Valencia a 4
de mayo de 2017
Llegar a la
Universidad con 57 años fue una experiencia importante para mí, que siempre
encuentro motivos para reír y burlarme de mi sombra. Inspirado por Sancho
Panza, decidí hacer una parodia de este momento significativo: mi paso como
ponente en la Universidad.
La historia
se divide en tres partes: la parodia de Sancho, «mi carrera universitaria» y el
reportaje de lo realmente sucedido.
Sancho se sentó entre los doctores
Con paso
quedo y mesurado llegó Sancho, llevando del ramal a su fiel Rucio, que, más que
jumento, parecía su cómplice en las cuitas que lo aquejaban. Las piernas le
temblaban antes de desmontar, y por ello desmontó, mas aún con los pies en
tierra, el temblor persistía, como si la misma incertidumbre le hubiera calado
hasta los huesos. Bien habría ido a la grupa del pollino, que siempre fue su
más leal cabalgadura, pero prefirió caminar, pues andando podría distraer el
pensamiento de la tesitura en que se hallaba.
Había sido
citado para esclarecer verdades y desmentir imposturas acerca de aquellos
afamados papeles que tanta gloria le dieron junto a su amo, don Quijote de la
Mancha, y sobre la desvergonzada embestida del de Avellaneda.
—Ya veremos
si en reunión de pastores la oveja muerta no soy yo —pensó con desazón mientras
ataba el pollino a un bolardo a la entrada de la Universidad.
Le acudió a
la memoria su época de gobernador, los escarnios y mojigangas de cuantos se
tenían por más sabios que él y lo tomaban por rústico villano, digno de su
burla y mofa. Mas, a decir verdad, bien hubiera querido seguir en aquel
ejercicio toda su vida, con Teresa Cascajo a su lado gobernando con la misma
prudencia que en su hogar, y con Sancha y Sanchico bien casados con condes y
condesas, y la pequeña Teresa, que no tuvo lugar en los libros, convertida en
princesa de remota república allende los mares.
Tenía
que ver aquel presente con su pasado de gobernador en la Ínsula Barataria. No
se enfrentaba ahora a los engaños de duques altaneros ni a las burlas de nobles
caprichosos. Lo llamaba su buen amigo Cide Hamete Benengeli, lo quería a su
lado, para que arrojase luz sobre la impostura del de Avellaneda, y a Cide
Hamete no podía negarle nada, pues había sido su huésped en la humilde aldea de
Pinarejo por más de tres meses.
Al ver de
nuevo a Miguel de Cervantes—don Miguel, como solía llamarle—sintió un vuelco en
el corazón.
—Juraría que
tiene la misma hechura y compostura que mi nieto Andrés. Va a ser que mi yerno
tiene poco que ver en su concepción… —pensó persignándose, al tiempo que
estrechaba la mano del insigne escritor.
—Siéntese
vuestra merced en la mesa de autoridades; honre vuestra ilustre presencia a los
doctos bachilleres y doctores que aquí nos acompañan y lea vuestras alegaciones
—le dijo maese Miguel, señalando la mesa.
—Sabéis
bien, señor, que no sé leer —murmuró Sancho, bajando la cabeza.
—Sé que
mentís como bellaco, que yo os enseñé. Estáis obligado a decir toda la verdad y
nada más que la verdad, pues lo que vuestra hermosa cabeza alberga no necesita
de letra escrita.
Sancho
caminó con cierta indecisión hasta la mesa y se sentó entre los doctores y habló de cuanto sabía sobre
cómo se gestó la Segunda parte del ingenioso caballero don Quixote de la
Mancha (1615), evitando enredarse en profundas disquisiciones si no eran
necesarias, no por duda alguna, sino por no atreverse a contrariar doctores,
decanos y bachilleres de mucho mayor saber que él.
Conforme iba desgranando sus palabras, miraba
de reojo a Miguel de Cervantes, que con la mirada le animaba a seguir, y por
encima de los lentes a los doctores y bachilleres presentes.
Sintió cómo
le crecía la confianza, pues quienes lo escuchaban asentían con la cabeza, como
si él fuera testigo presencial de todo lo que narraba, que ahí, andaban algunos
un tanto descaminados.
Tras haber
padecido tantos nervios antes de llegar a la Universidad, al fin fue felicitado
por todos. Y mirando al cielo, pensó:
—¡Qué pena
no haber estudiado!
Y Paco se sentó entre los doctores
Tal vez yo, que tengo más de Sancho que de bachiller ilustrado, me viese así, como el pobre escudero cuando hubo de enfrentarse a cuestiones que sobrepasaban su humilde condición.
De mozo, soñé con ser poeta, escritor, hombre de letras y sabiduría, mas la vida, que tiene el tino de los duques burlones de Barataria, me puso a subir maletas en un hotel de Sant Antoni en Ibiza y a cargar carretillas de hormigón en la obra, todo ello antes de terminar de mudar los dientes. Lo que demuestra, sin duda, que la vida no siempre sigue el orden lógico de los acontecimientos.
Mi natural timidez encontraba amparo entre las páginas de los libros, como caballero que se esconde tras su celada. Cada noche se me cerraban los párpados con un libro entre las manos, soñando con epopeyas y versos, más que con el cansancio del trabajo.
No me daba
alivio tanto leer. Reconozco que, en ocasiones, me hervía la sangre por no
haber podido estudiar, y tal vez hasta me corroía la envidia, que por mucho que
digan, nunca es sana. Pero eso tenía ser pobre en los tiempos del
tardo-franquismo: estudiar era un privilegio al que no tenía acceso, y yo, como
buen Sancho, cargaba con mi realidad.
Aquel
muchacho tímido, que se ruborizaba si una moza le dedicaba una mirada, terminó
convertido en rebelde con causa. Aprendí pronto que la policía corría más
rápido de lo que uno cree, que para evitar ciertos percances, más de una noche,
convenía dormir en casa ajena sin dar aviso a mi madre, y entre libros y
carreras aprendí el sacrosanto nombre de la palabra Libertad —y también que las
zapatillas de goma se rompen con facilidad y son el peor enemigo cuando toca
correr.
El chiquillo que no pudo estudiar descubrió que la lectura y el conocimiento eran armas más poderosas que una buena zancada delante de los grises, que siempre las daba con más miedo y prisa de lo que me parecía. Así comencé a juntar palabras y a blandirlas como espadas contra la dictadura. Hasta llegué a tener una novela seleccionada en un prestigioso premio literario. ¡Cómo recuerdo aquella noche del 5 de enero en San Clemente! Celebrando la boda de mi prima segunda Maricarmen Aranguren, con una pequeña radio a pilas en mano, pendiente de las noticias, esperando el instante en que mi novela Réquiem por una noche de amor ganara el premio. La desilusión fue tal que terminé en mi primera y única borrachera
Desde aquel día, tomé dos decisiones irrevocables: no volver a emborracharme y no volver a escribir jamás.
Me estrellé contra el amargo muro de la realidad, y me dolió más que un coscorrón de don Quijote contra los molinos.
Hace cuatro
años, precisamente el día de mi cumpleaños, el 16 de diciembre de 2014, una
reforma laboral con más villanía que los falsos duques de Barataria me arrojó
al desempleo con 55 años. A punto de
caer en una depresión, recordé que hubo un tiempo en que creí saber juntar
palabras, que incluso llegué a impartir clases de balde de historia, porque
profesor no soy. Pensé que aquello podía ayudarme, al menos a nivel
psicológico, a afrontar la cruel realidad en la que me sumieron las gaviotas
carroñeras.
Así que,
como buen Sancho, renací. Aquel joven rebelde, que fui, despertó en el cuerpo de este canoso obrero,
y entre ambos forjaron una alianza, esgrimiendo plumas de grosera avutarda
empapadas en tinta en lugar de espadas, y ondeando la misma bandera,
golpeábamos el teclado como si él tuviera la culpa.
Aquel mismo
año gané un premio, y tres meses después, un editor de Castellón, José Luis
Victoria, me hacía padre de mi primera novela: Los manuscritos de Teresa Panza.
Y ayer,
jueves cuatro de mayo, cual Sancho ante los duques, entré en la Universidad,
pero no como estudiante, sino como ponente. Y como Sancho, me temblaban las
piernas. Era como un sueño hecho realidad, aunque sin borrico que me
sostuviera. Saludé a María Nieves Michavila, investigadora y gran escritora,
ganadora de varios premios, que presentaba su maravilloso libro de
investigación Voces desde el más allá de la historia, que me tranquilizó—aunque
ella también andaba nerviosa—y a Antonio Andújar, gran escritor y psicólogo,
que parecía más sereno.
Luego saludé
al vicedecano de la Universidad, Miguel Requena Jiménez, que, sin saber por
qué, me recordó al mismísimo Cervantes. Algo de aire sí que tenía, y además
llevaba los mismos apellidos que mi cuñado Isidro, «El Hermosomío», aunque al
revés. Me senté con ellos en la mesa, y sin ser capaz de leer, las palabras
salieron solas...
Presentación del libro «Voces
desde más allá de la historia» de Nieves Michavila en la Facultad de Geografía
e Historia de la Universidad de Valencia
El motivo de mi humilde presencia en el templo de la sabiduría no era esclarecer imposturas ni desmentir agravios del de Avellaneda, sino tratar de historia, esa noble disciplina que tanto nos ilustra y nos confunde, según quién la cuente. En esta ocasión, la investigación histórica conducida por María Nieves Michavila nos ha dado «Voces desde el más allá de la historia», un libro que abre ventanas donde antes había muros y nos aclara con precisión episodios acaecidos en el cuartel de San Gil en 1866, sus resonancias en aquella España del siglo XIX y aun en nuestra historia presente.
Una obra que, más que recopilación de documentos, parece labor de arqueología minuciosa, o acaso una intrincada operación matemática en la que es imprescindible encajar cada pieza para hallar la verdad. Y María Nieves Michavila, con paciencia y tino, logra que tales cúmulos de datos no se tornen tediosos, sino todo lo contrario: generosa en su proceder, ofrece al final de la obra la ubicación de los archivos consultados, para que otros investigadores puedan acceder a ellos y continuar el ejercicio de reescribir la historia tal y como fue, y no como los cronistas de turno la han plasmado.
Abrió la sesión el vicedecano Miguel Requena, en representación de la catedrática Isabel Burdiel (Premio Nacional de Investigación Histórica 2011), con palabras de reconocimiento a la labor de María Nieves Michavila Gómez, calificando el libro como obra rigurosa, amena y recomendable. Felicitó a la autora por el tesón demostrado y la calidad del trabajo realizado, y al hacerlo, asentíamos todos, pues era juicio acertado y justo.
Después llegó mi turno. Tenía
pensado leer, pero, como mi buen amigo Sancho Panza, comprendí que lo mejor
sería no enredarme entre surcos escritos en papeles que podrían traicionar mi
escasa pericia para la lectura en voz alta. Porque si bien presumo de aficionado
a la historia de España y de haber impartido clases gratuitas a estudiantes de
bachillerato con garantía de aprobado, aquí el asunto era más serio. A mi lado
y frente a mí había doctos historiadores y autoridades en la materia, y era
para echarse a temblar, o salir corriendo sin esperar las vueltas.
Tomé los papeles, los miré, los
volví a mirar—como si en ellos pudiera encontrar la valentía que me faltaba—,
observé a los presentes, y finalmente comencé a hablar, sin vergüenza ni
titubeo. Conforme hilaba palabras, fui sintiendo confianza; notaba las miradas
atentas y los gestos de asentimiento de los oyentes, lo que me llevó incluso a
permitirme alguna licencia semi humorística, ¿cómo no, sin soy un poco payaso?
Al terminar, noté que el rubor me subía por las mejillas, pero no por timidez o
vergüenza, sino por la satisfacción de ver que, al menos, no había hecho del
todo el ridículo.
De vez en cuando, Antonio
Andújar Castro amenizaba la presentación con su melodiosa voz—que, pese a ser
hombre, no carecía de musicalidad—y leía pasajes del libro con tal soltura y
fluidez que me despertaba cierta envidia.
Al final, como a Sancho, también
me felicitaron, y mirando atrás, pensé:
—¡Qué pena no haber estudiado!
No sé si volveré a entrar en una universidad para hablar ante tan selecto público, pero sí sé que al menos podré decir que, sin haber pisado aula como alumno, he compartido mesa con gente sabia y preparada. También sé que en los próximos meses daré nuevas y buenas noticias, porque este humilde campesino sin estudios académicos apenas ha comenzado a labrar la besana y aún tiene muchos surcos y renglones por escribir. Todavía le quedan muchas palabras en el zurrón.
Muy agradecido a todos por darme
esta oportunidad, y sobre todo a María Nieves Michavila por confiar en mí.
©Paco Arenas a 4 de mayo de 2017
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María Nieves Michavila Gómez y Juan Luis Bedins.
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Intervención del vicedecano Miguel Requena |
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Intervención de Paco Arenas |
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Intervención de María Nieves Michavila Gómez, la autora de Voces desde el más allá de la historia. |
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Intervención de Antonio Andújar Castro |
Pisando barro, soñando palabras (Poesía)
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