viernes, 15 de marzo de 2019

Carlota y el pan






Eran tiempos de hambre y represión para las familias leales a la legalidad de la República. Los vencedores ejercían no solo una represión brutal, sino que condenaban a las familias de los republicanos al hambre de los republicanos al hambre sin ningún tipo de escrúpulos ni problemas de conciencia. El alcalde franquista se quedaba los cupones que le correspondían a la familia del Juan, el maestro depurado y represaliado y los repartía o vendía entre los afines a la dictadura.

A pesar de los cuatro chiquillos que había alrededor de la mesa, la casa estaba en silencio, con ocho ojos fijos en Elvira, que tras probar lo que hervía en el puchero, le añadió un poco de sal.
—Está ardiendo —musitó incorporándose sobre sí misma y mirando los anhelantes ojos de los cuatro chiquillos, que ya estaban esperando con la cuchara en la mano.
—Madre, tengo gana —dijo Manolín, agitando el cubierto.
—Hambre que espera hartura no es hambre ninguna —regañó Elvira, arrepintiéndose al instante de lo dicho, mirando ahora en dirección a la puerta —. Y este hombre sin venir.
De nuevo probó lo que había en el puchero, y lo apartó del fuego cogiéndolo con un paño de cocina, sin decidirse a dar los pasos que le separaban de la mesa. Las campanas de la Iglesia de San Felipe Neri daban la una del mediodía cuando la madre, por fin, derramaba el humeante cazo sobre los platos donde algo que parecían fideos nadaban a sus anchas.
—Yo sin pan no sé comer —protesto Mariana, metiendo la cuchara en el humeante plato.
—Pues comes. No nos quedan cupones —replicó la madre, maldiciendo por lo bajo para no ser oída.
Su marido, Juan, el maestro, había salido en dirección a la tahona, para ver si conseguía un pan fiado del tahonero. Tanto Elvira, su mujer, como Juan, sabían que le daban menos cupones que los que le correspondía de acuerdo al número de personas que había en la casa, y que luego el alcalde se los daba a quien él quería o los vendía al mejor postor; pero, Juan no era afecto al Régimen, no podía protestar, tampoco tenía dinero para pagar al alcalde el valor que pedía por cada cupón demás, y al tahonero, pobre hombre, le debía ya cinco panes, y si fuera él el único:
—Don Juan, mire usted, vea, vea…
El joven panadero todavía le llamaba don Juan, como cuando era maestro en las escuelas Aguirre, entonces no pedía el pan prestado.
—¿Qué es lo que tengo que ver Pascual?
—Miré usted don Juan —contestó dando una rápida ojeada alrededor para asegurarse de que nadie lo veía.
Sacó de debajo del mostrador una libreta cogida por un bramante a una alcayata clavada bajo el mostrador de madera. Dudó por unos instantes, finalmente le enseñó la libreta que en su tapa había escrito con letra casi ininteligible «Gollería», llamándole la atención esa extraña palabra, que él como maestro que era le resultó extraña. Estuvo a punto de preguntar, pero fue el panadero quien le sacó de dudas:
—Aquí, en la joyería apunto a los panes que me dejan pendientes el pago, la tengo llena, la joyería la tengo llena de pendienteees—alargó la palabra —, pero no de oro, sino de deudas.  Yo le daría un pan, como otras veces, pero ya los tengo reservados para doña Gertrudis y doña Eulalia. Además, si no pago, no me traen harina, ya sabe lo mal que está el asunto, don Juan. Pase usted mañana, a ver si puedo hacer algo…
—Miré, aquí está usted, tres panes…—señalando con el dedo donde ponía en lugar de su nombre ponía «er maestro y la Ervira».
—Son cinco los que te debo —observó el maestro. Malo que cometiese faltas de ortografía, pero en los números iba la ganancia, y sabía que tampoco le sobraba mucho.
—No, usted me debe solo tres, los que le doy los viernes —bajo la voz —, sin que se entere ni mi Jacinta, tampoco doña Elvira, ni mucho menos mi padre, menudo es, por Dios se lo pido. Se lo digo a usted porque es una persona de fiar, solo a usted, que yo también me la juego. Se me parte el alma con algunas buenas personas, y repizco una miaja de masa de cada pan. Unas veces me salen dos y otras tres, y esos, cada día de la semana se lo doy a una familia, sin que ellos sepan que es de balde. Cuando vienen a pagarme yo les digo cinco panes, siete panes, y si ellos tienen otra cuenta, algunos se callan porque les interesa, y otros me lo dicen, como usted. Entonces, yo les digo que están equivocados, que mi lapicero apunta la verdad verdadera…
—¿Tu lapicero apunta la verdad verdadera? —Sonrió el maestro.
—La mía sí. Yo, bueno, a mí se me parte el alma cuando alguien no me puede pagar, y más si es honrado, y me dice como usted me ha dicho: «mira Pascual que estás equivocado, que te debo seis y me cobras cinco», y yo le digo, «perdona, perdona, que son solo cuatro…» ¿Quiere usted creer que alguno hasta me discute? Otros me toman por tonto, ¿qué le vamos a hacer? Los pobres estamos para ayudarnos…—termina encogiéndose de hombros.
—Entonces… El mes pasado que te pagué dieciséis…
—Fueron dieciséis. No saque usted cuentas, por Dios, no saque usted cuentas. Es mejor, no vayamos a liarla, que las paredes a veces escuchan lo que no deben.
Juan agachó la cabeza, no sabía otra cosa que trabajar de maestro, aunque había intentado en otros trabajos, pero tampoco había muchos amos dispuestos a darle trabajo. En el verano medio trabajaba, pero en el invierno se las veía y deseaba. Aquel invierno había sido muy duro.  Le dio las gracias al joven Pascual, el panadero, justo cuando entraba la mujer del alcalde y la del médico, precisamente a quienes le había dicho el panadero que les tenía reservados los panes que le quedaban. El panadero sacó, para cada una de las mujeres, de la  trastienda,  dos hermosos panes de tres libras. A Juan se le abrieron los ojos más que los panes. Por unos instantes pensó en pedirles, por Dios, que le cediesen uno de aquellos panes. Su orgullo se lo impidió. Ya, en una ocasión le rogó a doña Eulalia que le pidiese a su marido, el alcalde, que le diese todos los cupones que le correspondían, o que al menos intentase que le volvieran a dar plaza en la escuela como maestro.
—Haberlo pensado antes de hacerte comunista…—le contestó la mujer del alcalde con desdén. 
—Doña Eulalia, yo no soy comunista…
—Eso lo decís todos, señal de que lo sois. Ahora te jodes, y reza para no ir al penal, que si mi marido no fuese un buen cristiano…
—Yo también soy un buen cristiano…
La mujer del alcalde lo miro con desprecio, y le cerró la puerta en las narices. Él agachó la cabeza. En los últimos meses  él y en otros muchos.  Eso era algo más de lo habitual.  Sabiendo que, a pesar de todo, era cierto, el alcalde evitó que pasase por la cárcel, lo avaló a cambio de los pocos ahorros que tenía la familia del maestro, lo cual le hacía estar en deuda permanente con el regidor.
 Juan se quedó fijo en aquellos panes que sobresalían por encima de las cestas tapados con un paño a cuadros, el aroma a pan recién cocido le llegó, sintiendo el ansia de arrebatar aquellos panes a la fuerza; sin embargo, les dio los buenos días y salió de la tahona.  Las dos mujeres ni le contestaron, giraron la cabeza para no mirarlo.
—¿Qué quería que le dieses el pan de balde? —Pregunto doña Eulalia al joven panadero.
—No, don José siempre paga…—titubeó Pascual.
—¿Don José? ¿Todavía le llamas don José?
—Es la costumbre, como fue mi maestro desde muy pequeño. Lo dicho, la costumbre…—se disculpó el panadero.
—A esa gentuza ni fiado, ni fiado —sentenció doña Eulalia.
—¡Mujer! —Protestó doña Gertrudis —fiado sí, esas criaturas no tienen la culpa que su padre sea rojo…
—Que lo hubiera pensado antes. Pascualete, lo que yo te diga, no te fíes ni un pelo de esa gentuza.
—No, no, yo sigo a rajatabla lo que mi padre me manda, quien no trae los cuartos por delante no se lleva ni un chusco de pan duro, faltaba más…—respondió el muchacho.
Juan, aunque escuchó la conversación, continuó su camino, sin saber si aquel día, o los que quedaban al mes, conseguiría algún cupón para dar de comer a sus hijos. Era martes y hasta el viernes no le correspondía un pan de los que el tahonero «repizcaba» para los pobres. Aceleró el paso en dirección a su casa con rabia contenida y «resignación», no necesariamente cristiana.   

***


—Por fin llegas —dijo Elvira a ver entrar a su marido, moviendo la cabeza al verle las manos vacías.  
—Sí, y sin pan, ¡mecagüen…! —maldijo el maestro mientras casi como una ametralladora soltaba al oído de su mujer todo lo ocurrido, mientras ella, escuchándole abstraída continuaba el reparto de la sopa.  
—Sabe a agua —protestó Pedro, alzando la voz por encima de su cabeza.
—No hay otra cosa —replicó el padre dándole una colleja al chiquillo —, collejas con fideos, es lo único que tenemos.
La madre lo miró, él se encogió de hombros, musitando para sus adentros:
—Si los conejos no se mueren con la hierba…
—Mira las vacas que hermosas que están —contestó su marido como si le leyese los labios.
La madre movió la cabeza de un lado a otro, y terminó repartiendo la sopa de fideos entre sus cuatro hijos y su marido, hasta quedar el puchero vacío y dos platos sin nada que poner, el suyo y el de la pequeña Carlota, «La Comino», por lo pequeña y espabilada que era, curiosamente no estaba en la mesa.
—Si acabo de verla ojiplática, cuando has dicho lo de los panes, te lo juro —dijo, como disculpándose ante su marido besándose el pulgar.
—No hace falta que lo jures, yo también la he visto ahora mismo —dijo él con extrañeza mirando la silla vacía.
Entonces miraron para todos lados. Carlota no estaba en la casa. Comenzaron a llamarla con grito ascendente los padres, seguida por la chiquillería, que; aunque, con hambre, lo primero era la su hermana. La buscaron hasta debajo de la cama, en el corral y en la cámara. No estaba. Elvira, asustada, fue la primera que salió a la calle, vio a lo lejos a doña Gertrudis hablando en animada conversación con doña Eulalia en las escaleras que suben a la Iglesia de San Felipe Neri. Ambas terminaron de subir la cuesta y se metieron en la iglesia. Entonces, pegado a la pared, Elvira vio un pan más grande que la chiquilla que lo portaba.  Asustada la madre, se echó las manos a la cabeza.
—¡Dios mío! ¡Santísima Virgen de los Dolores, la Pasionaria! —Llegó a gritar internamente sin sacar la voz al aire.
La chiquilla, como si hubiese escuchado el grito que su madre no pronunció, sacó su cabecita por encima del pan con cara de asustada, que al ver a la madre cambió por una sonrisa de oreja a oreja.  Estiró de un brazo de la chiquilla, provocando que se le cayese el pan, pero Carlota, no dejó que el pan tocase el suelo; no obstante, le dio un beso al tiempo que aceleraba el paso hasta su casa. 
 Al salir de la iglesia, doña Eulalia ni se percató de que en lugar de dos panes llevaba uno.
—Dios me da fuerzas, no hay nada como ser buena persona, Dios nos libera de la pesada carga —, llegó a pensar.
No se preguntaron si habían visto a la chiquilla o no coger el pan de la cesta de doña Eulalia, porque la chiquilla lo hizo con tal disimulo que ni la vieron. Al llegar a casa doña Eulalia entregó la cesta a Casilda, la sirvienta y ya no se preocupó de si llevaba un pan o dos. Quien sí que se extrañó fue Casilda, que también ella repizcaba pan del que podría llegar a sobrar, pero no dijo nada.
De todos modos, en la casa de Carlota «La Comino» ya habían destruido las pruebas antes de que las dos beatas salieran de la Iglesia, y como nadie había visto por la calle a un pan andando con dos flacas piernas…     
*Esbozo de © Carlota y el pan, uno de los doce relatos del futuro libro ©¿La guerra ha terminado? 
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©Carlota y el pan
©¿La guerra ha terminado?
©Paco Arenas

También  puedes leer los primeros capítulos de la novela Magdalenas sin azúcar AQUÍ


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8 comentarios:

  1. Muy buen relato. Tal como lo contaba mi abuelo Cura en la calle las madres de Villarrobledo.

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  2. Que pena de hambre que hizo pasar el franquismo a los vencidos. Cuanta iniquidad. Se llamaban a si mismos los buenos y la Iglesia prestaba su palio a Franco

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    1. Muy triste lo que pasaron, triste que se haya olvidado. Saludos

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