domingo, 28 de febrero de 2016

La primera vez, la culpa Licurgo y Solón, con la complicidad de Charlot


Esa primera vez de la más que lejana y nunca olvidada preadolescencia, en que experimentas el placer el primer beso.

Fue a finales del invierno, no recuerdo si febrero o marzo. A ella la llamaré Mari, aunque era otro su nombre. Era una chiquilla morena y muy delgada, con el pelo cortado en melena y nada presumida. Debo decir que no era de esas chicas con la que sueñan los chicos tener una aventura. Tenía muchas cosas en común conmigo, que después diré.  A mí me parecía guapa, aunque nunca habría reconocido entre mis amigos que pudiera llegar a gustarme. A pesar de lo cual me gustaba, tal vez porque yo tampoco era uno de esos chicos con los que sueñan las chicas tener una aventura, y tenía inquietudes similares a las suyas, además de una timidez enfermiza, como la suya.


Me gustaba escucharla en clase cuando leía sus redacciones cargadas de fantasía y poesía, que algunos consideraban cursiladas, riéndose de ella. Mis redacciones más parcas y realistas, también causaban cierto interés. También disfrutaba cuando en los exámenes orales de historia, al igual que yo, no se limitaba a lo que ponía el libro de texto, sino que contaba lo que había leído en la enciclopedia o sacado de su cabeza, dejando en más de una ocasión descolocado al maestro, a ella como a mí, más de una vez, extrañado el señor Torrent, nos preguntaba:

—¿Estás seguro que eso pasó así?

Como demostrábamos estar muy bien «informados», y él era un buen maestro, de primaria, pero no estaba especializado en ninguna materia, y tanto a ella como a mí, de vez en cuando nos veía en el recreo con algún libro, aceptaba «pulpo» como animal de compañía.

 Debo decir, que al principio no me parecía simpática, ni muy habladora, ni, como ya he dicho, despertaba las fantasías de mis explosivas hormonas adolescentes. Tenía el mismo defecto o problema que yo, como ya he dicho, era muy tímida, y a pesar de ir desde que hicieron las clases mixtas en la escuela (1971) nunca habíamos intercambiado más allá de los buenos días o monosílabos. Aunque íbamos al mismos curso y clase desde hacía dos años, en el patio los niños jugábamos por un lado y las niñas por otro.  Los dos éramos tan buenos en historia, geografía y redacciones, los dos con muchas faltas de ortografía, ambos trabajábamos en nuestros ratos libres. Escribíamos nuestras redacciones dándoles un toque muy personal y en más de una ocasión doña Matilde, tanto a ella como a mí, la maestra de castellano, entonces de lenguaje, nos las hacía leer delante de toda la clase, lo cual era un reto muy grande para ambos, que como he dicho éramos muy tímidos, posiblemente los más apocados de la clase, ella en su versión femenina y yo en la masculina.

 

La culpa fue de Licurgo y Solón.

No fue en la clase de lenguaje, sino en la de historia.  Había un examen oral sobre la Grecia clásica. Todos nos poníamos muy nerviosos cuando el señor Torrent nos sacaba a la pizarra para hacer ese tipo de exámenes, y la mayoría suspendía, aquel día los dos más tímidos de la clase, tuvimos un diez, de haber sido escrito, habría bajado por las múltiples faltas ortográficas.

A los pocos días de felicitarme el señor Torrent, me echó una impresionante bronca, mi nombre junto con mis iniciales «Paco M.L», un corazón y una «y ...» aparecieron, en uno de los pupitres dónde habitualmente me sentaba.

—Martínez, ven aquí —dijo cogiéndome del cogote con fuerza el maestro y llevándome al mencionado pupitre.

Allí estaba la prueba del delito, mi nombre con las dos iniciales de mis apellidos, el corazón y una enigmática «y…» con puntos suspensivos.  Estaba escrito, con lo que entonces llamábamos «tinta china» (rotulador) de manera muy elegante, que contrastaba con mi irregular redondita.

— ¿Quién ha escrito esto?

—No lo sé, señor Torrent, yo no. Yo no escribo tan bien.

—Eso es verdad. Pero pone tu nombre y seguro que lo sabes, si no dices quien ha sido tendrás que pagar el pupitre entero. A sí que espabila —me increpó con una fuerte colleja que me tiró de bruces contra el corazón de tinta china, entonces todavía eran muchos los maestros que tenían como máxima: «La tinta con sangre entra». Yo no tenía ni idea, ya digo, que, aunque me gustaban casi todas las chicas, yo no era de esos chicos que llamaban la atención, y encima más corto que las mangas de un chaleco…

El tiempo pasó y el profesor, se olvidó de la historia y yo soñé con quién podría haber sido, primero como una pesadilla, por si tenía que pagar el pupitre con el dinero que no tenía, a pesar de estar ya trabajando, y después como fantasía romántica de quien hablaba con las chicas solo en sueños, a pesar de que con los chicos no me callaba.  Era seguro, que había sido una chica y además debía ser muy guapa, no tenía duda, pero por más que me fijaba en las letras de las chicas no era capaz de adivinar quién podría haber sido, y desde luego en la que menos pensé fue en ella, las había más guapas y simpáticas.

Unos meses después, cierta tarde, mientras estaba contemplando la cartelera del cine Torres de Sant Antoni de Portmany (entonces San Antonio Abab), en la que se anunciaba la película «Tiempos Modernos» de Charles Chaplin, que nuevamente se volvía a estrenar por segunda vez en España, casi cuarenta años después de haberse estrenado durante la República, y prohibido por la dictadura dos años después.  Venciendo su timidez, se acercó a mí, me saludo con un lacónico «Hola», le respondí al saludo, turbado y ruborizándome.

—La culpa fue de Licurgo y Solón —soltó sin venir a cuento, ni yo suponer lo qué quería decir.

La miré a los ojos desconcertado, al instante bajo la mirada avergonzada ruborizándose, y yo igualmente, turbado y con mis mejillas echando llamas rojas.

—La culpa fue de Licurgo y Solón —repitió —. Lo explicaste tan bien, que me encantó, por eso escribí tu nombre y el corazón, para que supieses que me había gustado…

—Tú, tú también lo explicaste muy bien…—Titubeé yo, pidiendo al cielo que se abriera la tierra bajo mis pies y me tragará de la vergüenza que sentí.

—¿Vas a pasar a ver a Charlot? —Preguntó.

En San Antonio, había dos cines, el Cine Torres y el Cine Regio, el Torres lo abrían todos los días de la semana, entre semana con películas de reestreno o antiguas y los fines de semana con películas más actuales, el Regio, que era del mismo dueño, por aquella época sólo abrían los fines de semana, y era más nuevo y más caro.  La verdad es que mi intención no era entrar, nunca iba al cine entre semana al cine, mi presupuesto no me permitía muchos lujos y si iba entre semana, no podría ir el fin de semana con los amigos; pero yo tenía debilidad por Charles Chaplin y por Cantinflas. No sé cómo tuve el valor para decirle que sí, supongo que porque antes de que yo pudiese contestar ella estaba pidiendo dos entradas en taquilla, «para compensar la bronca del señor Torrent», me dijo en un tono apenas audible.

Entramos en la sala de proyección en silencio, sin detenernos en el vestíbulo, para evitar que nadie se fijase mucho en nosotros.

Había escuchado y visto, que cuando se va al cine con una chica debes cogerle la mano. Tal vez la oscuridad me dio ese valor que a plena luz no habría tenido. Le cogí la mano y comencé a juguetear con sus dedos, y ella con los míos. Torpemente intenté besarla, rozándole los labios, cuanto apenas, notando como se erizaban los vellos. Temblando de nerviosismo y miedo, me atreví a besarla, aprovechando que el revisor estaba por las filas traseras enchufando con la linterna a una pareja de novios, nosotros éramos chiquillos.

  Esa primera vez con esa misma chica que escribió mi nombre junto a un corazón, en la oscuridad de la sala, me olvide de Charlot, que marchaba agitando al aire su bastón en la pantalla gris del Cine Torres, mis manos decidieron convertirse en Livingston buscando las fuentes del Nilo, la Vía Láctea o el manantial del nacimiento de la vida... 

 Mis dedos y los suyos comenzaron a caminar inseguros, jugueteando con los botones de su blusa, de su piel y mi piel, los unos y los otros cada vez más atrevidos entre indecisión y dudas se fueron adentrando debajo de las prendas, explorando los suaves precipicios de las montañas de la luna,  jugueteando con sus erizados pezones adolescentes, notando como Livingston,  bajo tu vientre decide por  su cuenta y contra tu voluntad , levantar una tienda de campaña, provocando la risa nerviosa de la chica que se percata de ello, primero acaricia, después se asusta y retira su mano de aquello, intentas retenérsela, notas como tiembla, duda, tiemblas tú también. Entonces, te retira la mano de sus senos con una sonrisa nerviosa, sin mucho empeño.  Tú lo tomas como un reto, te coge la mano con suavidad y con una sonrisa te señala la pantalla, donde Charlot se marcha solitario en dirección a un lugar indefinido, perdido en un círculo que termina impregnando la pantalla de negro. 

 La sala sigue a oscuras, adivinas sus ojos, sus labios, la besas con la torpeza, propia de esos inseguros primeros besos adolescentes, te devuelve el beso y te sientes con ganas y fuerzas de explorar África entera…

Al salir del cine, la timidez inseparable compañera de la adolescencia, provoca una terrible sensación de vergüenza, ni tan siquiera dices de acompañarla, ni siquiera te despides con un beso ni en la mejilla, ni mucho menos en los labios. Durante la noche te olvidas de Licurgo y Solón, solo puedes pensar en el nacimiento del Nilo, en la Vía Láctea de sus pechos adolescentes.

 Al día siguiente, cuando te encuentras con aquella chiquilla en la escuela no eres capaz de mirarla a los ojos, ni ella a ti.   Notas como te arden las mejillas, como el rubor sube como llamas de una chimenea recién encendida.  Como esas llamas te provocan todos los miedos del infierno, el miedo a la condena del pecado, todavía crees en el infierno, el pecado y la condena eterna, porque entonces eres tan estúpidamente ingenuo que crees en el pecado, en el cielo y en el infierno.   Estás dos o tres días que no le dices ni hola, que la miras y te ruborizas, te mira y se ruboriza. Notas como dicen los poetas, mariposas en el estómago, evitas por todos los medios que nadie se percate de lo sucedido…

Se acerca el fin de semana, sin saber cómo, o tal vez de manera intencionada, tampoco estás seguro, chocas «accidentalmente» con ella, o ella contigo, te tiemblan las piernas, le tiemblan las piernas, nervioso le dices:

—Este jueves hacen una de Cantinflas.

      Ella aturdida, tan nerviosa como tú, y tras comprobar que nadie nos miraba, duda entre lo que quiere decir, piensa que debe decir y dice, al final le salen las palabras:

—Qué bien… ¿no?

Y mira para todos lados, y miro para todos lados. Ese jueves, cada uno entra por separado al cine, habrá un segundo beso, tercero y tal vez muchos más pero ya no será la primera vez.  Livingston tal vez llegue al lago Tanganika y explore Zanzíbar y puede que consiga la victoria anhelada; pero ya no será como la primera vez en que sus labios rozaron mis labios.

Después llegará el verano, yo comenzaré a trabajar subiendo maletas en un hotel y ella en una tienda de souvenirs, de doce a catorce horas de trabajo infantil. Ya no regresaremos a la escuela, ni al cine juntos…

©Paco Arenas

©Sumas y letras



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