Uno de mis cuentos preferidos de la infancia, era este cuento de los
hermanos Grimm, injustamente relegado casi al olvido, en favor de otros
similares como el de Caperucita o los tres cerditos, un
cuento de terror. Me lo contó mi hermano
Julián en varias ocasiones, hoy gracias a un príncipe que se quiere hacer pasar
por cordero lo he recordado y lo he buscado en internet. De momento es un copia y pega, luego
intentare adaptarlo al modo manchego en que me lo contaba mi hermano.
hermanos Grimm
Érase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a
las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día
quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas. "Hijas
mías," les dijo, "me voy al bosque; mucho ojo con el lobo, pues si
entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele
disfrazarse, pero lo conoceréis enseguida por su bronca voz y sus negras
patas." Las cabritas respondieron: "Tendremos mucho cuidado, madrecita.
Podéis marcharos tranquila." Despidióse la vieja con un balido y,
confiada, emprendió su camino.
No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la
puerta y una voz dijo: "Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de
vuelta y os traigo algo para cada una." Pero las cabritas comprendieron,
por lo bronco de la voz, que era el lobo. "No te abriremos,"
exclamaron, "no eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y
la tuya es bronca: eres el lobo." Fuese éste a la tienda y se compró un
buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita.
Llamando nuevamente a la puerta: "Abrid hijitas," dijo, "vuestra
madre os trae algo a cada una." Pero el lobo había puesto una negra pata
en la ventana, y al verla las cabritas, exclamaron: "No, no te abriremos;
nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!" Corrió
entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo: "Mira, me he lastimado un
pie; úntamelo con un poco de pasta." Untada que tuvo ya la pata, fue al
encuentro del molinero: "Échame harina blanca en el pie," díjole. El
molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negóse al
principio, pero la fiera lo amenazó: "Si no lo haces, te devoro." El
hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente.
Volvió el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando,
dijo: "Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso
y os trae buenas cosas del bosque." Las cabritas replicaron:
"Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre."
La fiera puso la pata en la ventana, y, al ver ellas que era blanca, creyeron
que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien
entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas! Metióse
una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta,
en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la fregadera, y la
más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras
otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita
que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya ahíto y
satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y, llegado a un verde prado,
tumbóse a dormir a la sombra de un árbol.
Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios,
lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos,
todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y
almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna
parte; llamólas a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que
llególe la vez a la última, la cual, con vocecita queda, dijo: "Madre
querida, estoy en la caja del reloj." Sacóla la cabra, y entonces la
pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás.
¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la madre la pérdida de sus hijitas!
Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en
compañía de su pequeña, y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del
árbol, roncando tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al observarlo de
cerca, parecióle que algo se movía y agitaba en su abultada barriga. ¡Válgame
Dios! pensó, ¿si serán mis pobres hijitas, que se las ha merendado y que están
vivas aún? Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras,
aguja e hilo. Abrió la panza al monstruo, y apenas había empezado a cortar
cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las
seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en
su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su regocijo! ¡Con
cuánto cariño abrazaron a su mamaíta, brincando como sastre en bodas! Pero la
cabra dijo: "Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta
condenada bestia, aprovechando que duerme." Las siete cabritas corrieron
en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no
cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la
fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.
Terminada ya su siesta, el lobo se levantó, y, como los
guijarros que le llenaban el estómago le diesen mucha sed, encaminóse a un pozo
para beber. Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su
panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:
"¿Qué será este ruido
que suena en mi barriga?
Creí que eran seis cabritas,
mas ahora me parecen chinitas."
Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de
las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente.
Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas: "¡Muerto
está el lobo! ¡Muerto está el lobo!" Y, con su madre, pusiéronse a bailar
en corro en torno al pozo.
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