sábado, 21 de enero de 2017

En las puertas del Palacio de Marivent apuntándonos con metralletas



Quienes habéis leído Caricias rotas, que ya sois muchos, al final del capítulo que lleva por título “Noche memorable” aparece una escena basada en una anécdota personal y real, que me sucedió junto con mi mujer y mis cuñados frente al Palacio de Marivent (Mar y viento).

Al igual que Joaquín y Aurora nos vimos rodeados por policías y guardias civiles apuntándonos con metralletas. Entonces la «amiga» del rey emérito de los españoles de arriba, no era Bárbara Rey, sino la esposa de un empresario mallorquín de nombre Marta Gayá.  Pero ese tema es otra historia.

En el verano de 1992 decidimos por primera y última vez, ir de vacaciones con mis cuñados, a Mallorca, lo de última vez con mis cuñados, nosotros hemos vuelto más veces a Mallorca, y si es posible regresaremos.

El 13 de agosto de 1992, llegamos a la isla en barco, al igual que los protagonistas de la novela. No hubo escena de camarote porque viajamos en butaca en el salón. No perdimos autobús, ni teníamos hotel en Magaluf; aunque, fue la idea inicial, al final nos decantamos por un apartamento en Palma ciudad, cerca del Castillo de Bellver. 

Como llegamos por la mañana, tras aposentarnos en el hotel, fuimos a dar una vuelta por Palma, comimos en un restaurante de la Playa del Arenal y disfrutamos de la ciudad, como turistas que éramos.  Merendamos en una pastelería que hay en una plaza frente a la estatua de Fray Junípero Serra.  Ya cansados regresamos al apartamento y tras un baño en la piscina y una buena ducha, después de cenar decidimos ir con mi Peugeot 205, a Magaluf, la «Sodoma y Gomorra» mallorquina, no es para tanto, al menos entonces, ahora Madrid, con el turismo de borrachera francés, se le iguala.

Teníamos ganas de fiesta, aunque estábamos muy cansados, la noche en la butaca del barco no fue confortable precisamente. Aguantamos hasta las tres y media de la mañana, hora en la que decidimos regresar a Palma. Conducía yo, y la verdad tenía motivos para estar cansado.

De Magalug a Palma ya entonces había autovía, pero entre que no conocía la isla, era de noche, tenía mucho sueño, y al menos, llevaba un par de cubatas dentro del cuerpo, no estando acostumbrado ni a uno, y que no llevaba nadie para decirme:

—Paco, te has equivocado.

 Todos se habían quedado durmiendo. Me perdí, con tan mala suerte que me metí, por lo que ahora es una avenida y entonces una carretera más bien estrecha, sin ningún tipo de farolas, ¿quién lo diría?

Nada más meterme me di cuenta de que me había equivocado. Buscando la salida, llegué a un punto que no sabía ni por dónde tirar. Así que me paré para consultar el mapa de carreteras, para ver si era capaz de aclararme. Apenas hube parado, en el lado derecho de la carretera se abrió una puerta, por la que salía un coche deportivo de muy alta gama. Al ver quien iba al volante, me entraron los siete temblores del miserere, más que por quién, por lo que pasó en el mismo instante.

 Conducía en persona el rey emérito de los españoles de arriba.  En ese mismo instante, una avalancha de guardias civiles, con linternas y metralletas, se abalanzaron sobre nuestro coche, apuntándonos a los cuatro. Mi mujer despertó, mis cuñados siguieron durmiendo. Al vernos, los guardias civiles se dieron cuenta de que no éramos peligrosos.  Ni nos preguntaron. Dieron paso al coche del ahora huido Juan Carlos de Borbón, y al rato, sin decirnos nada, nos apremiaron a continuar, sin dejar de apuntarnos con las metralletas y las linternas.

—¡Circulen, circulen! —Gritaba un malhumorado guardia con mostacho.

Nervioso perdido, y con el miedo todavía en el cuerpo, comencé a repetir casi gritando, nada más dejar a los guardias atrás:

—El Tortas, el Tortas, el Tortas…

Despertaron mis cuñados, y mi mujer, que también estaba nerviosa, se me quedó mirando…

—Era el rey, ¿verdad?

—Era el Tortas, el Tortas…—repetía yo, como un poseso.

—A mí me ha parecido que era el rey…—insistía.

—Sí, era el Tortas, el Tortas…

Y es que resulta que mi madre para referirse al rey emérito, de los españoles de arriba, siempre lo nombraba como «El Tortas», porque necesitaba siempre leer el discurso, y a pesar de ello se equivocaba cada dos por tres.

—No sé qué hace este Tortas ahí, si no es capaz ni de leer en condiciones lo que otros le han escrito —solía decir mi madre, cada vez que lo veía equivocarse.

A buen seguro que aquella noche, a pesar del mucho sueño, no habría pegado ojo de no ser por el mejor sedante natural que existe, viendo el castillo de Bellver desde la cama, éramos tan jóvenes.

 

©Paco Arenas

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