Magdalenas sin azúcar, con magdalenas al estilo de Pinarejo, con vino para acompañar
Las magdalenas de Pinarejo
tienen fama de ser de las mejores del mundo, y no lo digo porque yo sea de Pinarejo.
A la tahona de Pinarejo va gente, no sólo de la comarca, sino de toda España.
La receta de la tahona no la
tengo, pero, sí una de Pinarejo, con excelentes resultados y que a grandes
rasgos se le parecen bastante. Uno de los secretos está en el aceite de oliva
virgen de la comarca; aunque, la mayoría de la gente recomienda aceite de oliva
suave. Otro el horno tradicional de obra, o, aunque parezca broma, la vieja
olla horno que se utilizaba antiguamente. Pero, nuestro horno es eléctrico y vamos a
dejarnos de tonterías y vamos a la receta.
Magdalenas estilo Pinarejo
Ingredientes (siempre a temperatura ambiente):
500 gramos
de harina (tamizada con las gaseosas)
3 gaseosas
azules y tres blancas, o un sobre de levadura química (16gramos)
3 huevos medianos
Un cuarto de
litro de leche (para hacerlo fácil dos
medidas de envase de yogurt)
Un cuarto de
aceite de oliva suave (para hacerlo fácil
dos medidas de envase de yogurt)
125 gramos
de azúcar para el cuerpo (medida de vaso
de yogurt)
Medio vaso
de yogurt de azúcar, o al gusto para echarles por encima, (a más azúcar más dulce, sin pasarse, si le echas mucha azúcar, puede
que no suban igual )
Elaboración:
1)
Batir
los huevos con varillas, hasta que os duela la muñeca, o con batidora, también
con varillas para que entre aire en la masa.
2)
A
continuación, añadir el azúcar, y batir de nuevo.
3)
Seguidamente,
aceite y leche y darle otra vez a las varillas con ganas.
Aparte, mezcláis muy bien la harina
con las gaseosas y una vez mezcladas la vais tamizando sobre la mezcla líquida,
sin dejar de batir.
Cuando ya
está la mezcla homogénea, vais echándola en los moldes, hasta algo más de la
mitad, que luego crecen. La dejáis en los moldes un rato, más o menos una hora
en la nevera.
Precalentáis
el horno a 240º
Después lo
bajáis a 190º, sólo parte inferior, sin abrir hasta que estén listas
(aproximadamente 20 minutos, depende del horno).
Ningún horno es igual, es importante vigilar el horneado, sin abrirlo, tampoco pongáis bandejas una encima de otra. El calor debe llegar desde abajo.
No abráis de
golpe el horno, y una vez fuera, paciencia, frías están mejor.
¿Cómo
comerlas al estilo de Pinarejo?
Las
magdalenas en la Mancha se han comido casi siempre con vino, lo cual no es
obligatorio, faltaba más.
En mi casa
siempre la hemos desmoldado antes de echarle el vino, dándole la vuelta y
haciéndole un pequeño orificio, donde echamos el vino, con lo cual se logra que
se empape mejor. Otros sin desmoldarla, le pegan el bocado en el copete y
echando el vino. Para gustos colores.
Magdalenas sin azúcar
Primeros capítulos
Preámbulo
30
de abril de 2013
—¿Quién llevará flores a los
muertos de Juncos, si están bajo las aguas del pantano? —repitió el anciano
palabras muy parecidas a la pregunta pronunciada por su madre, María Flores,
veinticinco años atrás, tan solo unas semanas antes de que Juncos fuese anegado
por las aguas del río Júcar.
—¿Qué dices abuelo? —preguntó
extrañada la joven estudiante de periodismo Clara Vieco a su abuelo, ante esas
inesperadas palabras que jamás hubiese creído escuchar. El anciano, Miguel
López, aquejado por el terrible estigma del alzhéimer desde hace ya más de
cinco años, lleva tres años sin despegar los labios, ni tan siquiera para pedir
agua, a pesar de tener casi siempre seca la boca. Clara se quedó paralizada.
Quiso, a pesar de tan triste pregunta, gritar de alegría para llamar la
atención de sus padres y hermano; pero estaba sola, quedándose callada, no
porque no fuera a escucharla nadie, sino por no romper la magia del momento. La
mano del anciano le agarró su delgada muñeca con una fuerza desconocida, casi
clavándole los huesos de sus esqueléticos dedos en su brazo.
—¿Quién llevará flores a los
muertos de Juncos, si están bajo las aguas del pantano? —repitió de nuevo el
anciano, intentando levantar la mirada desde la silla de ruedas.
En esos instantes, el noticiario
de la televisión había hecho recordar a Miguel López Flores, que era un
exiliado de sí mismo, que durante los últimos veinticinco años había huido de
su pasado, de sus orígenes. Que quiso olvidar lo que dejaba atrás en Juncos,
cuando por fin fue cumplida la amenaza, y aquel pueblo que exportaba hortalizas
hasta Madrid y Valencia, era anegado por las aguas del Júcar. Ahora, afectado
por el alzhéimer, poco a poco se había apagado hasta no articular palabra, como
si fuese mudo.
En la televisión podía ver la torre del
campanario de Juncos sobresaliendo por encima de las aguas del pantano, fue
entonces cuando repitió las últimas palabras que escuchase a su madre, María
Flores, veinticinco años atrás, añadiendo otras:
—¿Quién cantará todo lo que el
jilguero no pudo cantar?
—¿El jilguero? Abuelo, ¿qué
jilguero?
—El jilguero, el que se quiso
escapar de la jaula, ¿no te acuerdas? —y parecía que intentaba llorar y se
había olvidado de hacerlo.
Su nieta, asombrada, era incapaz
de pensar, sin saber cómo reaccionar, se agachó sacando un pañuelo kleenex para
limpiar las furtivas lágrimas que comenzaban a bajarle desde el lagrimal a su
abuelo.
Clara se quedó en cuclillas
mirándolo fijamente a los ojos. De repente, el anciano comenzó, ya por fin, a
llorar desconsoladamente. Por primera vez en muchos meses lo veía emocionarse,
decir algo que parecía tener sentido; aunque ella no entendía lo que quería
expresar. Se sentó a su lado, viendo llorar a su abuelo e intentando calmarlo a
base de besos y caricias, mientras escuchaba al locutor y miraba las imágenes
de la torre de la iglesia de Juncos.
La joven cogió aquella mano
esquelética de su abuelo, acariciándola, hasta llegar a calmarlo. Una vez
terminada la noticia meteorológica sobre la sequía que afectaba a toda España,
Clara se sentó frente al anciano, mirándolo frente a frente. Quería volver a
escucharle hablar. Sus palabras en los dos últimos años se habían limitado a
monosílabos incoherentes. Esas palabras, eran las frases más largas surgidas de
los labios de su abuelo, después de la muerte de su abuela Antonia. Al menos,
que recordará Clara. El anciano, por tercera vez, de nuevo, repite aquella
pregunta:
—¿Quién llevará flores a los
muertos de Juncos, si están bajo las aguas del pantano?
Por mucho que lo intentó, el
anciano no repitió una cuarta vez la pregunta, y ya no dijo nada, nunca más.
La muchacha notó como la mano de
su abuelo languidecía poco a poco entre las suyas. Nunca antes escuchó hablar
del Jilguero, ni siquiera sabía el nombre del pueblo de su abuelo, tampoco que
estaba bajo las aguas del pantano, cuando ella nació, ya era algo del pasado
que nadie quería recordar.
Días después le vino a la memoria aquella
vieja maleta de cartón, que contenía una, todavía más, vieja máquina de
escribir marca Urania de fabricación alemana, a la cual le faltaba la letra
«ñ». Aunque los vio, no les dio importancia a aquellos folios amarillentos. Sí
que, ahora, recordaba que su abuela Antonia le había hablado de ellos,
contándole, que unos sin firma, fueron escritos por su bisabuela María Flores y
otros, por ella, su abuela Antonia de Las Heras. Esa misma maleta, también
contenía una caja de latón de té Hornimans, en cuyo interior guardaba su
bisabuela María una bandera de la República con el escudo de España bordado a
mano.
Aunque, de manera muy difusa, a
Clara le resonaba ver a su abuela Antonia tecleando aquella ruidosa máquina,
escribiendo renglones que nunca quiso que nadie leyese. Al hacer un esfuerzo y
rememorar aquel día con su abuela, ayudándole a desenredar una madeja de lana,
todavía en su mente puede escuchar sus palabras:
—Escribir es desnudar cuerpo y alma, y cuando una vieja desnuda un cuerpo viejo y arrugado, siente más vergüenza que cuando se desnuda por primera vez ante su novio. No obstante, a esta vieja le gustaría que, después de muerta, sus nietos leyesen lo escrito en sus noches de insomnio, anhelando que la recuerden joven y hermosa. Porque tu bisabuela, que era muy hermosa de cuerpo y alma, con unos ojos verdes, tan hermosos como los tuyos, se desnudó en estos papeles lo mismo que yo en estos otros; pero, ni ella ni yo, queremos que nos veáis desnudas con los pellejos colgando. Cuando muera hacéis lo que queráis…
Cuando se lo refirió, a pesar de su edad, supo que, en realidad, le estaba rogando que leyese aquellos folios cuando tuviera edad para ello. A su vez, presintió que iba a ser ella quien cumpliría el deseo primigenio de su bisabuela María Flores y de su abuela Antonia de las Heras. Sin embargo, con nueve años, Clara Vieco todavía no lo sabía y con el tiempo terminó por olvidar la escena y aquellos papeles guardados en una vieja maleta de cartón.
Capítulo 1
El Jilguero
1923-1934
Llegó corriendo de la mano del
capataz de su padre. Como siempre, cuando no estaba en la biblioteca, andaba
perdido con los hijos de los jornaleros tirando piedras sobre el lecho del río.
Pero ese día estaba solo y no tenía perdón de Dios, sabía que su hermano estaba
muerto y él hubiese querido estarlo. Traía los ojos llenos de lágrimas y las ropas de domingo sucias, impolutas dos
horas antes para el funeral, empapadas de barro y agua. El salón estaba repleto
de gente, la cual se fue apartando para abrirle paso y no mancharse.
—Felipe, dale un beso a tu
hermano —le indicó su madre frente al níveo ataúd, donde yacía su hermano
mellizo, empujándolo suavemente al tiempo que movía la cabeza con tristeza.
El chiquillo miró con ojos llenos
de incredulidad el rostro blanco y brillante, como la cera, de su hermano. Tan
pálido y consumido como si la piel se le hubiese pegado a la calavera. Solo los
párpados y las largas pestañas parecían mantener su tamaño habitual. Aquel
niño, que de tan guapo y fino que era, parecía una chiquilla, nada que ver con
su hermano mellizo, Felipe, siempre despeinado y con aire ausente. Felipe
observó la escena de las gentes alrededor del blanco ataúd, con todos los ojos
clavados en él, como si esperasen verle junto a su hermano muerto u ocupando su
lugar.
—Era tan bueno, un ángel del
Señor.
Sintió un escalofrío; se
desembarazó de los brazos de su madre dando un dubitativo paso hacia atrás,
indeciso. Perdido en un agobiante maremágnum de miradas y rezos en voz baja.
Incapaz de llorar, se ahogaba en lágrimas que no salían al exterior,
transformándose en acuosas manos invisibles que le apretaban desde el interior
de la garganta hasta ahogarlo. Sintiendo rabia, le dolía el alma y quiso
escupir el dolor. Tropezó con su
eminencia, el cual colocó su mano suave sobre su hombro, reteniéndolo en su
marcha atrás. Percibió la dureza del
anillo de esa mano a través de la camisa. De nuevo sintió un escalofrío cuando
aquella mano, más suave que la de su madre, le acarició la mejilla. Borrosos
recuerdos llegaron a su memoria que, aunque, olvidados, permanecían ocultos en
un lugar de su cerebro. No recordaba el
motivo por el cual, cada vez que veía al obispo, sentía un pavor inconsciente y
unas ganas inmensas de salir corriendo.
—Dios siempre se lleva a los
mejores —escuchó a sus espaldas, de nuevo, la voz del ilustrísimo obispo, que
de la misma manera lo empujó para que besase a su hermano—. Dios elige a los
mejores para llevarlos a su lecho. Tu hermano era muy bueno y Dios misericordioso
lo quiere a su lado…
Felipe, entonces, giró la cabeza
mirando al señor obispo con ojos de culpa. Su eminencia se agachó y lo miró
fijamente a los ojos, sonriendo y moviendo la cabeza de un lado a otro, como si
leyese el pensamiento del chiquillo.
—Tú, sin embargo, no eres bueno,
no tienes fe en Dios. En todas las familias siempre hay un garbanzo negro y el
demonio te ha elegido a ti. Tú tienes la culpa de la muerte de tu hermano…
Es cierto. Se siente culpable,
cree es tal y conforme lo dice el señor obispo, tal y conforme se lo había
dicho su padre. Sin embargo, a su padre lo teme, al obispo no, a pesar de
entrarle esos extraños escalofríos cada vez que lo veía. El obispo sonrió y él
dio un paso hacia atrás y con toda su rabia le propinó una patada en la
espinilla a su eminencia. Este fue su primer desencuentro, consciente, con la
Iglesia, aunque no con su padre. Felipe no era un niño normal, era raro, no
encajaba en aquella familia de normas estrictas. Con una doble y extraña
personalidad, hasta la enfermedad de su hermano mellizo, muy unido a él, más
que mellizos, parecían un solo ser. Ajenos al mundo que les rodeaba, lo mismo
se encerraban en la biblioteca materna que se iban sin decir nada a nadie a
tirar piedras al río, coger cangrejos y hacerles mil diabluras, o juntarse con
los hijos de los jornaleros para tirar piedras. No fueron dóciles ninguno de
los mellizos, pero siempre él se llevaba las culpas, porque su hermano desde
que nació, todos daban por hecho que se moriría pronto, todos menos él. Tras la
patada al obispo, salió corriendo como alma que lleva el diablo. Dudó si
marcharse de nuevo al río o esconderse en la biblioteca. Al final se encerró en
la biblioteca porque sabía que, de irse al río, se subiría a un viejo olmo seco
y desde allí se tiraría al agua. Sintió miedo, no se reuniría con su hermano
porque su hermano iría al cielo y él directo al infierno. Se escondió debajo de
la gran mesa de la biblioteca. Su padre sabía que lo encontraría allí y poco
faltó para que al día siguiente la familia terminase enterrando a los mellizos
de la paliza que recibió el chiquillo. A pesar de todo, se negó a salir de la
biblioteca. Su padre le encerró con llave, dejándolo hasta después del sepelio
sin comer, ni cenar, con la espalda y las nalgas en carne viva, con el cinturón
marcado como si fuese la tela de un colchón y sin permitir que entrase su
madre.
Su madre terminó por entrar,
consolándolo. Es la única que lo comprende. Fue ella quien le enseñó a
refugiarse entre las páginas de los libros. Su madre inició pronto el camino al
camposanto, seis años después de que lo hubiera hecho su hijo. Cuando el
retraído y a la vez rebelde Felipe estaba a punto de cumplir los diecisiete
años. Los seis años que transcurren desde la muerte de su hermano a la muerte de
su madre se convierten en un auténtico infierno para el chiquillo. Le
angustiaba la ausencia de su madre, pero también no poder verla, a pesar de
saber que se estaba muriendo en un hospital de Madrid. Los médicos daban por
hecho que no viviría, por mucho que don Pascual, su padre, siendo como era un
rico terrateniente, pensase que el dinero y los rezos podrían obrar milagros:
—Yo por mi mujer lo que haga
falta —acostumbraba a decir.
Una noche de abril, Felipe
despertó sobresaltado, seguro de que su madre habría llegado de Madrid. No
podría ser de otro modo. Ya no era un crío y sabía lo que ocurría cuando los
muelles del somier crujían en el cuarto de sus padres. Y esa noche crujían. Se
levantó de un salto de la cama.
—¡Madre!
La alegría se congeló en sus
labios. No puede ser, estuvo leyendo el último libro que le trajo de Madrid
hasta después de la medianoche, «Veinte poemas de amor y una canción
desesperada», de un entonces, para él, desconocido poeta chileno, Pablo Neruda.
Mas no tiene dudas, escuchaba con claridad los muelles del somier y, además,
los gemidos de una mujer en el cuarto de sus padres. Salió de su cuarto en
silencio. Por debajo de la puerta se adivinaba una luz tenue, lo cual le
confirma que no es su madre quien está en la habitación. Sus padres siempre
hacían el amor a oscuras. Intenta mirar por la cerradura, el quinqué deja ver
con claridad a Caridad, la mujer del capataz, cabalgando sobre el
terrateniente. Indignado, abrió la puerta, y de su boca salieron las peores
palabras nunca pronunciadas a lo largo de su vida. De un empujón, su padre tiró
a la muchacha al suelo y, desnudo, saltó de la cama con el cinturón en la mano,
comenzando una paliza que jamás olvidaría. La cual le dejó varias cicatrices,
sobre todo en la cara, que el tiempo terminó borrando; aunque, a él nunca
dejaron de escocerle.
Trajeron a su madre para morir en
su casa, cuando él todavía tenía visibles las cicatrices de la paliza recibida.
No quiso decirle a su madre el motivo, sin embargo, ella lo sabía.
—Tú no entiendes de eso. Eres
diferente. Tu padre es muy hombre y un hombre que es muy hombre, como lo es tu
padre, necesita una mujer todas las noches en su cama. Yo no puedo dar a tu
padre lo que necesita.
—Y yo, madre, no puedo
consentirlo —se atrevió a contestar a su madre.
Un muchacho como él solo podía
tener un camino: el sacerdocio. Ya lo había decidido su padre. Se lo había
prometido al señor obispo. Felipe se había convertido en una auténtica
pesadilla para don Pascual y para su amante. Desde siempre, Felipe fue
aficionado a cantar y recitar poesías. En no pocas ocasiones era el encargado
de leer el misal en la iglesia de Juncos. Su padre, en concordancia con el
señor obispo, se lo habían impuesto como castigo a su rebeldía, que siempre fue
en aumento conforme avanzaba la adolescencia. Lo que nunca pensó don Pascual
que fuese a llegar hasta el punto que llegó. Cuando Caridad, la mujer del
capataz, después de haber recibido la Sagrada Forma en su boca, pasó al lado de
Felipe, este soltó, delante de su marido:
—Aquí está el camino de la mujer
adúltera: ha comido y se ha limpiado la boca y ha dicho: No he cometido mal
alguno…
Fueron muchos quienes le
escucharon, el capataz se contuvo por ser quién era. Fue la gota que colmó el
vaso de la paciencia de su padre. Recibió su tercera gran paliza, que estuvo a
punto de costarle la vida. Si no ocurrió, fue porque su madre se puso por
medio.
—El que detiene el castigo a su
hijo aborrece. Mas el que lo ama, desde temprano lo corrige —replicó don
Pascual ante la intromisión de su mujer—. No le gustan las sentencias bíblicas,
que se las aplique, que a mí no me vuelve a dejar en evidencia. Aunque, este,
ni a correazos ha de entrar en razón.
Unos días después emprendió su
viaje hacia el seminario de Cuenca. La decisión estaba tomada: Felipe sería
sacerdote, sus hermanos Braulio y José María estudiarían derecho, y, por
último, su hermana Elvira, a sus cosas de mujer.
—Que las mujeres no necesitan
saber leyes, con saber guisar, coser, cuidar de su hombre y chiquillos sobra
—sentenció don Pascual.
Con diecinueve años, su padre le
dio el último golpe con el cinturón. Fue cuando se escapó del seminario,
después de la muerte de su madre. No esperó el segundo golpe, agarró el
cinturón y mirando a su padre a los ojos fijamente, le replicó enojado, pero
sin alterar su voz:
—Si me vuelve usted a poner la
mano encima, le juro por su Dios y por todos los santos del firmamento que es
lo último que hace en su vida, acuérdese bien de estas palabras, padre.
Su padre creyó que realmente su
hijo sería capaz de matarlo. Fue tal su mirada que sintió por primera vez miedo
a morir. Accedió, no sería sacerdote, ya no era aquel tímido adolescente que se
marchó al seminario. A don Pascual todavía le quedaban armas para que
recapacitara, ya que tampoco estaba dispuesto a estudiar. Trabajaría en el
campo, pero no como el hijo del amo.
De nuevo, decidió castigarlo y
ponerlo a trabajar como un jornalero más para que reconsiderase si valía la
pena. Lejos de amilanarse, se convierte en uno más, a pesar de ser el hijo del
amo. Felipe es un amo con el que hablan, cantan, se emborrachan y conspiran los
jornaleros. Se hace un experto en el
cuidado de la viña. Limpia el monte y le saca producto, más allá de la leña
para calentarse la familia, comienza a utilizarlo como coto de caza, a cortar
leña, vender en los pueblos vecinos, escasos de monte y de leña. El
terrateniente, tras la muerte de su esposa, cansado de Caridad, continúa su
peregrinaje del prostíbulo al confesionario. En los últimos tiempos se ha
aficionado a los viajes a Madrid y termina contagiándose de sífilis, así
comienza su declive físico. Don Pascual, tras lo que considera un castigo
divino, deja los rezos de lado, necesita médicos y se traslada, casi de manera
permanente, a Madrid. De este modo, Felipe queda como cabeza de la hacienda,
con su padre enfermo y sus hermanos estudiando en Madrid. Tan solo su hermana
se queda en Juncos a su lado, ejerciendo de señorita que aspira a casarse con
el médico que, por primera vez, tenía consulta en el pueblo. No resulta fácil
para don Pascual confiar en Felipe a pesar de su incapacidad y enfermedad.
Desde el primer instante discrepa del modo como lleva a cabo su hijo la administración
de la hacienda:
—Manos blandas para el trato con los
jornaleros — dice—. Les das la mano y se toman el brazo, ya se espabilará si
Dios quiere —comentó resignado en más de una ocasión.
No le queda otro remedio; sin
embargo, contra lo esperado, mejora los resultados. El monte infrautilizado
como coto de caza lo transformó en una fuente de ingresos, comenzando a vender
leña por toda la comarca. Felipe no es un terrateniente más. No es un señorito,
se convierte en un jornalero más: corta leña, labra, vendimia o siega como
cualquier otro. Su padre nunca llegó a coger una hoz ni tampoco ninguno de sus
hermanos.
—¿No me dijo usted que tenía que
ser uno más? Pues eso soy, padre, eso soy —argumentó Felipe.
Es con el contacto con el duro
trabajo del campo cuando se produce el gran cambio. Felipe continuaba siendo un
joven rebelde, a pesar de ello, no deja de ser un muchacho retraído, en
apariencia formal, un muchacho de familia acomodada que asiste a las reuniones
de Acción Católica y que va a misa domingos y fiestas de guardar, cada vez de
manera más espaciada en el tiempo, demostrando de forma más clara sus
desacuerdos con las ideas de su padre.
Un día descuelga una vieja
guitarra y comienza a tocarla sin nociones de música. Uno de los jornaleros lo adiestra,
y pronto comienza a cantar, a cantar mal, pero a cantando mucho para compensar.
Al mismo ritmo que aprende a tocar la guitarra, se acerca más a los jornaleros,
separándose de sus amigos de siempre, de Acción Católica y de la Iglesia. Se transformó en el amo a quien nadie teme y
el amigo y compañero de los jornaleros, que unos por interés y otros por
verdadera amistad lo quieren tener como tal y alternar con él. Con ese cambio
de amistades, pronto comienza el cambio, se transforma en un joven muy alegre y
despreocupado, que alterna con los jornaleros y no se relaciona con sus
iguales. Deja de ir definitivamente a la iglesia influido por sus nuevos
compañeros. Don Pascual termina resignándose a que no vaya a la iglesia. Él,
con su enfermedad avanzando, igualmente está perdiendo la fe, de nada sirvieron
misas y vigilias por su hijo o por su mujer, tampoco las generosas donaciones
al obispo. Sin embargo, quisiera que su hijo la tuviera. No obstante, él se ve
incapaz de enderezarle. No tiene fuerzas para intentar convencerle de algo en
lo que él comienza a dudar. Por otra parte, el terrateniente admira la manera
con la que consigue «sacarles el estaño» a los jornaleros, sin amenazas, basta
con decirles «vamos, esto lo tenemos que acabar hoy», para que todos se
vuelquen en la faena, saben que luego tendrán su recompensa, unas veces
sabiéndolo don Pascual y otras sin saberlo.
—Quien trabaja debe cobrar un
jornal justo, así trabajará más y mejor —le replicó a su padre en cierta
ocasión que le recriminó haberles dado más de lo estipulado.
Él siempre fue partidario de la
mano dura y medidas drásticas, pero comprueba con sus ojos, que su hijo lleva
razón. Lo que peor lleva el viejo terrateniente es que Felipe haya abandonado
las amistades de antaño, ya no va con Mariano Echaniz, ni Jacinto Posadas,
hijos de familias acomodadas, con las que siempre ha tenido buena relación. Por
si fuera poco, no solo iba de borrachera con los jornaleros, sino que de vez en
cuando iba a la Casa del Pueblo a conspirar contra la gente de bien, a ganarse
la antipatía de todos aquellos que son sus iguales.
Capítulo 2º
El señorito y su
hermano El Jilguero
Año 1934
Nunca se conocen los recovecos
del destino, ni dónde nos pueden llevar; tampoco el caprichoso futuro se puede
adivinar, bajo qué sombra vamos a encontrar reposo, ni de qué ojos nos vamos a
enamorar. Felipe abominaba toda posibilidad de cualquier relación que pudiese
atarle. Nunca le habían conocido novia hasta el punto de que hasta su propio
padre lo consideraba un muchacho raro.
—Cualquier otro ya habría tenido
veinte novias, es que no vas ni de putas —le recriminó su padre—, sólo de borracheras. ¿No te llama ninguna muchacha la
atención?
—¿Para luego acostarme con putas?
Como hacía usted.
—Es lo que hacen los hombres, los
de verdad. Es lo que mueve el mundo y lo que necesitas, más que los cuartos. Un
día voy a quemar todos los libros…
—Me tendrá que quemar a mí con
ellos.
—Tú tontea, que soy capaz de
quemarlos contigo dentro, todo antes que tener a un hijo marica.
—Yo no soy marica.
—¿Entonces qué coño eres? ¿Un
flojo? Para eso metete a cura, ¿por qué te escapaste del seminario, para estar
como un monje de clausura entre libros o borracho entre gente baja?
—Para hacer lo que me dé la real
gana, y esa gente, que usted llama baja, es la que le da de comer, a usted y a
todos los vagos como…—no terminó la frase Felipe.
Su padre alzó la mano, pero se
contuvo, recordando la amenaza de su hijo, tras escapar del seminario.
La inquietud o las dudas que
tenía el padre la compartía su hermano Braulio, el cual a muchas muchachas
había rondado y otras le habían rondado. Los dos hermanos eran un buen partido
para cualquier muchacha. Braulio era el típico señorito, altivo, pagado de sí
mismo y, además, guapo y elegante. Felipe parecía tan sólo preocupado por las
labores agrícolas, pasar el rato con los jornaleros emborrachándose y al llegar a su casa, meterse en la
biblioteca de su madre, y entre las páginas de los libros, leer y soñar con una
mujer a la que darle su amor, como si se tratase de un tesoro único que debía
encontrar entre la tinta impresa. En ocasiones, tras leer algún poema, se
quedaba como contemplando las musarañas, pensando o soñando con esa mujer única
a la que dar su amor.
—¡Dios mío, paciencia! —Exclamaba
su padre cada vez que lo buscaba, sabiendo que lo encontraría allí, embobado,
leyendo o mirando a cualquier punto indeterminado de la sala.
Unos extraños ojos verde
esmeralda sacaron de dudas a todos. Fue casi a finales del verano cuando el
maestro don Jaime Flores llegó a Juncos con su familia. Felipe lo conocía desde
el principio de la primavera, cuando el maestro estuvo al frente de las
Misiones Pedagógicas para buscar la que debía ser la ubicación de la nueva
escuela que había decidido construir el Gobierno de la República en Juncos. El
maestro había intentado convencer a los campesinos de la necesidad de
escolarizar a sus hijos. Campesinos reacios a desdeñar una mano de obra que
ayudaba al sostenimiento de la economía familiar. El edificio escolar se ubicó
fuera del casco urbano, en una de las eras cercanas al mismo, apenas a unos
cincuenta metros de la casa más próxima. Esta ubicación tenía sus
inconvenientes, aunque, del mismo modo, sus ventajas. Lo importante, a pesar de
ciertas reticencias, era construir la escuela.
Don Jaime llamó con dos golpes
secos, con la anilla de la aldaba en forma de caballo de la puerta principal de
la casa de don Pascual. Fue una de las puertas del corral la que se abrió,
saliendo aquel joven que él conocía. Se saludaron sonrientes, al tiempo que el
profesor arrugaba la nariz debido al fuerte olor a estiércol que salía por la
puerta entreabierta del corral. Incluso, el mismo joven llevaba estiércol
pegado a los pantalones. No obstante, el maestro educadamente extendió la mano
que el joven rechazó:
—Don Jaime, perdone usted que no
le dé la mano. Estamos sacando el estiércol de las cuadras —se disculpó
enseñando las palmas de sus manos. Cambiando de conversación. ¿Al final
tendremos escuela?
Don Jaime, asintió con la cabeza,
dudando. Creyó reconocer, más por la voz que por el aspecto, al joven campesino
que tanto ahínco puso en la Casa del Pueblo, en la necesidad de que los
jornaleros y el ayuntamiento apoyarán la construcción de las escuelas. Entonces el viejo profesor pensaba que se
trataba de un jornalero más. No sabía su nombre, aunque sí su apodo «El Jilguero».
Don Jaime, al recordarlo, insistió en darle la mano y esto obligó a que el
muchacho intentara limpiárselas con la camisa. Estrecharon sus manos de manera
afectuosa, como cuando el maestro en la Casa del Pueblo le dio las gracias por
hacer entrar en razón a algunos campesinos que alegaban que necesitaban las
manos de sus hijos para las labores agrícolas. Terminados los cumplidos, el
profesor fue al grano.
—Jilguero, quiero hablar con tu
amo.
—Amigo profesor, yo soy el amo
—contestó él.
El maestro se echó hacia atrás.
Sí, sin duda, era la casa que le habían indicado, además se notaba una casa
señorial con escudos de antiguas hidalguías o incluso señoríos de piedra en la
fachada. Él era un buen fisonomista.
— ¿Tú eres don Pascual? —preguntó
algo perplejo.
—No. Yo soy Felipe, su hijo, para
servir a Dios y a usted, don Jaime.
—Perdona, debo haberme
confundido, pensaba que eras uno que llaman el Jilguero. Un jornalero que dicen
que es medio poeta, te he confundido con él —enfatizó el maestro la palabra
poeta, no queriendo utilizar esa otra que tenía que ver con la presunta
tendencia sexual que algunos le atribuían a Felipe, aunque no hubiera nada que
lo indicara.
Felipe no puede evitar echarse a
reír casi hasta que se le saltaron las lágrimas.
—No haga usted mucho caso de las
apariencias, que la gente habla mucho. Jilguero me llama la gente porque canto
mal, pero canto mucho para compensar. Lo de poeta pertenece a otra canción que
se empeñan en adjudicarme inmerecidamente…, que por esa senda nunca he ido, y
jornalero nunca he sido —responde captando el tono.
—Dicen que escribes y recitas
versos, y eso lo hacen los poetas —El maestro se disculpa, intentando
enmascarar la verdadera intención de sus palabras.
—Dicen tantas cosas. No haga usted
caso de la gente y menos de quienes sin saber, hablan más de la cuenta. ¡Por
Dios! Que usted es maestro — dice Felipe con ironía, para ponerse después
serio—. Aunque supongo que usted no ha venido a hablar de poesía...
—No. Hombre, no. Me han dicho que
don Pascual, tu padre, sirve la mejor leña de encina de la comarca...
—Sí y no. Nosotros servimos la
mejor leña de encina. Aunque debo decirle que mi padre nunca empuñó el hacha,
ni tuvo callos en las manos —contestó con cierta sorna Felipe enseñándole las
manos encallecidas al maestro —él es el señorito, el amo, y yo el hijo del amo
que trabaja como uno más.
Al maestro le extrañó esa
referencia de Felipe a su padre, con un tono casi peyorativo en el modo de
pronunciar la palabra señorito. Resultaba evidente que el amor entre padre e
hijo dejaba bastante que desear. Al final, el maestro terminó por encargar dos
cargas: una para las aulas y otra para su casa, en la cual vivía la familia del
mismo, en un edificio anejo a la misma.
Junto a dos jornaleros, Felipe se
puso manos a la obra para cargar dos galeras de leña. Cuando estaba la primera
galera cargada, apareció su hermano Braulio elegantemente vestido, como ya era
habitual en él. Había llegado unas semanas antes de Madrid después de terminar
el último año la carrera de derecho. No era intención suya ejercer de
picapleitos, lo que realmente ansiaba era servir a la patria, para lo cual en
septiembre comenzaría su andadura en la Academia Militar de Toledo. Braulio
nunca pisó un barbecho, ni cortó ni cargó leña. Él era un señorito con todas
las de la ley, sólo iba al pueblo a presumir, cual pavo real. Una vez
estuvieron las dos galeras cargadas, se ofreció a acompañarlo, provocando
extrañeza en Felipe.
—¿Con esa ropa?
—Yo no voy a descargar ceporros,
para eso están los destripaterrones que llevas y tú —respondió un tanto
altanero, señalando a los dos jornaleros que estaban terminando de atar las
cargas —. Voy porque me han dicho que la maestra tiene unos ojos que quitan el
sentido, aunque, no sé para que te digo nada, si tú de eso no entiendes.
—¿Ahora andas con mujeres que
pueden ser tu madre? — respondió con cierta sorna Felipe, ignorando
deliberadamente las palabras de su hermano —. Señoritooooooooo.
—No, hombre. La maestra, no es la
mujer del maestro, es la hija del maestro. Padre quiere que me quede dos o tres
semanas. Tendré que buscarme compañía...
—Lo que es no tener nada que
hacer. Anda, sube don Juan, que sólo piensas en doña Inés.
—A mí déjame de comedias, yo las
mujeres de carne y hueso, las de papel para ti.
Felipe trata a su hermano como a
un crío, aunque a esas alturas la niñez la habían dejado mucho tiempo atrás
ambos. Los diez meses de diferencia le hacen ejercer como hermano mayor. Al
llegar a la escuela, abre la puerta la hija de don Jaime, una joven sonriente y
agradable. A simple vista, se aprecia
que es una muchacha de ciudad, tanto por su vestido como por sus cabellos
recortados, sólo un poco más largos que los hombres, también por sus gestos y
modo de saludar. Lleva un plumero en la mano y los cortos cabellos recogidos en
un pañuelo, que no evita que algunos se escapen, húmedos de sudor por la
frente. Felipe la encuentra guapa; sin embargo, no lo suficiente para que su
hermano esté dispuesto a doblar el espinazo descargando leña. Hay algo que le
llama poderosamente la atención: sus ojos verdes, grandes y ligeramente
rasgados
—Disculpe, señorita, el
atrevimiento. Antes de descargar la leña, debo decirle una cosa, y no se
moleste usted —dice Felipe exagerando el gesto, tratando de imitar la forma de
hablar de su hermano —. Tiene usted los ojos más hermosos que los trigos del
amanecer…
— ¿Del amanecer? —le corta Braulio molesto, por lo que él
considera una intromisión—. Y del mediodía y de la tarde…
—No, hermano. no. Mucho estudiar
para ser un ignorante. ¿Pero tú qué vas a saber si nunca te has levantado al
amanecer? Al alba, los trigos brillan por el rocío de la mañana, al mediodía se
agachan por el sol y por la tarde parecen marchitos. A la vista está, a la
señorita maestra le brillan los ojos como esmeraldas o como los trigos al
amanecer.
La maestra ríe y al reír, dos
pequeños hoyuelos se dibujan en sus pómulos, al tiempo que hace un mohín
gracioso. Queda más deslumbrado Felipe que Braulio, acostumbrado este a las
chicas madrileñas de la alta sociedad con las que se codea, maquilladas y con
elegantes vestidos. María no le deslumbra, incluso, piensa que no es tan guapa
como le habían dicho. No obstante, en aquel pueblo es lo más parecido a lo que
él entiende por una mujer como Dios manda.
—Anda, vamos a descargar —lo
apremia Felipe.
—Eso, eso, sal tirando a
descargar leña, que para eso has venido — replica Braulio.
Felipe refunfuña algo, acepta con
naturalidad que ni su hermano ni el resto de la familia trabaje en las tareas
propias de los jornaleros. Se pone manos a la obra junto con los dos jornaleros
que ya habían comenzado a desatar la carga, aunque no pierde de vista a Braulio
y a la muchacha. Ella, cada vez que pasa Felipe por su lado, habla de continuar
con la limpieza poniéndose a limpiar. Felipe puede ver a través de los
ventanales como Braulio va tras la maestra mientras pasa el trapo o plumero por
los pupitres o muebles. Braulio se vende, se considera guapo y culto, alardea
de ser ya abogado, mientras ella limpia, aunque de vez en cuando se detiene
para escucharle y reírle las palabras que, entonces él vuelve a repetir.
—Abrir una escuela aquí es como
querer sembrar trigo en un pedregal, son ignorantes por naturaleza.
—En ese caso, ¿de dónde salen
abogados… como usted?
—No se equivoque usted. Yo no soy
un labriego, ni mi padre, ni mi abuelo…
—¿Y su hermano?
—¿Acaso no se nota?
Braulio señala a través de la
ventana a su hermano, que en esos momentos lleva una carretilla de troncos.
—¿El Jilguero es tu hermano? —Se
escucha la voz del maestro, que en esos momentos entra por la puerta.
—¿El jilguero? ¿Todavía le llaman
así? Supongo que será mi hermano. Lo pondría en duda de no ser porque, como
dice mi padre, jamás dudaré de la honestidad de mi madre, que Dios tenga en su
gloria. Siempre tiene que salir un garbanzo negro, negro o... —contesta Braulio
sorprendido con la entrada y pregunta del maestro, cesa la frase al notar la
desaprobación de don Jaime Flores.
—Realmente, no os parecéis en
nada, al menos a simple vista… —Mira con cierta sorna a Braulio, bien plantado
y mejor vestido, un señorito. «Un picaflor», piensa el maestro, mientras añade
—: sin dudar de la honestidad de tu madre.
—Muchas gracias.
—No, mozalbete, no. Te equivocas,
no os parecéis en nada, aunque si yo fuese mujer y tuviese que elegir, me
quedaría, por lo poco que le conozco y sin conocerte a ti, sólo con escucharte,
sin conocer a uno ni a otro, le elegiría a él…
—¡Padre! —protesta María.
Puedes comprar la novela Magdalenas sin azúcar AQUÍ
No hay comentarios:
Publicar un comentario