Tal día como hoy, el 13 de agosto de 1992 (cuando la realidad
supera la ficción)
Fue en el verano de 1992 fuimos de vacaciones con mis
cuñados, a Mallorca.
El 13 de agosto de 1992, llegamos a la isla de Mallorca en
barco, al igual que los protagonistas de la novela Caricias Rotas. Al contrario
que ellos, no perdimos autobús, ni teníamos hotel en Magaluf, sino un
apartamento en Palma, muy cerca del Castillo de Bellver.
Tras pasear por la ciudad, después de cenar decidimos ir con
mi pequeño y viejo Peugeot 205 a Magaluf, la «Sodoma y Gomorra» británica de
Mallorca, al menos entonces no era para tanto; aunque, ya tenía bastante fama,
y como jóvenes que éramos, quisimos echar un vistazo.
Tras pasar unas horas de pub en pub y sin dormir desde la
llegada a Palma a primera hora de la mañana, estábamos muy cansados y decidimos
regresar al apartamento, sobre las tres de la madrugada. Conducía yo, y la
verdad tenía motivos para estar tener sueño.
De Magaluf a Palma hay autovía, entonces también; pero, entre
que no conocía la isla, no existía el GPS, era de noche, tenía mucho sueño y,
al menos, llevaba un par de cubatas demás dentro del cuerpo —entonces no
existía límite de alcohol en la sangre, ni conciencia cívica sobre el tema —,
me equivoqué de camino.
Todos se quedaron durmiendo, mi mujer que iba a mi lado, mi
cuñada embarazada de seis meses, y mi cuñado. Me perdí, con tan mala suerte que
me metí, por lo que ahora es una avenida y entonces era una carretera más bien
estrecha, sin ningún tipo de farolas, estarían apagadas o yo iba tan alumbrado
que no las veía.
Nada más meterme me di cuenta de que me había equivocado,
buscando la salida, llegué a un punto que no sabía ni por dónde tirar, así que
me aparté a una orilla de la vía con intención de para consultar el mapa de
carreteras, a ver si era capaz de aclararme, y si no procurar que me diese el
aire y despejarme un poco.
Apenas paré, al lado derecho de la carretera se abrió una
puerta, saliendo por ella un coche deportivo, miré deslumbrado por los faros, y
entonces lo vi, quien conducía en persona, era ni más ni menos que el rey demérito,
«el
huido». El rey de los españoles de arriba.
Todavía sorprendido, al instante, una avalancha de guardias
civiles y policías, con linternas y metralletas se abalanzaron sobre nuestro
pequeño coche, apuntándonos a los cuatro, también a mi cuñada embarazada de
seis meses. Mi mujer despertó, mis cuñados siguieron durmiendo. Al vernos los
guardias civiles se dieron cuenta de que no éramos peligrosos terroristas, y ni
tan siquiera preguntaron. Dieron paso al coche del «huido» Juan Carlos de
Borbón, y al rato, sin decirnos nada a nosotros, nos apremiaron a continuar,
eso sí, sin dejar de apuntarnos con las metralletas y las linternas.
—Circulen, circulen.
Nervioso perdido y con el miedo en el cuerpo, comencé a
repetir casi gritando histérico, nada más dejar a los guardias atrás:
—El Tortas, el Tortas, el Tortas…—repetía yo, casi gritando,
como si me hubiese quedado estado de shock.
Despertaron mis cuñados alterados por mis gritos, y mi mujer
que también estaba nerviosa, se me quedó mirando…
—Era el rey, ¿verdad?
—Era el Tortas, el Tortas…—repetía yo, intentando
tranquilizarme.
—A mí me ha parecido que era el rey…—insistía ella, sin saber
qué quería decir yo con eso de «El Tortas».
—Sí, era el Tortas, el Tortas…
—Era el rey, Paco, que lo he visto con mis propios ojos.
—Claro, El Tortas.
—El rey…
—El Tortas…
Y mis cuñados que no se habían enterado de nada, nos miraban
alternativamente sin saber de qué iba la película.
Cuando les contamos lo ocurrido, y que les habían apuntado
con metralletas, también a mi cuñada, un poco más y se le adelanta el parto a
mi cuñada. Ya no volvimos a Magaluf, ni a pasar por aquella maldita carretera.
No recuerdo si me entro diarrea del susto, lo cierto es que entonces no me hizo
ni pizca de gracia.
«El Tortas» era el apodo que le puso mi madre al rey al
heredero de Franco. Mi madre para referirse al rey demérito de los españoles de
arriba, siempre lo nombraba como «El Tortas».
—Dicen que es tan listo y no es capaz de pronunciar un
discurso sin levantar la vista del papel, y a pesar de leer lo que otros han
escrito, se equivoca. Tan listo, tan listo, y es un «tortas» harto de pan
—decía mi madre, y se refería a él siempre con ese apodo.
A buen seguro que aquella noche, a pesar del mucho sueño, no
habría pegado ojo de no ser por el mejor sedante natural que existe, viendo el
castillo de Bellver desde la cama, éramos tan jóvenes, nueve meses después
nació mi hija.
Gracias a una revista italiana, supimos, a los pocos días,
que al demérito le atribuían una hija italiana y una amante en Mallorca. Lo
cual deja claro, que ya entonces, hace casi treinta años, la prensa
internacional ya se hacía eco de las andanzas del personaje, a pesar de que la
servil prensa española ya era cómplice, con sus silencios, de sus andanzas, por
supuesto con el acatamiento de sus, aún más serviles cortesanos o políticos de
cerviz inclinada.
Posiblemente, de haber sabido mi madre todo lo que se ha
llevado a paraísos fecales, donde se lo llevan los «patriotas de trapo», no le
habría llamado «El Tortas», sino «El Espabilao».
Los tortas, los tontos, éramos y somos, todos los españoles
por permitir que en nuestras tierras se expandan tan malas hierbas.
Quienes habéis leído Caricias Rotas, habréis observado que cambia un poco o bastante la versión; pero una cosa es la ficción y otra la realidad, en este caso, la realidad supera la ficción.
Paco Arenas de Caricias rotas y de Magdalenas sin azúcar
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