El «simpa»
En el bar Arenas no fueron muchos los «simpas» que se
produjeron, al menos que yo sepa. Podemos presumir, por tanto, que la gente de
Benicalap somos gentes honrada, salvo raras excepciones, que también las hay.
Por supuesto que teníamos un cuaderno al que llamábamos irónicamente «la joyería».
Se trataba de una libreta, atada con un cordel, donde se apuntaban las deudas
de los clientes que dejaban la cuenta pendiente de cobro, por una u otra
circunstancia, y que normalmente terminaban pagando. Pero lo que ahora se llama un «simpas»,
marcharse sin pagar, muy rara vez.
No obstante, hubo un «simpas» que jamás olvidaré por su
originalidad.
A media mañana llegó un hombre de unos cuarenta años, como se
suele decir, «de aspecto normal». Era un cliente desconocido que como tantos
otros se acomodó en la barra con intención de almorzar, bien almorzado. Tras inspeccionar
bien la surtida barra, pidió una cerveza y una ración de sepia a la plancha y
un bocadillo de anchoas con rodajas de tomate, nada extraordinario, por otra
parte. Mientras que le ponía mi hermano la ración de sepia, me preguntó la hora
y tras contestarle:
—Joder con Luis, hemos quedado a las once y ya son las once y
cuarto. No sé su pedirle otro bocadillo, no creo que tarde…¿qué suele pedir él?
— Pues no lo sé, ¿qué Luis? —le pregunté.
—Joder, Luis, me ha dicho que viene casi todos los días.
—Será Luis, el pintor —dijo mi hermano.
—Claro, Luis, el que vive ahí enfrente, que es de Teruel, que
le llaman el pintor —apuntó un cliente.
—Sí, claro, ese, de Teruel, sí le llaman el pintor. Porque
claro, es pintor. Tenía que estar ya
aquí, he quedado a las once…tengo que dejarle una máquina de gotelé… Ponme
también una tapa de morro y unas bravas, que voy con prisa y vamos adelantado.
Si se enfría que se enfrié. Otro día que
venga más pronto.
A la sepia, las bravas y el morro siguieron unos montaditos,
todo con sus correspondientes cervezas, su café y su copa de Magno. A todo esto,
sin cesar de quejarse por la tardanza de Luis, el pintor. Por aquel entonces los móviles eran muy raros,
pero algunos tenían aquellos «ladrillos» que llevaban en una funda como
si fuesen pistoleros. La cobertura en el interior de los locales era mínima,
por lo que salió a la puerta a supuestamente hablar con Luis, el pintor.
—El cabrón, que se ha saltado un semáforo y lo han pillado los
municipales. Ya viene, pero le he dicho que yo no puedo esperar más, que llevo
desde antes de las once y son las doce y media… ¿puedo dejar la máquina que le he
traído? No es muy grande.
—Por supuesto, sin problemas.
—¿Dónde la puedo dejar?
Le señalamos un rincón detrás de la puerta, al otro lado de
las máquinas tragaperras.
— ¿No se la llevará nadie? ¿Verdad? Vale más de cuarenta mil
duros.
—No, no que va, aquí todo el mundo es gente honrada —mi
hermano o yo le contestamos.
—Sacarme la cuenta, que voy al coche a por ella.
A todo esto, derramaba cordialidad y campechanía por cuatro
costados. Uno de nosotros se puso a
hacer la cuenta y otro a servir al resto de los clientes.
En esas llegó, como casi todas las mañanas Luis, el pintor,
con intención de almorzar. No había quedado con nadie, por lo que no tenía ni
idea de quién podía ser.
Había pasado más de cinco minutos, y entonces nos dimos cuenta
de que nos había tomado por pardillos. No lo volvimos a ver, y por desgracia, creó
en nosotros desconfianza.
©Paco Arenas
©Historias de Benicalap
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