sábado, 10 de mayo de 2025

El brazo perdido de Ramón del Valle Inclán

 



 

No fue enterrado en caja noble ni junto a los mártires del estilo, porque tú nunca fue ni mártir ni elegante. Solo colgabas del maestro como un adorno obediente, sin chispa, sin verbo, como la media de una beata: útil, sí… pero estéticamente dudoso. Fue a la caja de desechos de un hospital, porque a los perros no se lo iban a dar.

El día en que se fue, no lo hizo por heroísmo ni por salvar a una doncella de un carruaje desbocado, sino por un bastonazo en un café lleno de mediocres. Qué ridículo final para el brazo de un genio, que jamás empuñó la espada ni pluma alguna. Se fue por la puerta pequeña de una pelea de taberna.

Fue en Madrid, esa Babilonia castiza de humo, atascos y opiniones mal hervidas, donde el vino causa menos estragos que los protocolos sobre las residencias de ancianos.
Ocurrió en el Café de la Montaña, aquel lupanar de ideas rancias y tertulias desdentadas, donde las palabras se derramaban con más prisa que el vino peleón. Allí se reunían los intelectuales como quien se reúne en una trinchera: con café amargo, humo espeso de puros y cigarrillos mal liados, y el insulto elegante siempre preparado en los labios.

Valle-Inclán, ya célebre por su lengua larga y su aspecto de profeta en ayunas, discutía con el periodista Manuel Bueno Bengoechea, quien tampoco era flor de convento: joven, afilado, y tan amante del verbo como enemigo de que le contradijeran.


El origen del enfrentamiento varía según el cuentista. Unos dicen que fue por política, otros que Valle se burló de algo escrito por Bueno. También se murmura que el gallego —con esa socarronería que ya traía de serie— soltó alguna frase despectiva y, como era costumbre suya, no pidió disculpas. Más elegante que su imitador también gallego, Camilo José Cela, pero no menos punzante.

El momento clave llegó cuando Bueno, plumífero de diario —hombre sin metáfora ni espina dorsal, pero con bastón largo y lengua corta— pasó de las letras al bastonazo.
El golpe alcanzó el brazo izquierdo de Valle, ese que antes escribía cartas de amor y ahora servía solo de carne para los insectos.
Llevaba una pulsera de plata ajustada —como los poetas que se disfrazan de santos con detalles de bandolero—, y esa joya, al parecer, agravó la herida. La infección hizo el resto. La gangrena se instaló con toda su ceremonia. La herida fue poca. El veneno vino después. Gangrena. La palabra suena como un ladrido en la noche.
Los médicos —maestros del bisturí y del espanto— dictaminaron cortar por lo sano. Ramón, artista de alma barroca, aceptó el designio con la serenidad de quien sabe que a los elegidos no se les permite tenerlo todo.

Perdió el brazo, sí. Pero ganó una silueta. Desde entonces fue menos hombre, pero más leyenda. Como Cervantes, que perdió la mano en Lepanto, él la perdió en Madrid: la batalla fue menos gloriosa, pero el mito… El mito se alimenta mejor del escándalo que del honor.

Y así quedó: con una manga vacía que ondeaba al viento como bandera de una estética superior. Su cuerpo, mutilado, se volvió emblema. Su sombra, más larga. Y su bastón, más sonoro al golpear el empedrado.
Porque si debía ir manco, iría como un caballero de otros tiempos: con verbo encendido y lengua más afilada que la hoja del cirujano que lo cercenó.

 

Sobre su brazo perdido, Valle, maestro del esperpento, dejó algunas frases dignas de altar y taberna:

Faltando carne para el estofado, pidió un cuchillo afilado y ordenó:« ¡Corta un buen trozo de esto! En esta casa nunca va a faltar la comida.»


«No tengo el brazo izquierdo, pero me queda el derecho... que es con el que escribo.» (A un periodista que creyó que le estaba preguntando por la salud.)


«¿Venganza? Le he perdonado el brazo… porque gracias a él soy inmortal.»


«Los demás escriben con las dos manos. Yo escribo con una… y aún así me sobran dedos para dejarles atrás.»

 

©Paco Arenas 10 de mayo de 2025

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