No fueron muchos los “simpas” que se produjeron en Benicalap, al
menos que yo sepa. Podemos presumir, por tanto, que los benicaleros somos
gentes honrada, salvo raras excepciones, que también las hay. Por supuesto que teníamos
un cuaderno al que llamábamos irónicamente “joyería”, que era donde se
apuntaban los pagos de clientes que dejaban la cuenta pendiente de cobro, por una u otra circunstancia,
y que normalmente terminaban pagando.
Pero eso de pedir, almorzar, comer o cenar y marcharse sin pagar, muy
rara vez.
No obstante hubo un “simpa” que recordaremos siempre por su
originalidad.
Llegó a media mañana un muchacho
de aspecto normal, un desconocido cliente que como tantos otros se acomodó en
la barra. Estuvo inspeccionando la barra, pidió una cerveza y una ración de sepia,
nada extraordinario, por otra parte. Mientras que le ponía mi hermano la ración
de sepia, me preguntó a mí por Luis.
— ¿Qué Luis? —Le pregunté yo.
—Joder, Luis, me ha dicho que
viene casi todos los días aquí. He quedado con él a las once y ya son las once
y cuarto…
—Como no sea el pintor —dijo mi
hermano.
—Será Luis, el que vive ahí
enfrente que es de Teruel, que le llaman el pintor —apuntó un cliente.
—Sí, claro, es de Teruel, le
llaman el pintor. Pero tenía que estar ya aquí, he quedado a las once. Ponme
también una tapa de morro y unas bravas, que voy con prisa y si se enfría que
se enfrié. Otro día que venga más
pronto.
A la sepia, las bravas y el morro
siguieron unos montaditos, todo con sus correspondientes cervezas, su café y su copa. A todo esto sin cesar de
quejarse por la tardanza del tal Luis el pintor. Hace como que realiza una llamada desde el teléfono
de monedas que teníamos en la barra, los móviles no existían.
—El cabrón no me lo coge. Estará
a punto de llegar. Mira, vamos a hacer
una cosa, yo le dejo aquí la máquina de gotéele
y, que la recoja el después. Yo no puedo esperar más. ¿Dónde la puedo
dejar?
Le señalamos un rincón detrás de
la puerta, al otro lado de las máquinas tragaperras.
— ¿No se la llevará nadie? Vale
más de cuarenta mil duros.
—No, no que va, aquí todo el
mundo es gente honrada —o mi hermano o yo le dijimos.
—Sacame la cuenta, que voy
al coche a por ella.
A todo esto derramaba cordialidad
y campechanía por todos lados, uno de nosotros se puso a hacer la cuenta y otro
a servir al resto de los clientes…, también caradura, no lo volvimos a ver. Y
por supuesto que Luis, el pintor, que nosotros conocíamos no tenía ni idea de
quién podía ser, ni tampoco había quedado con él. pecamos de pardillos.
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