Hoy me subí al tejado, ya que no
tengo alas para volar, quería despedirme del penúltimo ejemplar que queda en
mis manos de Los manuscritos de Teresa Panza.
No he podido menos que emocionarme,
Los manuscritos de Teresa Panza, cierran un ciclo que ha durado justo dos años,
con tres ediciones.
No sé lo que tardará la siguiente
edición, ni cuándo ni cómo, no creo que tarde mucho, pero será una segunda
vida, con algunas novedades, que ni yo sé exactamente.
He visto a una de mis gatas, a Luna, en el tejado de mi casa, y he recordado que teresa también corría por los tejado, como Luna.
Extracto de cuando en la novela
Teresa corría por los tejados:
“Aquella
noche me visitó la luna, a Dios gracias. Así que, aduciendo un fuerte dolor de
cabeza por desarreglos comunes entre las mujeres, siendo verdad, y a nadie
mentía, al menos esa circunstancia me consolaba, que no estando entera y
habiendo perdido el marido antes de la boda, no pariría un ochomesino. Lo que
nunca había hecho hice, con precaución me escapé por la ventana, para lo cual
hube de subir por un tejadillo, que me llevaba al tejado de mi casa, desde
donde podría contemplar el patio de la reina
mora, sabiendo que las ventanas daban todas al patio y por el mucho calor
que hacía las tendrían abiertas. No siendo muy diestra para andar como gata por
los tejados, poco faltó para que cayese de bruces desde una buena altura. Al
menos desde arriba me lo parecía. Llegado al final del tejadillo, había tres
diferentes alturas de tejado, dos de subida y una de bajada entre la casa de
los moriscos y la mía, donde debía bajarme. La altura me pareció considerable a
pesar de saber que era mi estatura y poco más, sentí miedo de saltar y en el
segundo tejado me hubiese quedado. Sin embargo, el destino es caprichoso. Inesperadamente,
el perro del morisco se puso a ladrar asustándome y saliendo ellos al patio de
la casa, más desnudos que vestidos y, yo en mi intento de no ser vista, caí
rodando para el lado contrario, dándome por reventada y sin vida.
No fue así por ventura, de haber caído para el patio o desviado mi caída para la calle no habría sido solo el tobillo lo que me habría quebrado, caí al suelo de la pequeña terraza que da a la solanilla donde se encontraba maese Miguel. Al caer, sin ser capaz de colocar bien los pies, noté crujir mi tobillo y ahogando un grito de dolor, para que no me escuchase nadie me incorporé agarrándome a la ventana de la solanilla, donde me puse a llorar como una María Magdalena, dolorida sin ser capaz de gozar de aquella hermosa noche estrellada. Esa noche hecha para el goce del amor, era otra la que gozaría a buen seguro. Terminé sentándome en la terraza, sin poder moverme por el intenso dolor. Se me ocurrió a la idea de tocar la ventana con los nudillos y, despertad a maese Miguel en caso de que estuviese durmiendo, ya que se adivinaba la luz mortecina de la vela y el olor a espliego que al calentar las espigas salía de la estancia, lo cual me confirmaba, que, o estaba despierto escribiendo, o se había dejado la vela encendida, gastando mecha y cera. En cada ocasión en que intenté tocar con mis nudillos la ventana, que él, a pesar del calor, mantenía cerrada, el dolor del tobillo me resultaba insoportable; además me enfrentaba a lo que ocurriría si tenía de ello conocimiento mi señora madre, someterme a su justicia me atemorizaba aún más que haberme quedado preñada de ochomesino, siempre que después me hubiese casado con Andresico. Permanecí así buen rato, con la esperanza de a ver si mientras tanto se me aliviaba el dolor del tobillo y podía regresar por donde había llegado. No obstante, ensayaba mientras tanto una provisión de palabras y razones que disculpasen mi huida. Solo era capaz de llorar y lamentarme y el dolor, que lejos de aliviarse, aumentaba por momentos. Tras un último intento por incorpórame, pegué un pequeño grito de dolor. Fue mi fortuna o mi perdición, suficiente para que el oído de maese Miguel…”
No fue así por ventura, de haber caído para el patio o desviado mi caída para la calle no habría sido solo el tobillo lo que me habría quebrado, caí al suelo de la pequeña terraza que da a la solanilla donde se encontraba maese Miguel. Al caer, sin ser capaz de colocar bien los pies, noté crujir mi tobillo y ahogando un grito de dolor, para que no me escuchase nadie me incorporé agarrándome a la ventana de la solanilla, donde me puse a llorar como una María Magdalena, dolorida sin ser capaz de gozar de aquella hermosa noche estrellada. Esa noche hecha para el goce del amor, era otra la que gozaría a buen seguro. Terminé sentándome en la terraza, sin poder moverme por el intenso dolor. Se me ocurrió a la idea de tocar la ventana con los nudillos y, despertad a maese Miguel en caso de que estuviese durmiendo, ya que se adivinaba la luz mortecina de la vela y el olor a espliego que al calentar las espigas salía de la estancia, lo cual me confirmaba, que, o estaba despierto escribiendo, o se había dejado la vela encendida, gastando mecha y cera. En cada ocasión en que intenté tocar con mis nudillos la ventana, que él, a pesar del calor, mantenía cerrada, el dolor del tobillo me resultaba insoportable; además me enfrentaba a lo que ocurriría si tenía de ello conocimiento mi señora madre, someterme a su justicia me atemorizaba aún más que haberme quedado preñada de ochomesino, siempre que después me hubiese casado con Andresico. Permanecí así buen rato, con la esperanza de a ver si mientras tanto se me aliviaba el dolor del tobillo y podía regresar por donde había llegado. No obstante, ensayaba mientras tanto una provisión de palabras y razones que disculpasen mi huida. Solo era capaz de llorar y lamentarme y el dolor, que lejos de aliviarse, aumentaba por momentos. Tras un último intento por incorpórame, pegué un pequeño grito de dolor. Fue mi fortuna o mi perdición, suficiente para que el oído de maese Miguel…”
©Paco Arenas
©Los manuscritos de Teresa Panza
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