lunes, 19 de marzo de 2018

Las abarcas de mi padre


A mi padre, a todos los padres


Fui el último de ocho hermanos en llegar al mundo. Mi inesperada llegada a deshoras, después de casi once años sin tener hijos, mis padres estaban tranquilos y convencidos que la posibilidad de tener nuevos vástagos, con mi padre con más de cincuenta años y mi madre rondándolos, eran inferiores a la posibilidad de calentar la casa con el humo de las pajas. Razón por la cual hacían el amor a pierna tendida, sin ningún tipo de precaución para prevenir un posible embarazo, cosa que por otra parte nunca habían hecho. Como es lógico, después de diez años dando a troche y moche, sin embarazos, llegaron a pensar que el río de la fertilidad estaba más seco que el ojo de Benito.

Pero lo que a un palmo se falla, a tiro de ballesta se acierta, aunque sea por casualidad. Y ahí llegué yo, con mi hermana mayor a punto de casarse con veintiséis años y mi hermano pequeño con los diez años cumplidos.

Sí, fui el último de la fila, cuando mis hermanos ya habían comenzado a emigrar a Ibiza, él último en irse fue Julián, con nuestro primo Emilio, contaban tan solo trece años cuando embarcaron rumbo a la isla.

Mi primera infancia fue la de los hijos únicos, casi mimado, dentro de las posibilidades de una familia campesina pobre. Siempre me sentí muy querido tanto por mi madre, que era la sensatez y la decisión, quien me enseñó a soñar, a luchar por la libertad y un mundo más justo, como por mi padre, hombre soñador y luchador que nunca perdió la esperanza de que España fuese un país libre en el que mereciese las pena, vivir.

Campesino que calzaba calcetas de lona, color caqui, y abarcas fabricadas por él mismo de manos encallecidas por el duro trabajo del campo, del arado, del azadón y el hacha, era un hombre tierno como el más tierno de los panes, las caricias de sus ásperas manos eran suaves y sus besos divertidos y pinchosos, afortunadamente era casi barbilampiño.  Cuando yo no tenía escuela, en el verano, me llevaba al campo para que le acompañase, no para trabajar, sino para que estuviese a su lado. Disfrutaba contándome cosas, para mí maravillosas, me recitaba sus “dichos” y poemas, que posiblemente aprendió en el frente de batalla.  Poemas y relatos, en mil versiones diferentes, porque él, lo poco o nada que sabía leer, lo aprendió durante la guerra. Como todos quienes perdieron la guerra, tenía prohibido tener escopetas, tampoco las hubiese querido, todavía recuerdo sus palabras:

—La más pequeña de las pistolas debería ser tan grande como la catedral mocha de Cuenca, y quien desease llevarlas, debería llevarlas colgadas de los cojones.

Soñaba; aunque, siempre hablaba de Castilla.  Nunca tuvo un libro entre sus manos encallecidas por el duro trabajo del campo, pero mil poesías brotaban todos los días de sus labios.  Se fue una mañana se septiembre con un millón de sueños por cumplir.  Siempre tuvo unas abarcas en sus pies, menos cuando iba de boda o cuando le trajeron muerto de Cuenca.  Ese día dejaron de lado sus viejas abarcas, colgadas en una alcayata, olvidadas en un rincón de la cámara y le calzaron brillantes zapatos…



Las abarcas de mi padre (Poesía a mi padre)


Abarcas de campesino,
humildes como el barro que pisas,
fuertes como el aliento de quien te calza,
conoces el sabor de la sangre
del niño, del joven y del viejo.

Vendrá la muerte
y te dejarán de lado,
para esos pies de labrador
ser calzados por brillantes zapatos.



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