándose la cabeza, mientras parecía hacer cuentas con los dedos tocándose la frente.

—Yo te lo digo. Treinta y cuatro reales, limpios de polvo y paja, por lo menos, que a lo mejor me he equivocado y me he quedado corto —le interrumpió Marcos.

—Eso tampoco es así —intentó razonar Julián —. De esos treinta y cuatro, tiene que pagar el jornal de los dependientes, la luz, los impuestos y algo tendrán que ganar los tenderos, y caras no las pone, que aquí to el mundo tiene bancal...

—Pues mira, yo a Tobías sí le vendería las cebollas, a Elías no —contestó Marcos.

—Tobías no va a comprarte todas las cebollas. Es solo un ultramarinos. Tienes que vendérselas a Elías, al almacén. Te lo está diciendo Julián y te lo digo yo —dijo echando un trago Jonás.

—Pues vende tu parte, yo no. Julián, ¿sabes a cuanto venden las cebollas en los supermercados de la capital? —Preguntó Marcos a su hermano y a su amigo —. A diez reales, a medio duro…—se contestó así mismo antes de que los otros respondieran.

—¡Espera, espera! Epifanio me dijo que entre diez y quince reales, pero el kilogramo —aclaró Julián.

 

—Pos eso, por lo que a nosotros nos pagan cuatro reales y medio por un kilo, lo venden en los ultramarinos de la capital por ciento cincuenta reales o más. El año pasado lo vendían por cien reales, han subió un cincuenta por ciento a la gente…y encima sale el de Mercaroba diciendo que han ganado una burrada, ¿cómo no han de ganar si por lo que nos pagan dos reales, lo venden por doscientos? Pues no me da la real gana —continuó alterado Marcos.

—Así es la vida, Marcos —sentenció Julián —. Ya lo sabes, tú a arriñonarte con la azada y ellos con las manos limpias a llenar la caja. Pero tú has firmado un contrato. Si no le vendes las cebollas a Elías, te va a costar los cuartos. Soy tu amigo y él es tu hermano, haznos caso…

—¡Ea, pues que no! Que no me sale del forro llevarle mis cebollas al cantamañanas de Tobías, que es crápula a costa nuestra y menos al almacén para que las venda el de Mercaroba..

—¿Por qué esa terquedad? No seas calamocano, que te has pasao con el vinillo y vas a tener que echar muchas cebollas al caldero.

—Porque de mí no se ríe ni mi madre, que Dios la tenga en su gloria. Que te diga mi hermano. Llevamos las cebollas, y justo llegó el camión que las lleva a Madrid. Elías nos dijo que las cargáramos directamente en el camión. Y delante de mis narices, les firmó el camionero un albarán por valor de mil setecientos reales. ¿Y a mí? Doscientos, y eso que hicimos todos el trabajo, que hasta las cargamos en el camión. Él se llevó mil quinientos limpios por decirnos que las cargásemos… ¡Manda cataplines!

—O lo tomas o lo dejas. Es lo que hay, y no hay nada que rascar.

—Y Elías sin mover un dedo, sin despeinarse. Que no, que no vendo mis cebollas, antes me hago ermitaño…—continuó con su terquedad Marcos…

—O sea, que somos tontos.

—Y tanto, que ahora las grandes cadenas de ultramarinos, en muchos sitios, lo compran a precios de saldo en el campo y lo venden a precio de caviar…, y si hubiera vergüenza…

—Pues eso, que somos tontos y ellos son unos mangantes…

—Tú lo has dicho. Con lo buena que es la cebolla y lo que nos va a hacer llorar.

—¿Y si cogemos un carro y nos vamos a vender cebollas a la capital, puerta por puerta?

Dos días después en la Gran Vía de Madrid detuvieron a tres campesinos por obstrucción al tráfico y disturbios públicos por ir vendiendo cebollas, ajos y patatas al diez por ciento de lo que costaban en los supermercados de la capital…

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© Paco Arenas, 10 de abril  2024

lunes, 1 de abril de 2024

Y tú, ¿qué opinas de los ajos y el consejo que da Don Quijote a Sancho? Donde se explica cómo conoció Don Quijote a Aldonza Lorenzo (desde entonces, su Dulcinea)

Don Quijote oliendo el ajo antes de conocer a Dulcinea

 

Donde se explica cómo conoció Don Quijote a Aldonza Lorenzo (desde entonces, su Dulcinea)


En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero olvidarme, hace mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Él de estirpe tan ilustre como su ingenio, se encontraba sumido en una disquisición de suma importancia: el valor del ajo en la mesa y en la vida del hombre de bien.

Todo por culpa de encontrarse con mi padre, Fermín el de Arenas, que al igual que Sancho Panza, era de pocas letras y muchas palabras.

—¿Qué le dice a mi amigo Sancho? ¿Qué majadería es esa de que no coma ajos ni cebollas, para que no saquen por el olor su villanería…

—Solo los villanos comen ajos y cebollas…

—No me fastidie, vuestra merced, que come olla de algo más vaca, hueso diría yo, que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, eso si alguien lo caza, porque no será que el licenciado Pedro Pérez, le convida a muchos, y eso que el campanario lo tiene lleno…

—Acaso, villano, ¿pretendes decirme a mí lo que debo comer, o a lo que el cura Pedro Pérez me ha de convidar?

—Este Villano, a mucha honra lo es. ¿no es acaso Madrid una villa y corte, y Pinarejo, desde aquel glorioso día de julio, también? ¿No fue acaso en una villa donde se dice que vio la primera luz su escudero fiel, amante del vino y del ajo, Sancho Panza? Sí, Villano, soy, sembrador de ajos y de cebollas, bodeguero que con sus pies desnudos, pisa la uva y saca del fruto la sangre de la vida, que es el vino…Jesús, dicen que transformó el agua en vino…

—¡Majadero! ¿Lo dudas? Cuestionar que el agua se pueda transformar en vino…Sí, digo Majadero, una y mil veces…

—¿Majadero?

—Sí, majadero que pretende malear a mi buen amigo Sancho... ¿Qué es eso, que huele tan bien? A fe mía que huele a cabritillo tierno…

—No. No es cabritillo tierno. Es duro cordero pascual, que con el vino que sale de mis pies y los ajos de mis surcos, se vuelve más tierno que un cabritillo recental...

—No me haréis caer en la tentación con ese aroma que invita a pecar, es Viernes Santo...

—Venga conmigo, deje la zafa de Mambrino y coja este sombrero de paja, que sombra el guindo tiene todavía poca..., estamos en abril y salen las flores pero le falta el verde y las ramas están tiernas como para subirse a ellas…

—Yo no me he caído de ningún guindo, como pretendes insinuar, ¡bellaco!

—Vuestra merced se equivoca en mis torpes palabras. Me pasa lo que a Sancho, pero déjese querer y venga que mi ama tiene la caldereta a punto de quitar de las brasas... Olvide los duelos y quebrantos de su ama, que aunque sea Viernes Santo, por un día que peque, no ha de ir al infierno…

—¿Acaso pretendes condenar mi alma?

—No. Que el cura Pérez está convidado, y ha admitido la invitación como pago de la bula. Yo pongo la caldereta y el cordero pascual, que no cabritillo, y él nos perdona lo que pudiéramos pecar…Además, no se si le suena una tal Aldonza Lorenzo, por prima mía la tengo, también está convidada…

—Si es así, vamos allá…—asintió Don Quijote, olisqueando como el galgo que de la primera página no pasó.

—No es el aroma del ajo apto para el romanticismo. 

—Sí, si los dos son comedores de ajos, y mi prima, más que del Toboso, parece de Las Pedroñeras…

Compartieron caldereta Don Quijote, Sancho Panza, Aldonza Lorenzo, Fermín el de Arenas, hijo de Lorenzo, Vicenta la Ciriaca, que guisó la caldereta, y por supuesto, el cura Pedro Pérez, que con buenas palabras recitó la bula sin que ninguno diera un solo maravedí.

—¡Oh tú, bulboso tesoro de las tierras manchegas! —Exclamó Don Quijote, cuando la caldereta de cordero cató.

Aldonza reía ante las tonterías que Alonso decía y Fermín a Vicenta le decía:

—Ya le digo yo, Fermín, el de Arenas, padre de ese «juntaletras» que esto escribirá, que:

No hay especia como el ajo,

Fruta como el madroño,

Ni mujer que no se ría

Estando delante el novio.

—¡Que la Academia de la Lengua tome nota! —, concluía el caballero don Quijote después de probar la caldereta y conocer a la gran comedora de ajos que era Aldonza —. Las palabras son vivas y cambiantes, como los tiempos y como los vientos que recorren estos campos de Castilla y el ser villano no es malo, y comer ajos... ¡Dios alabado!, ni en Viernes Santo es pecado…

Y Aldonza reía…

Relato improvisado el viernes 29 de marzo de 2024 y terminado el 1 de abril del mismo año por...
©Paco Arenas, autor de las novelas quijotescas: «Los manuscritos de Teresa Panza», y «Águeda y el secreto de su mano zurda»

sábado, 30 de marzo de 2024

El gachapazo y el galgo corredor

 



Manuelita y Antoñito estaban sentados cara al sol. Él tenía un fino libro en las manos «El Lazarillo de Tormes». Antoñito parecía leer y Manuelita escuchaba con gesto de extrañeza:

—En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero olvidarme…

—¿Pero sabes leer? —Le preguntó Manuelita, asombrada, pues hasta el día de antes con aquel libro de  «El Lazarillo» sólo habían comentado las ilustraciones a las que ellos llamaban «santo

—Es muy fácil, mira: En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero olvidarme, no hace mucho vivían dos guachos de los de pies descalzos, ropa vieja y sin zapatos, con más duelos que quebrantos su madre algunas noches les traía lo que salvaba del gachapazo. Algo de vaca, más bien los roídos huesos que a los amos sobraban, alguna cabeza de carnero, lentejas ya secas, y los domingos algún palomino que se escapaba…

—Tonto, te lo estás inventando…Eso es de don Quijote de La Mancha, el que tenía un galgo corredor…

—Si dice madre que el galgo se escapó de la primera página y nunca más se supo de él, como padre...

—Tú sí que te escapas por los cerros de Úbeda. Te lo inventas.

—Un poco sí. Ayer cuando te quedaste dormida por la tarde, fui a los muros del colegio de los frailes y me senté debajo de la ventana a escuchar y algo parecido dijeron…

Manuelita movió la cabeza, como dispuesta a decir algo. Antoñito tenían el libro en la mano y se lo quitó, pasando detenidamente hasta una de las primeras páginas con tanto detenimiento que parecía que ahora era ella la que lo estaba leyendo. Se detuvo en una ilustración:

—Mira aquí —dijo Manuelita ante la ilustración en la que se ve a Lázaro caminando delante del ciego, con el clérigo y el escudero detrás—. Aquí está cuando llegaron y se llevaron a padre a pasear…Padre no se escapó como el galgo corredor de don Quijote, se lo llevaron…

—¡Mientes!  Madre dice que se fue de viaje. Se ha olvidado de nosotros. No piensa en sus hijos, que no podemos ni comer como no sea que cacemos moscas a cañonazos y no tenemos escopeta…

—Se lo llevaron, no está de viaje…Mira... —con paciencia de hermana mayor, aunque no lo pareciera señalaba la ilustración —. Padre va delante, el del bastón es el cura don Cipriano, los de detrás quienes se lo llevaron…

—¿De viaje?

—De viaje no. Se lo llevaron de paseo. Me acuerdo bien. Le dijeron a madre: «No esperes a tu hombre, que nos lo llevamos de paseíllo».

—Pues ya fue largo el paseíllo, que casi no me acuerdo de él.

—Tú no tenías ni dos años. ¿Cómo te vas a acordar? Está en un penal.

—¿Y qué es un penal?

—Pues qué va a ser, donde los hombres pasan penalidades. La palabra lo dice: penal...

Y así pasaban las horas, esperando la noche para que Candela llegase con algo que se le hubiese resbalado a los bolsillos, el refajo o las enaguas de casa del señorito. Esperaban con ansia, pues algunos días era la única cena, junto con el pan duro que en ocasiones les daba el tahonero.

—A buen hambre no hay pan duro —les decía el buen hombre.

Su madre limpiaba la casa de don Alberto desde antes de que saliera el sol hasta después de que los señores hubieran cenado. Ellos esperaban ansiosos su llegada, por si entre sus enaguas traía algo de lo que a sus amos le hubiera sobrado o de las manos se hubiera resbalado, por el gachapazo.

El gachapazo, que decía su madre, consistía en que algún pico de pan, tajada de carne, manzana, plátano o naranja, que no fuera líquido, resbalaba de manera «accidental» hasta su mandil y ella, «sin darse cuenta», antes de que se diese el gachapazo contra el suelo, en un movimiento rápido como el rayo, lo evitaba. Tal vez no fuera muy higiénico, y algún merengue había perdido su forma, pero Manuelita y Antoñito cenaban, aunque fueran las once de la noche.

Candela le echaba la culpa a su marido Manuel:

—¿Quién le mandaría a él decirle al señorito que tenía que pagar un jornal? Ahora a esperar a que Franco lo quiera soltar.

—Si supiera escribir, le mandaría una carta a Franco para decirle que su marido es un cacho de pan y que por estar en la cárcel sus hijos ni el pan pueden catar.

Hasta tres veces se lo ha dicho al amo, también al señor cura don Cipriano, y al Cristo crucificado todos los días sin descanso, que solo tiene pensamientos para Manuel, sus hijos y Nuestro Señor.

Don Alberto le dice que es muy guapa para esperar a un badulaque que la ha preñado dos veces sin ser capaz de ganar el pan para sus hijos. No como él, que le hace que le haga cosas que no le pediría a su mujer por ser una señora decente y católica. No sabe que en una de las ocasiones, ella pilló a doña Heliodora acompañada de don Cipriano en su cuarto metidos en la cama, con poca ropa y él sin sotana. Ejercicios espirituales le dijeron… Como si ella fuera tonta. Bien sabía ella qué tipo de ejercicios eran, pues la señora era muy escandalosa cuando se acostaba con don Alberto, con don Cipriano también, pero él estaba de caza, que para eso era amigo del gobernador civil. Pero ahí estaba ella, para hacer con don Alberto lo que a su esposa no le pedía por ser muy católica, por eso ella lo hacía con el cura, con la esperanza de que las influencias de su amo libraran a su hombre de la cárcel.

Don Cipriano, el cura, no es que le haga mucho caso tampoco. Le dice que tenga resignación cristiana y que si se porta bien con él, y le hace las mismas cosas que don Alberto le confiesa en secreto litúrgico, Dios la recompensará más pronto que tarde y tendrá a su marido en su casa, para que se case como Dios manda. Y ella, ¿qué va a hacer si con ello saca algo para que coman sus hijos y tal vez logra que salga su Manuel de la cárcel? Según él, tiene un amigo cura en el penal de Ocaña con el que ya está en contacto para que lo suelten pronto.

—Tienes que portarte muy bien conmigo, porque mi amigo, el cura del penal de Ocaña, es mucho de imponer la penitencia a su modo...

—Ya había oído ella de ese cura, el propio Manuel se lo había contado:

—Mal bicho. Satanás lo lleve al infierno, que es el primero que se pone ante el pelotón de fusilamiento, el primero que dispara, y quien da el tiro de gracia…Si un día vienes y no estoy, no reces por mí, que no quiero estar donde esté él.

 Y Nuestro señor, ¡Ay, Nuestro Señor! Al que tanto reza, hasta cuando limpia las letrinas de los señores ¡Ay, Nuestro Señor! Si fuera de escayola no estaría más sordo, por más que le reza con devoción, no muestra ninguna emoción ni pena por ella ni tampoco por sus criaturas, pero ella reza y reza...

—Para mí que es un muñeco que han puesto en lugar de Dios y el de verdad, el que hace milagros lo tienen bien guardado para que ayude a los ricos, porque este, que dicen que es del gran poder, ni escucha, ni hace milagros ni nada.

Seis reales al día le paga don Alberto, diez cuando le hace eso que las mujeres decentes no deben hacer y que su mujer hace con don Cipriano, pero el no lo sabe, ella no se lo va a decir, porque así tiene los cuatro reales que luego se los da a los chiquillos para que se compren algo para comer.

—Tu como eres concubina de rojo, no hay peligro, de todos modos, te cocerás como las cebollas para las morcillas en la caldera de Pedro Botero.

Ella no conoce a ese tal Pedro Botero, pero muy bueno no debe ser. Seguro que es amigo de su amo, porque lo nombra mucho. Lo que sí tiene claro es que el hambre es el camino del infierno y ella se está condenando por culpa de dos que rezan a diario el rosario y uno hasta consagra la hostia con sus pecadoras manos.

Antoñito y Manuela pasan el día en la calle. Si hace frío en la casa. Hasta tres veces ha intentado Candela que los cojan en los frailes para que al menos les enseñen a leer, por lo menos a Antoñito, que Manuelita para trabajar de sirvienta no lo va a necesitar.

—No tienen los años y no tienes cuartos, ¿cómo lo vas a pagar?

Fray Jonás, con esa larga barba y ese aspecto mustio y avinagrado no parece que le pueda ofrecer nada a cambio.  Al final le dice que sí, que Antoñito podrá ir cuando cumpla los seis, pero tiene cuatro y medio…

—¡Ay, si saliese Manuel! Si sale Manuel de la cárcel nos vamos de aquí para no volver en la vida, porque mis hijos tienen que aprender a leer aunque sea en francés. 

—Algún día —susurraba Candela a los ladrillos que escuchaban, como si hablase con su marido —, Manuel volverás y nos llevarás lejos de aquí, a un lugar donde no tengamos que susurrar nuestros sueños.

No quería pensar, porque entonces se hinchaba a llorar como una magdalena y al señor no le gustaba que lo hiciese con él como una muerta.

Limpiando en la biblioteca, Candela recordó lo que le contó Antoñito que escuchó debajo de la ventana del colegio de frailes.

—¿Y tú quieres ese libro?

—¿No lo he de querer?

—Pues para que no se dé el gachapazo, te lo traeré.

Aquel día no tocaba limpiar la biblioteca de don Alberto, pero Candela pensó que tenían mucho polvo acumulado. Sabía dónde estaba «El Quijote». Con muchas dudas lo cogió y a punto estuvo de que cayera al suelo y se diera el gachapazo de verdad. Cayó a sus enaguas a las diez de la mañana y era mucho más voluminoso que «Lazarillo».

—Cuadrado se me va a quedar el chumino. No puedo ni andar con un libro tan gordo, a ver cómo lo escondo.

Se enrolló las enaguas y parecía que estaba embarazada que hasta le costaba andar de pesado que era el libro…

—¿No estarás preñada? —Le preguntó don Alberto, al verle la barriga hinchada —. Aquí se está o no se está, no quiero burras con panza sin saber de quién será…

—No don Alberto, que son aires del Espíritu Santo, que ya sabe usted que mi Manuel está en el penal y él no me puede embarazar.

—Yo tampoco, que pongo cuidado, a saber, con quién vas más…

—Con nadie don Alberto, con nadie…Son solo aires. Si le parece bien, voy a mi casa un rato y hago de vientre a ver si se me pasa. Es que sabe usted, mi Antoñito está con un poco de tosferina o algo así…

—No te entretengas, que para cagar no hace falta una hora y no te acerques a la criatura, no vaya a ser que se los pegues a los míos y hasta ahí podríamos llegar…

  Al llegar a su casa sacó del refajo primero el libro, después un buen trozo de tocino, y lo mejor, un buen trozo de pernil con dos bollos sin apenas tocar. El libro era «El Quijote». Ya tenían dos libros para leer sin saber. Antoñito solo había escuchado el inicio de «El Quijote», así que cuando se marchó su madre, después de haberse comido en un santiamén lo que les llevó, se sentaron al sol y el chiquillo, abrió el libro, comenzándolo igual que comenzaba «El Quijote»:

—En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero olvidarme…

—Ya están entretenidos con un nuevo libro. Pensó cuando de madrugada se marcho a trabajar con ruido de tormenta. Todo el día llovió y aquella noche de abril a mares. Tuvo que esperar a que se acostasen los señores para cerrarles las ventanas. Después, segura que ya ni las cocineras estaban, Candela se deslizó sigilosamente por las sombras de la noche, con la esperanza de encontrar aquello que solo comían los señores. Sus hijos aquella noche comerían como marqueses. Mientras tanto, en la penumbra de su hogar, Antoñito y Manuelita se quedaron durmiendo

La luz del alba comenzaba a filtrarse por las rendijas de la puerta cuando llegó la madre u los hijos estaban durmiendo con el libro abierto sobre la mesa. Dejo con cuidado la comida para no despertarlos, cuando lo hicieran, aunque fuera de madrugada ya comerían algo.

Abrió la puerta del cuarto oscuro y una mano se posó con fuerza en sus labios, y otra en su pecho, que buscó ansiosa por debajo de la ropa, para antes de que se diese la vuelta tener unos labios conocidos en los suyos. Los niños despertaron al son del ruido del somier, pero vieron la comida y no pensaron en otra cosa que en satisfacer su apetito. Por la mañana nada recordaban.

Al día siguiente los niños siguieron con el nuevo libro, pensaron que su madre se habría marchado ya y no se preocuparon por mirar en el cuarto.

—Léeme, anda, lee o inventa lo que quieras, pero no repitas eso del lugar de la Mancha, que ya me lo sé de memoria —le dijo Manuelita a su hermano.

—Leo, sé leer… En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero olvidarme, no hace mucho vivían dos guachos de los de pies descalzos, ropa vieja y sin zapatos, con más duelos que quebrantos su madre les traía lo que salvaba del gachapazo. Algo de vaca, más bien los roídos huesos que a los amos sobraban, alguna cabeza de carnero, lentejas ya secas, y los domingos algún palomino que se escapaba del penal de las penalidades y volaba hasta ese lugar de la Mancha… ¿Ves ya me he inventado algo? ¿A Padre, no lo llaman de mote Palomino?

—Sí, pero lo que te has inventado y nada es ilusión vana. Padre no vendrá nunca. Invéntate cosas de verdad, que luego una se ilusiona y llega el gachapazo de verdad…

Entonces escucharon una voz grave pero risueña, desconocida casi por completo para Manuelita y casi nunca escuchada por Antoñito.

—En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no he podido olvidarme ni un segundo, vivían dos niños flacos como galgos corredores…

Alzaron la vista y se encontraron con un hombre alto, mal vestido y sucio, pero con una sonrisa que pronto adivinaron a quien pertenecía…

—¡Padre! —Saltaron al unísono, con la voz y con los brazos.

—El galgo corredor se escapó y cuando venga madre nos vamos los cuatro, pero no se lo digáis a nadie…, tener esta perra gorda y traéis pan de la tahona.

Don Alberto abrió el periódico en el Casino Agrario, a su lado don Cipriano, el cura y el secretario del Ayuntamiento Nicomedes…

«Cuatro bandoleros peligrosos se han escapado del penal de Ocaña…Manuel Ramos Isabel…»

—¿No es ese tal Manuel, el barragán de tu sirvienta?

—Creo que sí…—dudó don Alberto —, pero estaban casados…

—Como si no lo estuvieran, quien no se casa por la Iglesia, se condena al infierno perpetuo…—dijo el sacerdote con convencimiento.

—Así es don Cipriano, así es —asintió don Nicomedes…

—Habrá que avisar a la Guardia Civil, porque si se ha escapado, muy largo no debe estar.

Tarde llegaron los guardias a la casa de Candela y Manuel. El galgo corredor del Quijote los acompañó lejos de allí hasta los cercanos Montes de Toledo.  No comieron perdices, pero le dieron con el plato en las narices a don Alberto y a don Cipriano, que sin saber qué les pasó, se murieron aquel mismo año cuando unos guerrilleros de los Montes de Toledo entraron en el pueblo con una guapa mujer al frente, Candela.

Manuelita y Antoñito aprendieron a leer, primero en francés, y luego en castellano… y hace muchos años a mí Antonio Ramos, me contó su historia para que no la dejara en el olvido y yo con recuerdos de él y un poco de imaginación aquí he tejido esta historia con los hilos de la MEMORIA.

© Paco Arenas, autor de Magdalenas sin azúcar, una novela sobre la Memoria


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