lunes, 8 de febrero de 2021

Magdalenas de Pinarejo - Receta fácil y primeros capítulos de Magdalenas sin azúcar


 Magdalenas sin azúcar, con magdalenas al estilo de Pinarejo, con vino para acompañar

Las magdalenas de Pinarejo tienen fama de ser de las mejores del mundo, y no lo digo  porque yo sea de Pinarejo.

 A la tahona de Pinarejo va gente, no sólo de la comarca, sino de toda España. 

La receta de la tahona no la tengo, pero, sí una de Pinarejo, con excelentes resultados y que a grandes rasgos se le parecen bastante. Uno de los secretos está en el aceite de oliva virgen de la comarca; aunque, la mayoría de la gente recomienda aceite de oliva suave. Otro el horno tradicional de obra, o, aunque parezca broma, la vieja olla horno que se utilizaba antiguamente.  Pero, nuestro horno es eléctrico y vamos a dejarnos de tonterías y vamos a la receta.

Magdalenas estilo Pinarejo

Ingredientes (siempre a temperatura ambiente):

500 gramos de harina (tamizada con las gaseosas)

3 gaseosas azules y tres blancas, o un sobre de levadura química (16gramos)

3 huevos medianos

Un cuarto de litro de leche (para hacerlo fácil dos medidas de envase de yogurt)

Un cuarto de aceite de oliva suave (para hacerlo fácil dos medidas de envase de yogurt)

125 gramos de azúcar para el cuerpo (medida de vaso de yogurt)

Medio vaso de yogurt de azúcar, o al gusto para echarles por encima, (a más azúcar más dulce, sin pasarse, si le echas mucha azúcar, puede que no suban igual )

Elaboración:

1)     Batir los huevos con varillas, hasta que os duela la muñeca, o con batidora, también con varillas para que entre aire en la masa.

2)     A continuación, añadir el azúcar, y batir de nuevo.

3)     Seguidamente, aceite y leche y darle otra vez a las varillas con ganas.

Aparte, mezcláis muy bien la harina con las gaseosas y una vez mezcladas la vais tamizando sobre la mezcla líquida, sin dejar de batir.

Cuando ya está la mezcla homogénea, vais echándola en los moldes, hasta algo más de la mitad, que luego crecen. La dejáis en los moldes un rato, más o menos una hora en la nevera.

Precalentáis el horno a 240º

Después lo bajáis a 190º, sólo parte inferior, sin abrir hasta que estén listas (aproximadamente 20 minutos, depende del horno).

Ningún horno es igual, es importante vigilar el horneado, sin abrirlo, tampoco pongáis bandejas una encima de otra. El calor debe llegar desde abajo. 

No abráis de golpe el horno, y una vez fuera, paciencia, frías están mejor.

 

¿Cómo comerlas al estilo de Pinarejo?

 

Las magdalenas en la Mancha se han comido casi siempre con vino, lo cual no es obligatorio, faltaba más.

En mi casa siempre la hemos desmoldado antes de echarle el vino, dándole la vuelta y haciéndole un pequeño orificio, donde echamos el vino, con lo cual se logra que se empape mejor. Otros sin desmoldarla, le pegan el bocado en el copete y echando el vino. Para gustos colores.




 

Magdalenas sin azúcar

Primeros capítulos

Preámbulo

 

30 de abril de 2013

—¿Quién llevará flores a los muertos de Juncos, si están bajo las aguas del pantano? —repitió el anciano palabras muy parecidas a la pregunta pronunciada por su madre, María Flores, veinticinco años atrás, tan solo unas semanas antes de que Juncos fuese anegado por las aguas del río Júcar.

—¿Qué dices abuelo? —preguntó extrañada la joven estudiante de periodismo Clara Vieco a su abuelo, ante esas inesperadas palabras que jamás hubiese creído escuchar. El anciano, Miguel López, aquejado por el terrible estigma del alzhéimer desde hace ya más de cinco años, lleva tres años sin despegar los labios, ni tan siquiera para pedir agua, a pesar de tener casi siempre seca la boca. Clara se quedó paralizada. Quiso, a pesar de tan triste pregunta, gritar de alegría para llamar la atención de sus padres y hermano; pero estaba sola, quedándose callada, no porque no fuera a escucharla nadie, sino por no romper la magia del momento. La mano del anciano le agarró su delgada muñeca con una fuerza desconocida, casi clavándole los huesos de sus esqueléticos dedos en su brazo.

—¿Quién llevará flores a los muertos de Juncos, si están bajo las aguas del pantano? —repitió de nuevo el anciano, intentando levantar la mirada desde la silla de ruedas.

En esos instantes, el noticiario de la televisión había hecho recordar a Miguel López Flores, que era un exiliado de sí mismo, que durante los últimos veinticinco años había huido de su pasado, de sus orígenes. Que quiso olvidar lo que dejaba atrás en Juncos, cuando por fin fue cumplida la amenaza, y aquel pueblo que exportaba hortalizas hasta Madrid y Valencia, era anegado por las aguas del Júcar. Ahora, afectado por el alzhéimer, poco a poco se había apagado hasta no articular palabra, como si fuese mudo.

 En la televisión podía ver la torre del campanario de Juncos sobresaliendo por encima de las aguas del pantano, fue entonces cuando repitió las últimas palabras que escuchase a su madre, María Flores, veinticinco años atrás, añadiendo otras:

—¿Quién cantará todo lo que el jilguero no pudo cantar?

—¿El jilguero? Abuelo, ¿qué jilguero?

—El jilguero, el que se quiso escapar de la jaula, ¿no te acuerdas? —y parecía que intentaba llorar y se había olvidado de hacerlo.

Su nieta, asombrada, era incapaz de pensar, sin saber cómo reaccionar, se agachó sacando un pañuelo kleenex para limpiar las furtivas lágrimas que comenzaban a bajarle desde el lagrimal a su abuelo.

Clara se quedó en cuclillas mirándolo fijamente a los ojos. De repente, el anciano comenzó, ya por fin, a llorar desconsoladamente. Por primera vez en muchos meses lo veía emocionarse, decir algo que parecía tener sentido; aunque ella no entendía lo que quería expresar. Se sentó a su lado, viendo llorar a su abuelo e intentando calmarlo a base de besos y caricias, mientras escuchaba al locutor y miraba las imágenes de la torre de la iglesia de Juncos.

La joven cogió aquella mano esquelética de su abuelo, acariciándola, hasta llegar a calmarlo. Una vez terminada la noticia meteorológica sobre la sequía que afectaba a toda España, Clara se sentó frente al anciano, mirándolo frente a frente. Quería volver a escucharle hablar. Sus palabras en los dos últimos años se habían limitado a monosílabos incoherentes. Esas palabras, eran las frases más largas surgidas de los labios de su abuelo, después de la muerte de su abuela Antonia. Al menos, que recordará Clara. El anciano, por tercera vez, de nuevo, repite aquella pregunta:

—¿Quién llevará flores a los muertos de Juncos, si están bajo las aguas del pantano?

Por mucho que lo intentó, el anciano no repitió una cuarta vez la pregunta, y ya no dijo nada, nunca más.

La muchacha notó como la mano de su abuelo languidecía poco a poco entre las suyas. Nunca antes escuchó hablar del Jilguero, ni siquiera sabía el nombre del pueblo de su abuelo, tampoco que estaba bajo las aguas del pantano, cuando ella nació, ya era algo del pasado que nadie quería recordar.

 Días después le vino a la memoria aquella vieja maleta de cartón, que contenía una, todavía más, vieja máquina de escribir marca Urania de fabricación alemana, a la cual le faltaba la letra «ñ». Aunque los vio, no les dio importancia a aquellos folios amarillentos. Sí que, ahora, recordaba que su abuela Antonia le había hablado de ellos, contándole, que unos sin firma, fueron escritos por su bisabuela María Flores y otros, por ella, su abuela Antonia de Las Heras. Esa misma maleta, también contenía una caja de latón de té Hornimans, en cuyo interior guardaba su bisabuela María una bandera de la República con el escudo de España bordado a mano.

Aunque, de manera muy difusa, a Clara le resonaba ver a su abuela Antonia tecleando aquella ruidosa máquina, escribiendo renglones que nunca quiso que nadie leyese. Al hacer un esfuerzo y rememorar aquel día con su abuela, ayudándole a desenredar una madeja de lana, todavía en su mente puede escuchar sus palabras: 

—Escribir es desnudar cuerpo y alma, y cuando una vieja desnuda un cuerpo viejo y arrugado, siente más vergüenza que cuando se desnuda por primera vez ante su novio. No obstante, a esta vieja le gustaría que, después de muerta, sus nietos leyesen lo escrito en sus noches de insomnio, anhelando que la recuerden joven y hermosa. Porque tu bisabuela, que era muy hermosa de cuerpo y alma, con unos ojos verdes, tan hermosos como los tuyos, se desnudó en estos papeles lo mismo que yo en estos otros; pero, ni ella ni yo, queremos que nos veáis desnudas con los pellejos colgando. Cuando muera hacéis lo que queráis…

 Cuando se lo refirió, a pesar de su edad, supo que, en realidad, le estaba rogando que leyese aquellos folios cuando tuviera edad para ello. A su vez, presintió que iba a ser ella quien cumpliría el deseo primigenio de su bisabuela María Flores y de su abuela Antonia de las Heras. Sin embargo, con nueve años, Clara Vieco todavía no lo sabía y con el tiempo terminó por olvidar la escena y aquellos papeles guardados en una vieja maleta de cartón. 

 Cuando Clara leyó los folios, comprendió muchas cosas, entre estas, que ahora, la bisnieta de María Flores, Felipe López y de Clara De Las Heras, sería ella la encargada de llevar flores a los muertos de Juncos, y que a ella le correspondía dar voz a aquellos que se vieron privada de la misma. Clara Vieco López, sería el jilguero que cantaría todo lo que El Jilguero no pudo cantar.


Capítulo 1

El Jilguero

1923-1934

Llegó corriendo de la mano del capataz de su padre. Como siempre, cuando no estaba en la biblioteca, andaba perdido con los hijos de los jornaleros tirando piedras sobre el lecho del río. Pero ese día estaba solo y no tenía perdón de Dios, sabía que su hermano estaba muerto y él hubiese querido estarlo. Traía los ojos llenos de lágrimas y  las ropas de domingo sucias, impolutas dos horas antes para el funeral, empapadas de barro y agua. El salón estaba repleto de gente, la cual se fue apartando para abrirle paso y no mancharse.

—Felipe, dale un beso a tu hermano —le indicó su madre frente al níveo ataúd, donde yacía su hermano mellizo, empujándolo suavemente al tiempo que movía la cabeza con tristeza.

El chiquillo miró con ojos llenos de incredulidad el rostro blanco y brillante, como la cera, de su hermano. Tan pálido y consumido como si la piel se le hubiese pegado a la calavera. Solo los párpados y las largas pestañas parecían mantener su tamaño habitual. Aquel niño, que de tan guapo y fino que era, parecía una chiquilla, nada que ver con su hermano mellizo, Felipe, siempre despeinado y con aire ausente. Felipe observó la escena de las gentes alrededor del blanco ataúd, con todos los ojos clavados en él, como si esperasen verle junto a su hermano muerto u ocupando su lugar. 

—Era tan bueno, un ángel del Señor. 

Sintió un escalofrío; se desembarazó de los brazos de su madre dando un dubitativo paso hacia atrás, indeciso. Perdido en un agobiante maremágnum de miradas y rezos en voz baja. Incapaz de llorar, se ahogaba en lágrimas que no salían al exterior, transformándose en acuosas manos invisibles que le apretaban desde el interior de la garganta hasta ahogarlo. Sintiendo rabia, le dolía el alma y quiso escupir el dolor.  Tropezó con su eminencia, el cual colocó su mano suave sobre su hombro, reteniéndolo en su marcha atrás.  Percibió la dureza del anillo de esa mano a través de la camisa. De nuevo sintió un escalofrío cuando aquella mano, más suave que la de su madre, le acarició la mejilla. Borrosos recuerdos llegaron a su memoria que, aunque, olvidados, permanecían ocultos en un lugar de su cerebro.  No recordaba el motivo por el cual, cada vez que veía al obispo, sentía un pavor inconsciente y unas ganas inmensas de salir corriendo.

—Dios siempre se lleva a los mejores —escuchó a sus espaldas, de nuevo, la voz del ilustrísimo obispo, que de la misma manera lo empujó para que besase a su hermano—. Dios elige a los mejores para llevarlos a su lecho. Tu hermano era muy bueno y Dios misericordioso lo quiere a su lado…

Felipe, entonces, giró la cabeza mirando al señor obispo con ojos de culpa. Su eminencia se agachó y lo miró fijamente a los ojos, sonriendo y moviendo la cabeza de un lado a otro, como si leyese el pensamiento del chiquillo.

—Tú, sin embargo, no eres bueno, no tienes fe en Dios. En todas las familias siempre hay un garbanzo negro y el demonio te ha elegido a ti. Tú tienes la culpa de la muerte de tu hermano…

Es cierto. Se siente culpable, cree es tal y conforme lo dice el señor obispo, tal y conforme se lo había dicho su padre. Sin embargo, a su padre lo teme, al obispo no, a pesar de entrarle esos extraños escalofríos cada vez que lo veía. El obispo sonrió y él dio un paso hacia atrás y con toda su rabia le propinó una patada en la espinilla a su eminencia. Este fue su primer desencuentro, consciente, con la Iglesia, aunque no con su padre. Felipe no era un niño normal, era raro, no encajaba en aquella familia de normas estrictas. Con una doble y extraña personalidad, hasta la enfermedad de su hermano mellizo, muy unido a él, más que mellizos, parecían un solo ser. Ajenos al mundo que les rodeaba, lo mismo se encerraban en la biblioteca materna que se iban sin decir nada a nadie a tirar piedras al río, coger cangrejos y hacerles mil diabluras, o juntarse con los hijos de los jornaleros para tirar piedras. No fueron dóciles ninguno de los mellizos, pero siempre él se llevaba las culpas, porque su hermano desde que nació, todos daban por hecho que se moriría pronto, todos menos él. Tras la patada al obispo, salió corriendo como alma que lleva el diablo. Dudó si marcharse de nuevo al río o esconderse en la biblioteca. Al final se encerró en la biblioteca porque sabía que, de irse al río, se subiría a un viejo olmo seco y desde allí se tiraría al agua. Sintió miedo, no se reuniría con su hermano porque su hermano iría al cielo y él directo al infierno. Se escondió debajo de la gran mesa de la biblioteca. Su padre sabía que lo encontraría allí y poco faltó para que al día siguiente la familia terminase enterrando a los mellizos de la paliza que recibió el chiquillo. A pesar de todo, se negó a salir de la biblioteca. Su padre le encerró con llave, dejándolo hasta después del sepelio sin comer, ni cenar, con la espalda y las nalgas en carne viva, con el cinturón marcado como si fuese la tela de un colchón y sin permitir que entrase su madre.  

Su madre terminó por entrar, consolándolo. Es la única que lo comprende. Fue ella quien le enseñó a refugiarse entre las páginas de los libros. Su madre inició pronto el camino al camposanto, seis años después de que lo hubiera hecho su hijo. Cuando el retraído y a la vez rebelde Felipe estaba a punto de cumplir los diecisiete años. Los seis años que transcurren desde la muerte de su hermano a la muerte de su madre se convierten en un auténtico infierno para el chiquillo. Le angustiaba la ausencia de su madre, pero también no poder verla, a pesar de saber que se estaba muriendo en un hospital de Madrid. Los médicos daban por hecho que no viviría, por mucho que don Pascual, su padre, siendo como era un rico terrateniente, pensase que el dinero y los rezos podrían obrar milagros:

—Yo por mi mujer lo que haga falta —acostumbraba a decir.

Una noche de abril, Felipe despertó sobresaltado, seguro de que su madre habría llegado de Madrid. No podría ser de otro modo. Ya no era un crío y sabía lo que ocurría cuando los muelles del somier crujían en el cuarto de sus padres. Y esa noche crujían. Se levantó de un salto de la cama.

—¡Madre!

La alegría se congeló en sus labios. No puede ser, estuvo leyendo el último libro que le trajo de Madrid hasta después de la medianoche, «Veinte poemas de amor y una canción desesperada», de un entonces, para él, desconocido poeta chileno, Pablo Neruda. Mas no tiene dudas, escuchaba con claridad los muelles del somier y, además, los gemidos de una mujer en el cuarto de sus padres. Salió de su cuarto en silencio. Por debajo de la puerta se adivinaba una luz tenue, lo cual le confirma que no es su madre quien está en la habitación. Sus padres siempre hacían el amor a oscuras. Intenta mirar por la cerradura, el quinqué deja ver con claridad a Caridad, la mujer del capataz, cabalgando sobre el terrateniente. Indignado, abrió la puerta, y de su boca salieron las peores palabras nunca pronunciadas a lo largo de su vida. De un empujón, su padre tiró a la muchacha al suelo y, desnudo, saltó de la cama con el cinturón en la mano, comenzando una paliza que jamás olvidaría. La cual le dejó varias cicatrices, sobre todo en la cara, que el tiempo terminó borrando; aunque, a él nunca dejaron de escocerle. 

Trajeron a su madre para morir en su casa, cuando él todavía tenía visibles las cicatrices de la paliza recibida. No quiso decirle a su madre el motivo, sin embargo, ella lo sabía.

—Tú no entiendes de eso. Eres diferente. Tu padre es muy hombre y un hombre que es muy hombre, como lo es tu padre, necesita una mujer todas las noches en su cama. Yo no puedo dar a tu padre lo que necesita.

—Y yo, madre, no puedo consentirlo —se atrevió a contestar a su madre.

Un muchacho como él solo podía tener un camino: el sacerdocio. Ya lo había decidido su padre. Se lo había prometido al señor obispo. Felipe se había convertido en una auténtica pesadilla para don Pascual y para su amante. Desde siempre, Felipe fue aficionado a cantar y recitar poesías. En no pocas ocasiones era el encargado de leer el misal en la iglesia de Juncos. Su padre, en concordancia con el señor obispo, se lo habían impuesto como castigo a su rebeldía, que siempre fue en aumento conforme avanzaba la adolescencia. Lo que nunca pensó don Pascual que fuese a llegar hasta el punto que llegó. Cuando Caridad, la mujer del capataz, después de haber recibido la Sagrada Forma en su boca, pasó al lado de Felipe, este soltó, delante de su marido:

—Aquí está el camino de la mujer adúltera: ha comido y se ha limpiado la boca y ha dicho: No he cometido mal alguno…

Fueron muchos quienes le escucharon, el capataz se contuvo por ser quién era. Fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de su padre. Recibió su tercera gran paliza, que estuvo a punto de costarle la vida. Si no ocurrió, fue porque su madre se puso por medio. 

—El que detiene el castigo a su hijo aborrece. Mas el que lo ama, desde temprano lo corrige —replicó don Pascual ante la intromisión de su mujer—. No le gustan las sentencias bíblicas, que se las aplique, que a mí no me vuelve a dejar en evidencia. Aunque, este, ni a correazos ha de entrar en razón.

Unos días después emprendió su viaje hacia el seminario de Cuenca. La decisión estaba tomada: Felipe sería sacerdote, sus hermanos Braulio y José María estudiarían derecho, y, por último, su hermana Elvira, a sus cosas de mujer. 

—Que las mujeres no necesitan saber leyes, con saber guisar, coser, cuidar de su hombre y chiquillos sobra —sentenció don Pascual.

Con diecinueve años, su padre le dio el último golpe con el cinturón. Fue cuando se escapó del seminario, después de la muerte de su madre. No esperó el segundo golpe, agarró el cinturón y mirando a su padre a los ojos fijamente, le replicó enojado, pero sin alterar su voz:

—Si me vuelve usted a poner la mano encima, le juro por su Dios y por todos los santos del firmamento que es lo último que hace en su vida, acuérdese bien de estas palabras, padre.

Su padre creyó que realmente su hijo sería capaz de matarlo. Fue tal su mirada que sintió por primera vez miedo a morir. Accedió, no sería sacerdote, ya no era aquel tímido adolescente que se marchó al seminario. A don Pascual todavía le quedaban armas para que recapacitara, ya que tampoco estaba dispuesto a estudiar. Trabajaría en el campo, pero no como el hijo del amo. 

De nuevo, decidió castigarlo y ponerlo a trabajar como un jornalero más para que reconsiderase si valía la pena. Lejos de amilanarse, se convierte en uno más, a pesar de ser el hijo del amo. Felipe es un amo con el que hablan, cantan, se emborrachan y conspiran los jornaleros.  Se hace un experto en el cuidado de la viña. Limpia el monte y le saca producto, más allá de la leña para calentarse la familia, comienza a utilizarlo como coto de caza, a cortar leña, vender en los pueblos vecinos, escasos de monte y de leña. El terrateniente, tras la muerte de su esposa, cansado de Caridad, continúa su peregrinaje del prostíbulo al confesionario. En los últimos tiempos se ha aficionado a los viajes a Madrid y termina contagiándose de sífilis, así comienza su declive físico. Don Pascual, tras lo que considera un castigo divino, deja los rezos de lado, necesita médicos y se traslada, casi de manera permanente, a Madrid. De este modo, Felipe queda como cabeza de la hacienda, con su padre enfermo y sus hermanos estudiando en Madrid. Tan solo su hermana se queda en Juncos a su lado, ejerciendo de señorita que aspira a casarse con el médico que, por primera vez, tenía consulta en el pueblo. No resulta fácil para don Pascual confiar en Felipe a pesar de su incapacidad y enfermedad. Desde el primer instante discrepa del modo como lleva a cabo su hijo la administración de la hacienda:

 —Manos blandas para el trato con los jornaleros — dice—. Les das la mano y se toman el brazo, ya se espabilará si Dios quiere —comentó resignado en más de una ocasión.

No le queda otro remedio; sin embargo, contra lo esperado, mejora los resultados. El monte infrautilizado como coto de caza lo transformó en una fuente de ingresos, comenzando a vender leña por toda la comarca. Felipe no es un terrateniente más. No es un señorito, se convierte en un jornalero más: corta leña, labra, vendimia o siega como cualquier otro. Su padre nunca llegó a coger una hoz ni tampoco ninguno de sus hermanos.

—¿No me dijo usted que tenía que ser uno más? Pues eso soy, padre, eso soy —argumentó Felipe.

Es con el contacto con el duro trabajo del campo cuando se produce el gran cambio. Felipe continuaba siendo un joven rebelde, a pesar de ello, no deja de ser un muchacho retraído, en apariencia formal, un muchacho de familia acomodada que asiste a las reuniones de Acción Católica y que va a misa domingos y fiestas de guardar, cada vez de manera más espaciada en el tiempo, demostrando de forma más clara sus desacuerdos con las ideas de su padre.

Un día descuelga una vieja guitarra y comienza a tocarla sin nociones de música. Uno de los jornaleros lo adiestra, y pronto comienza a cantar, a cantar mal, pero a cantando mucho para compensar. Al mismo ritmo que aprende a tocar la guitarra, se acerca más a los jornaleros, separándose de sus amigos de siempre, de Acción Católica y de la Iglesia.  Se transformó en el amo a quien nadie teme y el amigo y compañero de los jornaleros, que unos por interés y otros por verdadera amistad lo quieren tener como tal y alternar con él. Con ese cambio de amistades, pronto comienza el cambio, se transforma en un joven muy alegre y despreocupado, que alterna con los jornaleros y no se relaciona con sus iguales. Deja de ir definitivamente a la iglesia influido por sus nuevos compañeros. Don Pascual termina resignándose a que no vaya a la iglesia. Él, con su enfermedad avanzando, igualmente está perdiendo la fe, de nada sirvieron misas y vigilias por su hijo o por su mujer, tampoco las generosas donaciones al obispo. Sin embargo, quisiera que su hijo la tuviera. No obstante, él se ve incapaz de enderezarle. No tiene fuerzas para intentar convencerle de algo en lo que él comienza a dudar. Por otra parte, el terrateniente admira la manera con la que consigue «sacarles el estaño» a los jornaleros, sin amenazas, basta con decirles «vamos, esto lo tenemos que acabar hoy», para que todos se vuelquen en la faena, saben que luego tendrán su recompensa, unas veces sabiéndolo don Pascual y otras sin saberlo. 

—Quien trabaja debe cobrar un jornal justo, así trabajará más y mejor —le replicó a su padre en cierta ocasión que le recriminó haberles dado más de lo estipulado.

Él siempre fue partidario de la mano dura y medidas drásticas, pero comprueba con sus ojos, que su hijo lleva razón. Lo que peor lleva el viejo terrateniente es que Felipe haya abandonado las amistades de antaño, ya no va con Mariano Echaniz, ni Jacinto Posadas, hijos de familias acomodadas, con las que siempre ha tenido buena relación. Por si fuera poco, no solo iba de borrachera con los jornaleros, sino que de vez en cuando iba a la Casa del Pueblo a conspirar contra la gente de bien, a ganarse la antipatía de todos aquellos que son sus iguales.


 

 

 

Capítulo 2º 

 

 El señorito y su hermano El Jilguero

 Año 1934

Nunca se conocen los recovecos del destino, ni dónde nos pueden llevar; tampoco el caprichoso futuro se puede adivinar, bajo qué sombra vamos a encontrar reposo, ni de qué ojos nos vamos a enamorar. Felipe abominaba toda posibilidad de cualquier relación que pudiese atarle. Nunca le habían conocido novia hasta el punto de que hasta su propio padre lo consideraba un muchacho raro. 

—Cualquier otro ya habría tenido veinte novias, es que no vas ni de putas —le recriminó su padre—, sólo de borracheras. ¿No te llama ninguna muchacha la atención?

—¿Para luego acostarme con putas? Como hacía usted.

—Es lo que hacen los hombres, los de verdad. Es lo que mueve el mundo y lo que necesitas, más que los cuartos. Un día voy a quemar todos los libros…

—Me tendrá que quemar a mí con ellos.

—Tú tontea, que soy capaz de quemarlos contigo dentro, todo antes que tener a un hijo marica.

—Yo no soy marica.

—¿Entonces qué coño eres? ¿Un flojo? Para eso metete a cura, ¿por qué te escapaste del seminario, para estar como un monje de clausura entre libros o borracho entre gente baja?

—Para hacer lo que me dé la real gana, y esa gente, que usted llama baja, es la que le da de comer, a usted y a todos los vagos como…—no terminó la frase Felipe.

Su padre alzó la mano, pero se contuvo, recordando la amenaza de su hijo, tras escapar del seminario.

La inquietud o las dudas que tenía el padre la compartía su hermano Braulio, el cual a muchas muchachas había rondado y otras le habían rondado. Los dos hermanos eran un buen partido para cualquier muchacha. Braulio era el típico señorito, altivo, pagado de sí mismo y, además, guapo y elegante. Felipe parecía tan sólo preocupado por las labores agrícolas, pasar el rato con los jornaleros emborrachándose  y al llegar a su casa, meterse en la biblioteca de su madre, y entre las páginas de los libros, leer y soñar con una mujer a la que darle su amor, como si se tratase de un tesoro único que debía encontrar entre la tinta impresa. En ocasiones, tras leer algún poema, se quedaba como contemplando las musarañas, pensando o soñando con esa mujer única a la que dar su amor.  

—¡Dios mío, paciencia! —Exclamaba su padre cada vez que lo buscaba, sabiendo que lo encontraría allí, embobado, leyendo o mirando a cualquier punto indeterminado de la sala.

Unos extraños ojos verde esmeralda sacaron de dudas a todos. Fue casi a finales del verano cuando el maestro don Jaime Flores llegó a Juncos con su familia. Felipe lo conocía desde el principio de la primavera, cuando el maestro estuvo al frente de las Misiones Pedagógicas para buscar la que debía ser la ubicación de la nueva escuela que había decidido construir el Gobierno de la República en Juncos. El maestro había intentado convencer a los campesinos de la necesidad de escolarizar a sus hijos. Campesinos reacios a desdeñar una mano de obra que ayudaba al sostenimiento de la economía familiar. El edificio escolar se ubicó fuera del casco urbano, en una de las eras cercanas al mismo, apenas a unos cincuenta metros de la casa más próxima. Esta ubicación tenía sus inconvenientes, aunque, del mismo modo, sus ventajas. Lo importante, a pesar de ciertas reticencias, era construir la escuela.

Don Jaime llamó con dos golpes secos, con la anilla de la aldaba en forma de caballo de la puerta principal de la casa de don Pascual. Fue una de las puertas del corral la que se abrió, saliendo aquel joven que él conocía. Se saludaron sonrientes, al tiempo que el profesor arrugaba la nariz debido al fuerte olor a estiércol que salía por la puerta entreabierta del corral. Incluso, el mismo joven llevaba estiércol pegado a los pantalones. No obstante, el maestro educadamente extendió la mano que el joven rechazó:

—Don Jaime, perdone usted que no le dé la mano. Estamos sacando el estiércol de las cuadras —se disculpó enseñando las palmas de sus manos. Cambiando de conversación. ¿Al final tendremos escuela?

Don Jaime, asintió con la cabeza, dudando. Creyó reconocer, más por la voz que por el aspecto, al joven campesino que tanto ahínco puso en la Casa del Pueblo, en la necesidad de que los jornaleros y el ayuntamiento apoyarán la construcción de las escuelas.  Entonces el viejo profesor pensaba que se trataba de un jornalero más. No sabía su nombre, aunque sí su apodo «El Jilguero». Don Jaime, al recordarlo, insistió en darle la mano y esto obligó a que el muchacho intentara limpiárselas con la camisa. Estrecharon sus manos de manera afectuosa, como cuando el maestro en la Casa del Pueblo le dio las gracias por hacer entrar en razón a algunos campesinos que alegaban que necesitaban las manos de sus hijos para las labores agrícolas. Terminados los cumplidos, el profesor fue al grano.

—Jilguero, quiero hablar con tu amo. 

—Amigo profesor, yo soy el amo —contestó él. 

El maestro se echó hacia atrás. Sí, sin duda, era la casa que le habían indicado, además se notaba una casa señorial con escudos de antiguas hidalguías o incluso señoríos de piedra en la fachada. Él era un buen fisonomista.

— ¿Tú eres don Pascual? —preguntó algo perplejo.

—No. Yo soy Felipe, su hijo, para servir a Dios y a usted, don Jaime.

—Perdona, debo haberme confundido, pensaba que eras uno que llaman el Jilguero. Un jornalero que dicen que es medio poeta, te he confundido con él —enfatizó el maestro la palabra poeta, no queriendo utilizar esa otra que tenía que ver con la presunta tendencia sexual que algunos le atribuían a Felipe, aunque no hubiera nada que lo indicara. 

Felipe no puede evitar echarse a reír casi hasta que se le saltaron las lágrimas.

—No haga usted mucho caso de las apariencias, que la gente habla mucho. Jilguero me llama la gente porque canto mal, pero canto mucho para compensar. Lo de poeta pertenece a otra canción que se empeñan en adjudicarme inmerecidamente…, que por esa senda nunca he ido, y jornalero nunca he sido —responde captando el tono.

—Dicen que escribes y recitas versos, y eso lo hacen los poetas —El maestro se disculpa, intentando enmascarar la verdadera intención de sus palabras.

—Dicen tantas cosas. No haga usted caso de la gente y menos de quienes sin saber, hablan más de la cuenta. ¡Por Dios! Que usted es maestro — dice Felipe con ironía, para ponerse después serio—. Aunque supongo que usted no ha venido a hablar de poesía...

—No. Hombre, no. Me han dicho que don Pascual, tu padre, sirve la mejor leña de encina de la comarca...

—Sí y no. Nosotros servimos la mejor leña de encina. Aunque debo decirle que mi padre nunca empuñó el hacha, ni tuvo callos en las manos —contestó con cierta sorna Felipe enseñándole las manos encallecidas al maestro —él es el señorito, el amo, y yo el hijo del amo que trabaja como uno más.

Al maestro le extrañó esa referencia de Felipe a su padre, con un tono casi peyorativo en el modo de pronunciar la palabra señorito. Resultaba evidente que el amor entre padre e hijo dejaba bastante que desear. Al final, el maestro terminó por encargar dos cargas: una para las aulas y otra para su casa, en la cual vivía la familia del mismo, en un edificio anejo a la misma.

Junto a dos jornaleros, Felipe se puso manos a la obra para cargar dos galeras de leña. Cuando estaba la primera galera cargada, apareció su hermano Braulio elegantemente vestido, como ya era habitual en él. Había llegado unas semanas antes de Madrid después de terminar el último año la carrera de derecho. No era intención suya ejercer de picapleitos, lo que realmente ansiaba era servir a la patria, para lo cual en septiembre comenzaría su andadura en la Academia Militar de Toledo. Braulio nunca pisó un barbecho, ni cortó ni cargó leña. Él era un señorito con todas las de la ley, sólo iba al pueblo a presumir, cual pavo real. Una vez estuvieron las dos galeras cargadas, se ofreció a acompañarlo, provocando extrañeza en Felipe.

—¿Con esa ropa? 

—Yo no voy a descargar ceporros, para eso están los destripaterrones que llevas y tú —respondió un tanto altanero, señalando a los dos jornaleros que estaban terminando de atar las cargas —. Voy porque me han dicho que la maestra tiene unos ojos que quitan el sentido, aunque, no sé para que te digo nada, si tú de eso no entiendes.

—¿Ahora andas con mujeres que pueden ser tu madre? — respondió con cierta sorna Felipe, ignorando deliberadamente las palabras de su hermano —. Señoritooooooooo.

—No, hombre. La maestra, no es la mujer del maestro, es la hija del maestro. Padre quiere que me quede dos o tres semanas. Tendré que buscarme compañía...

—Lo que es no tener nada que hacer. Anda, sube don Juan, que sólo piensas en doña Inés.

—A mí déjame de comedias, yo las mujeres de carne y hueso, las de papel para ti.

Felipe trata a su hermano como a un crío, aunque a esas alturas la niñez la habían dejado mucho tiempo atrás ambos. Los diez meses de diferencia le hacen ejercer como hermano mayor. Al llegar a la escuela, abre la puerta la hija de don Jaime, una joven sonriente y agradable.  A simple vista, se aprecia que es una muchacha de ciudad, tanto por su vestido como por sus cabellos recortados, sólo un poco más largos que los hombres, también por sus gestos y modo de saludar. Lleva un plumero en la mano y los cortos cabellos recogidos en un pañuelo, que no evita que algunos se escapen, húmedos de sudor por la frente. Felipe la encuentra guapa; sin embargo, no lo suficiente para que su hermano esté dispuesto a doblar el espinazo descargando leña. Hay algo que le llama poderosamente la atención: sus ojos verdes, grandes y ligeramente rasgados

—Disculpe, señorita, el atrevimiento. Antes de descargar la leña, debo decirle una cosa, y no se moleste usted —dice Felipe exagerando el gesto, tratando de imitar la forma de hablar de su hermano —. Tiene usted los ojos más hermosos que los trigos del amanecer…

— ¿Del amanecer?  —le corta Braulio molesto, por lo que él considera una intromisión—. Y del mediodía y de la tarde…

—No, hermano. no. Mucho estudiar para ser un ignorante. ¿Pero tú qué vas a saber si nunca te has levantado al amanecer? Al alba, los trigos brillan por el rocío de la mañana, al mediodía se agachan por el sol y por la tarde parecen marchitos. A la vista está, a la señorita maestra le brillan los ojos como esmeraldas o como los trigos al amanecer.

La maestra ríe y al reír, dos pequeños hoyuelos se dibujan en sus pómulos, al tiempo que hace un mohín gracioso. Queda más deslumbrado Felipe que Braulio, acostumbrado este a las chicas madrileñas de la alta sociedad con las que se codea, maquilladas y con elegantes vestidos. María no le deslumbra, incluso, piensa que no es tan guapa como le habían dicho. No obstante, en aquel pueblo es lo más parecido a lo que él entiende por una mujer como Dios manda.   

—Anda, vamos a descargar —lo apremia Felipe.

—Eso, eso, sal tirando a descargar leña, que para eso has venido — replica Braulio.

Felipe refunfuña algo, acepta con naturalidad que ni su hermano ni el resto de la familia trabaje en las tareas propias de los jornaleros. Se pone manos a la obra junto con los dos jornaleros que ya habían comenzado a desatar la carga, aunque no pierde de vista a Braulio y a la muchacha. Ella, cada vez que pasa Felipe por su lado, habla de continuar con la limpieza poniéndose a limpiar. Felipe puede ver a través de los ventanales como Braulio va tras la maestra mientras pasa el trapo o plumero por los pupitres o muebles. Braulio se vende, se considera guapo y culto, alardea de ser ya abogado, mientras ella limpia, aunque de vez en cuando se detiene para escucharle y reírle las palabras que, entonces él vuelve a repetir.

—Abrir una escuela aquí es como querer sembrar trigo en un pedregal, son ignorantes por naturaleza.

—En ese caso, ¿de dónde salen abogados… como usted?

—No se equivoque usted. Yo no soy un labriego, ni mi padre, ni mi abuelo…

—¿Y su hermano?

—¿Acaso no se nota?

Braulio señala a través de la ventana a su hermano, que en esos momentos lleva una carretilla de troncos.

—¿El Jilguero es tu hermano? —Se escucha la voz del maestro, que en esos momentos entra por la puerta.

—¿El jilguero? ¿Todavía le llaman así? Supongo que será mi hermano. Lo pondría en duda de no ser porque, como dice mi padre, jamás dudaré de la honestidad de mi madre, que Dios tenga en su gloria. Siempre tiene que salir un garbanzo negro, negro o... —contesta Braulio sorprendido con la entrada y pregunta del maestro, cesa la frase al notar la desaprobación de don Jaime Flores.

—Realmente, no os parecéis en nada, al menos a simple vista… —Mira con cierta sorna a Braulio, bien plantado y mejor vestido, un señorito. «Un picaflor», piensa el maestro, mientras añade —: sin dudar de la honestidad de tu madre.

—Muchas gracias.

—No, mozalbete, no. Te equivocas, no os parecéis en nada, aunque si yo fuese mujer y tuviese que elegir, me quedaría, por lo poco que le conozco y sin conocerte a ti, sólo con escucharte, sin conocer a uno ni a otro, le elegiría a él…

—¡Padre!  —protesta María.


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