No fue enterrado en caja noble ni junto a los mártires del estilo, porque
tú nunca fue ni mártir ni elegante. Solo colgabas del maestro como un adorno
obediente, sin chispa, sin verbo, como la media de una beata: útil, sí… pero
estéticamente dudoso. Fue a la caja de desechos de un hospital, porque a los
perros no se lo iban a dar.
El día en que se fue, no lo hizo por heroísmo ni por salvar a una doncella
de un carruaje desbocado, sino por un bastonazo en un café lleno de mediocres.
Qué ridículo final para el brazo de un genio, que jamás empuñó la espada ni
pluma alguna. Se fue por la puerta pequeña de una pelea de taberna.
Fue en Madrid, esa Babilonia castiza de humo, atascos y opiniones mal
hervidas, donde el vino causa menos estragos que los protocolos sobre las
residencias de ancianos.
Ocurrió en el Café de la Montaña, aquel lupanar de ideas rancias y tertulias
desdentadas, donde las palabras se derramaban con más prisa que el vino peleón.
Allí se reunían los intelectuales como quien se reúne en una trinchera: con
café amargo, humo espeso de puros y cigarrillos mal liados, y el insulto
elegante siempre preparado en los labios.
Valle-Inclán, ya célebre por su lengua larga y su aspecto de profeta en
ayunas, discutía con el periodista Manuel Bueno Bengoechea, quien tampoco era
flor de convento: joven, afilado, y tan amante del verbo como enemigo de que le
contradijeran.
El origen del enfrentamiento varía según el cuentista. Unos dicen que fue por
política, otros que Valle se burló de algo escrito por Bueno. También se
murmura que el gallego —con esa socarronería que ya traía de serie— soltó
alguna frase despectiva y, como era costumbre suya, no pidió disculpas. Más
elegante que su imitador también gallego, Camilo José Cela, pero no menos
punzante.
El momento clave llegó cuando Bueno, plumífero de diario —hombre sin
metáfora ni espina dorsal, pero con bastón largo y lengua corta— pasó de las
letras al bastonazo.
El golpe alcanzó el brazo izquierdo de Valle, ese que antes escribía cartas de
amor y ahora servía solo de carne para los insectos.
Llevaba una pulsera de plata ajustada —como los poetas que se disfrazan de
santos con detalles de bandolero—, y esa joya, al parecer, agravó la herida. La
infección hizo el resto. La gangrena se instaló con toda su ceremonia. La
herida fue poca. El veneno vino después. Gangrena. La palabra suena como
un ladrido en la noche.
Los médicos —maestros del bisturí y del espanto— dictaminaron cortar por lo
sano. Ramón, artista de alma barroca, aceptó el designio con la serenidad de
quien sabe que a los elegidos no se les permite tenerlo todo.
Perdió el
brazo, sí. Pero ganó una silueta. Desde entonces fue menos hombre, pero más
leyenda. Como Cervantes, que perdió la mano en Lepanto, él la perdió en Madrid:
la batalla fue menos gloriosa, pero el mito… El mito se alimenta mejor del
escándalo que del honor.
Y así quedó:
con una manga vacía que ondeaba al viento como bandera de una estética
superior. Su cuerpo, mutilado, se volvió emblema. Su sombra, más larga. Y su
bastón, más sonoro al golpear el empedrado.
Porque si debía ir manco, iría como un caballero de otros tiempos: con verbo
encendido y lengua más afilada que la hoja del cirujano que lo cercenó.
Sobre su brazo perdido, Valle, maestro del esperpento, dejó algunas frases
dignas de altar y taberna:
Faltando carne para el estofado, pidió un cuchillo afilado y ordenó:«
¡Corta un buen trozo de esto! En esta casa nunca va a faltar la comida.»
—«No tengo el brazo izquierdo, pero me queda el derecho... que es con el que
escribo.» (A un periodista que creyó que le estaba preguntando por la
salud.)
—«¿Venganza? Le he perdonado el brazo… porque gracias a él soy inmortal.»
—«Los demás escriben con las dos manos. Yo escribo con una… y aún así me
sobran dedos para dejarles atrás.»
©Paco Arenas 10 de mayo de 2025
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