Era una cálida tarde estival cuando el retratista llegó con
su mastodóntica cámara al mirador de la Divina Pastora. Nosotros estábamos jugando
ajenos a lo que se nos venía encima. Lo miramos con curiosidad sin sospechar
que nos cazaría con su objetivo. No recuerdo quien tomó la decisión, creo que
fue Angelina, la tía de mis sobrinas Loli y Ángeles. Lo cierto es que ninguno
de los cuatro queríamos salir en la foto. Nos llevaron al patio de la casa de
Aurelia y Julián, El Rojo de Soplaeras, suegros de mi hermana Dolores y abuelos
de mis sobrinas, a la vez consuegros, camaradas y compañeros de noches de
radio, de mis padres. Cómo recuerdo
aquellas noches de radio escuchando a Dolores, ver desde la cama aquellos
hombres curtidos, derrotados; pero ni vencidos ni convencidos, soñando
alrededor de una radio, que traía voces de esperanza a través de la onda corta
del dial.
Luisa se enfadó, y alguna lagrimilla soltó, Loli, con su
pirri, tuvieron que darle una gran rosa artificial, a pesar de estar el patio
lleno de rosas y claveles naturales, también lloró, Ángeles, disgustada, y yo
que tampoco quería salir, dos fiebres en el labio tenían la culpa, y el
retratista:
—No te pongas la mano en el labio. Si ya es difícil retratar
a un chiquillo, mucho más a cuatro, que además no paran de moverse.
La foto, el retrato se hizo, para disgusto, entonces de los
cuatro, ahora, ¡qué bonitos recuerdos!
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