sábado, 6 de mayo de 2017

Sancho Panza y Paco Arenas llegaron a la Universidad y se sentaron entre los doctores


Valencia a 4 de mayo de 2017

 

Llegar a la Universidad con 57 años fue una experiencia importante para mí, que siempre encuentro motivos para reír y burlarme de mi sombra. Inspirado por Sancho Panza, decidí hacer una parodia de este momento significativo: mi paso como ponente en la Universidad.

La historia se divide en tres partes: la parodia de Sancho, «mi carrera universitaria» y el reportaje de lo realmente sucedido.


 

 

Sancho se sentó entre los doctores

Con paso quedo y mesurado llegó Sancho, llevando del ramal a su fiel Rucio, que, más que jumento, parecía su cómplice en las cuitas que lo aquejaban. Las piernas le temblaban antes de desmontar, y por ello desmontó, mas aún con los pies en tierra, el temblor persistía, como si la misma incertidumbre le hubiera calado hasta los huesos. Bien habría ido a la grupa del pollino, que siempre fue su más leal cabalgadura, pero prefirió caminar, pues andando podría distraer el pensamiento de la tesitura en que se hallaba.

Había sido citado para esclarecer verdades y desmentir imposturas acerca de aquellos afamados papeles que tanta gloria le dieron junto a su amo, don Quijote de la Mancha, y sobre la desvergonzada embestida del de Avellaneda.

—Ya veremos si en reunión de pastores la oveja muerta no soy yo —pensó con desazón mientras ataba el pollino a un bolardo a la entrada de la Universidad.

 

Le acudió a la memoria su época de gobernador, los escarnios y mojigangas de cuantos se tenían por más sabios que él y lo tomaban por rústico villano, digno de su burla y mofa. Mas, a decir verdad, bien hubiera querido seguir en aquel ejercicio toda su vida, con Teresa Cascajo a su lado gobernando con la misma prudencia que en su hogar, y con Sancha y Sanchico bien casados con condes y condesas, y la pequeña Teresa, que no tuvo lugar en los libros, convertida en princesa de remota república allende los mares.

 

 Tenía que ver aquel presente con su pasado de gobernador en la Ínsula Barataria. No se enfrentaba ahora a los engaños de duques altaneros ni a las burlas de nobles caprichosos. Lo llamaba su buen amigo Cide Hamete Benengeli, lo quería a su lado, para que arrojase luz sobre la impostura del de Avellaneda, y a Cide Hamete no podía negarle nada, pues había sido su huésped en la humilde aldea de Pinarejo por más de tres meses.

 

Al ver de nuevo a Miguel de Cervantes—don Miguel, como solía llamarle—sintió un vuelco en el corazón.

 

—Juraría que tiene la misma hechura y compostura que mi nieto Andrés. Va a ser que mi yerno tiene poco que ver en su concepción… —pensó persignándose, al tiempo que estrechaba la mano del insigne escritor.

 

—Siéntese vuestra merced en la mesa de autoridades; honre vuestra ilustre presencia a los doctos bachilleres y doctores que aquí nos acompañan y lea vuestras alegaciones —le dijo maese Miguel, señalando la mesa.

 

—Sabéis bien, señor, que no sé leer —murmuró Sancho, bajando la cabeza.

 

—Sé que mentís como bellaco, que yo os enseñé. Estáis obligado a decir toda la verdad y nada más que la verdad, pues lo que vuestra hermosa cabeza alberga no necesita de letra escrita.

 

Sancho caminó con cierta indecisión hasta la mesa y se sentó entre  los doctores y habló de cuanto sabía sobre cómo se gestó la Segunda parte del ingenioso caballero don Quixote de la Mancha (1615), evitando enredarse en profundas disquisiciones si no eran necesarias, no por duda alguna, sino por no atreverse a contrariar doctores, decanos y bachilleres de mucho mayor saber que él.

 

 Conforme iba desgranando sus palabras, miraba de reojo a Miguel de Cervantes, que con la mirada le animaba a seguir, y por encima de los lentes a los doctores y bachilleres presentes. 

 

Sintió cómo le crecía la confianza, pues quienes lo escuchaban asentían con la cabeza, como si él fuera testigo presencial de todo lo que narraba, que ahí, andaban algunos un tanto descaminados.

Tras haber padecido tantos nervios antes de llegar a la Universidad, al fin fue felicitado por todos. Y mirando al cielo, pensó:

 

—¡Qué pena no haber estudiado!

 

Y Paco se sentó entre los doctores


Tal vez yo, que tengo más de Sancho que de bachiller ilustrado, me viese así, como el pobre escudero cuando hubo de enfrentarse a cuestiones que sobrepasaban su humilde condición.

De mozo, soñé con ser poeta, escritor, hombre de letras y sabiduría, mas la vida, que tiene el tino de los duques burlones de Barataria, me puso a subir maletas en un hotel de Sant Antoni en Ibiza y a cargar carretillas de hormigón en la obra, todo ello antes de terminar de mudar los dientes. Lo que demuestra, sin duda, que la vida no siempre sigue el orden lógico de los acontecimientos. 

Mi natural timidez encontraba amparo entre las páginas de los libros, como caballero que se esconde tras su celada. Cada noche se me cerraban los párpados con un libro entre las manos, soñando con epopeyas y versos, más que con el cansancio del trabajo.

No me daba alivio tanto leer. Reconozco que, en ocasiones, me hervía la sangre por no haber podido estudiar, y tal vez hasta me corroía la envidia, que por mucho que digan, nunca es sana. Pero eso tenía ser pobre en los tiempos del tardo-franquismo: estudiar era un privilegio al que no tenía acceso, y yo, como buen Sancho, cargaba con mi realidad. 

 

Aquel muchacho tímido, que se ruborizaba si una moza le dedicaba una mirada, terminó convertido en rebelde con causa. Aprendí pronto que la policía corría más rápido de lo que uno cree, que para evitar ciertos percances, más de una noche, convenía dormir en casa ajena sin dar aviso a mi madre, y entre libros y carreras aprendí el sacrosanto nombre de la palabra Libertad —y también que las zapatillas de goma se rompen con facilidad y son el peor enemigo cuando toca correr. 

 

El chiquillo que no pudo estudiar descubrió que la lectura y el conocimiento eran armas más poderosas que una buena zancada delante de los grises, que siempre las daba con más miedo y prisa de lo que me parecía.  Así comencé a juntar palabras y a blandirlas como espadas contra la dictadura. Hasta llegué a tener una novela seleccionada en un prestigioso premio literario. ¡Cómo recuerdo aquella noche del 5 de enero en San Clemente! Celebrando la boda de mi prima segunda Maricarmen Aranguren, con una pequeña radio a pilas en mano, pendiente de las noticias, esperando el instante en que mi novela Réquiem por una noche de amor ganara el premio. La desilusión fue tal que terminé en mi primera y única borrachera

 

Desde aquel día, tomé dos decisiones irrevocables: no volver a emborracharme y no volver a escribir jamás.

Me estrellé contra el amargo muro de la realidad, y me dolió más que un coscorrón de don Quijote contra los molinos.  

Hace cuatro años, precisamente el día de mi cumpleaños, el 16 de diciembre de 2014, una reforma laboral con más villanía que los falsos duques de Barataria me arrojó al desempleo con 55 años.  A punto de caer en una depresión, recordé que hubo un tiempo en que creí saber juntar palabras, que incluso llegué a impartir clases de balde de historia, porque profesor no soy. Pensé que aquello podía ayudarme, al menos a nivel psicológico, a afrontar la cruel realidad en la que me sumieron las gaviotas carroñeras. 

 

Así que, como buen Sancho, renací. Aquel joven rebelde, que fui,  despertó en el cuerpo de este canoso obrero, y entre ambos forjaron una alianza, esgrimiendo plumas de grosera avutarda empapadas en tinta en lugar de espadas, y ondeando la misma bandera, golpeábamos el teclado como si él tuviera la culpa.  

 

Aquel mismo año gané un premio, y tres meses después, un editor de Castellón, José Luis Victoria, me hacía padre de mi primera novela: Los manuscritos de Teresa Panza.

 

Y ayer, jueves cuatro de mayo, cual Sancho ante los duques, entré en la Universidad, pero no como estudiante, sino como ponente. Y como Sancho, me temblaban las piernas. Era como un sueño hecho realidad, aunque sin borrico que me sostuviera. Saludé a María Nieves Michavila, investigadora y gran escritora, ganadora de varios premios, que presentaba su maravilloso libro de investigación Voces desde el más allá de la historia, que me tranquilizó—aunque ella también andaba nerviosa—y a Antonio Andújar, gran escritor y psicólogo, que parecía más sereno.

 

Luego saludé al vicedecano de la Universidad, Miguel Requena Jiménez, que, sin saber por qué, me recordó al mismísimo Cervantes. Algo de aire sí que tenía, y además llevaba los mismos apellidos que mi cuñado Isidro, «El Hermosomío», aunque al revés. Me senté con ellos en la mesa, y sin ser capaz de leer, las palabras salieron solas... 

Presentación del libro «Voces desde más allá de la historia» de Nieves Michavila en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Valencia

 

El motivo de mi humilde presencia en el templo de la sabiduría no era esclarecer imposturas ni desmentir agravios del de Avellaneda, sino tratar de historia, esa noble disciplina que tanto nos ilustra y nos confunde, según quién la cuente. En esta ocasión, la investigación histórica conducida por María Nieves Michavila nos ha dado «Voces desde el más allá de la historia», un libro que abre ventanas donde antes había muros y nos aclara con precisión episodios acaecidos en el cuartel de San Gil en 1866, sus resonancias en aquella España del siglo XIX y aun en nuestra historia presente.

Una obra que, más que recopilación de documentos, parece labor de arqueología minuciosa, o acaso una intrincada operación matemática en la que es imprescindible encajar cada pieza para hallar la verdad. Y María Nieves Michavila, con paciencia y tino, logra que tales cúmulos de datos no se tornen tediosos, sino todo lo contrario: generosa en su proceder, ofrece al final de la obra la ubicación de los archivos consultados, para que otros investigadores puedan acceder a ellos y continuar el ejercicio de reescribir la historia tal y como fue, y no como los cronistas de turno la han plasmado.

Abrió la sesión el vicedecano Miguel Requena, en representación de la catedrática Isabel Burdiel (Premio Nacional de Investigación Histórica 2011), con palabras de reconocimiento a la labor de María Nieves Michavila Gómez, calificando el libro como obra rigurosa, amena y recomendable. Felicitó a la autora por el tesón demostrado y la calidad del trabajo realizado, y al hacerlo, asentíamos todos, pues era juicio acertado y justo.

Después llegó mi turno. Tenía pensado leer, pero, como mi buen amigo Sancho Panza, comprendí que lo mejor sería no enredarme entre surcos escritos en papeles que podrían traicionar mi escasa pericia para la lectura en voz alta. Porque si bien presumo de aficionado a la historia de España y de haber impartido clases gratuitas a estudiantes de bachillerato con garantía de aprobado, aquí el asunto era más serio. A mi lado y frente a mí había doctos historiadores y autoridades en la materia, y era para echarse a temblar, o salir corriendo sin esperar las vueltas.

Tomé los papeles, los miré, los volví a mirar—como si en ellos pudiera encontrar la valentía que me faltaba—, observé a los presentes, y finalmente comencé a hablar, sin vergüenza ni titubeo. Conforme hilaba palabras, fui sintiendo confianza; notaba las miradas atentas y los gestos de asentimiento de los oyentes, lo que me llevó incluso a permitirme alguna licencia semi humorística, ¿cómo no, sin soy un poco payaso? Al terminar, noté que el rubor me subía por las mejillas, pero no por timidez o vergüenza, sino por la satisfacción de ver que, al menos, no había hecho del todo el ridículo.

De vez en cuando, Antonio Andújar Castro amenizaba la presentación con su melodiosa voz—que, pese a ser hombre, no carecía de musicalidad—y leía pasajes del libro con tal soltura y fluidez que me despertaba cierta envidia. 

Al final, como a Sancho, también me felicitaron, y mirando atrás, pensé:

—¡Qué pena no haber estudiado!

No sé si volveré a entrar en una universidad para hablar ante tan selecto público, pero sí sé que al menos podré decir que, sin haber pisado aula como alumno, he compartido mesa con gente sabia y preparada. También sé que en los próximos meses daré nuevas y buenas noticias, porque este humilde campesino sin estudios académicos apenas ha comenzado a labrar la besana y aún tiene muchos surcos y renglones por escribir. Todavía le quedan muchas palabras en el zurrón.

Muy agradecido a todos por darme esta oportunidad, y sobre todo a María Nieves Michavila por confiar en mí.

 

©Paco Arenas a 4 de mayo de 2017

 










María Nieves Michavila Gómez y Juan Luis Bedins.
Entre el público había escritores, poetas, gente del mundo de la Cultura, por estar, estaba hasta el presidente de CLAVE (Asociación escritores y críticos literarios de Valencia) Juan Luis Bedins.


Intervención del vicedecano  Miguel Requena

Intervención de Paco Arenas




Intervención de María Nieves Michavila  Gómez, la autora de Voces desde el
más allá de la historia.

Intervención de Antonio Andújar Castro




Muy agradecido a todos por darme esta oportunidad, y sobre todo a María Nieves Michavila por confiar en mí.

©Paco Arenas 

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